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– Aquí parece que va a haber música -dijo la señora de Trejo.

– Qué chabacano -dijo la Beba -. No deberían permitir.

Cediendo a los gentiles pedidos de parientes y amigos, el popular cantor Humberto Roland se había puesto de pie mientras el Pelusa y el Rusito ayudaban con gran reparto de empujones y argumentos a que los tres bandoneonistas pudieran instalarse cómodos y desenfundar los instrumentos. Se oían risas y algunos chistidos, y la gente se agolpaba en las ventanas que daban a la Avenida. Un vigilante miraba desde Florida con evidente desconcierto.

– ¡Fenómeno, fenómeno! -gritaba el Rusito-. ¡Che Pelusa, qué grande que es tu hermano!

El Pelusa se había instalado otra vez al lado de la Nelly y hacía gestos para que se callara la gente.

– ¡Che, a ver si atienden un poco! Mama mía, este local es propiamente la escomúnica.

Humberto Roland tosió y se alisó el pelo.

– Tendrán que perdonar que no pudimos venir con la sección rítmica -dijo-. Se hará lo que se pueda.

– Eso, pibe, eso.

– En despedida a mi querido hermano y a su simpática novia, les voy a cantar el tango de Visca y Cadícamo, Muñeca brava.

– ¡Fenómeno! -dijo el Rusito.

Los bandoneones culebrearon la introducción y Humberto Roland, luego de colocar la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y proyectar la derecha en el aire, cantó:

– Che madám que parlas en francés

y tirás ventolín a dos manos,

que cenas con champán bien frapé

y en el tango enredas tu ilusión…

Era perceptible en el London una repentina cuanto sorprendente inversión acústica, pues al quedar la mesa del Pelusa sumida en cadavérico silencio, las charlas de los alrededores se volvían más conspicuas. El Pelusa y el Rusito pasearon miradas furibundas, mientras Humberto Roland engolaba la voz.

– Tenés un camba que te acamala

y veinte abriles, que son diqueros…

Carlos López se sintió perfectamente feliz, y se lo hizo saber a Medrano. El doctor Restelli estaba visiblemente molesto -según dijo- por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Soltura envidiable de esa gente -dijo López-. Hay casi una perfección en la forma en que actúan dentro de sus posibilidades, sin la menor sospecha de que el mundo sigue más allá de los tangos y de Racing.

– Miren a Don Galo -dijo Medrano-. El viejo se está asustando, me parece.

Don Galo había pasado de la estupefacción a las señas conminatorias al chófer que entró corriendo, escuchó a su amo y volvió a salir. Lo vieron que hablaba con el vigilante que asistía a la escena desde la ventana de Florida. También vieron el gesto del vigilante, consistente en juntar jos cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.

– Seguro -comentó Medrano-. ¿Qué tiene de malo, al fin y al cabo?

– Te llaman todos muñeca brava

porque a los giles mareas sin grupo…

Paula y Raúl gozaban enormemente de la escena, mucho más que Lucio y Nora, visiblemente desconcertados. Una helada prescindencia contraía a la familia de Felipe, quien observaba fascinado las fulgurantes marchas y contramarchas de los dedos de los bandoneonistas. Más allá Jorge entraba en su segundo helado, y Claudia y Persio andaban perdidos en su charla metafísica. Por sobre todos ellos, por encima de la indiferencia o el regocijo de los habitúes del London, Humberto Roland llegaba al desenlace melancólico de tanta gloria porteña:

– Pa mi sos siempre la que no supo

guardar un cacho de amor y juventú…

Entre gritos, aplausos y golpes de cucharitas en la mesa, el Pelusa se levantó conmovido y abrazó estrechamente a su hermano. Después dio la mano a los tres bandoneonistas, se golpeó el pecho y sacó un enorme pañuelo para sonarse. Humberto Roland agradeció los aplausos con aire condescendiente, y la Nelly y las señoras iniciaron el semicoro laudatorio que el cantor escuchó con su sonrisa incansable. Entonces un niño muy poco visible hasta ese momento soltó una especie de bramido, resultante de haberse atragantado con una masa de crnma, y en la mesa hubo gran revuelo, rematado con un clamor universal tendiente a aue Roberto trajera un vaso de agua.

– Estuviste grande -decía el Pelusa, enternecido.

– Como siempre, nomás -contestaba Humberto Roland.

– Qué sentimiento que tiene -opinó la madre de la Nelly.

– Siempre fue así -dijo la señora de Presutti-. A él que no le hablaran de estudiar ni nada. El arte solamente.

– Como yo -decía el Rusito-. Qué estudiar ni que ocho cuartos. Meta pinas nomás.

La Nelly acabó de sacar los pedazos de masa de la garganta del niño. La gente agolpada en las ventanas empezaba a retirarse, y el doctor Restelli se pasó el dedo por el cuello almidonado y mostró visible alivio.

– Bueno -dijo López-. Parece que ya es la hora.

Dos caballeros vestidos de azul oscuro acababan de situarse en el centro del café. Uno de ellos golpeó secamente las manos y el otro hizo un gesto para reclamar silencio. Con una voz que hubiera podido prescindir de esa precaución, dijo:

– Se ruega a los señores clientes que no hayan sido citados por escrito, así como a los señores que han venido a despedir a los citados, que se retiren del lugar.

– ¿Lo qué? -preguntó la Nelly.

– Que se tenemo de ir -dijo uno de los amigos del Pelusa-. Vos te das cuenta, justo cuando los estábamo divirtiendo más.

Pasada la sorpresa, empezaban a. oírse exclamaciones y protestas de los parroquianos. El hombre que había hablado levantó una mano con la palma hacia adelante y dijo:

– Soy inspector de la Dirección de Fomento, y cumplo órdenes superiores. Ruego a las personas citadas que permanezcan en su lugar, y a los demás que salgan lo antes posible.

– Mira -dijo Lucio a Nora-. Hay un cordón de vigilantes en la Avenida. Esto más parece un allanamiento que otra cosa.

El personal del London, tan sorprendido como los clientes, no daba abasto para cobrar de golpe todas las consumiciones, y había extraordinarias complicaciones de vueltos, devolución de masas y otros detalles técnicos. En la mesa del Pelusa se oía llorar a gritos. La señora de Presutti y la madre de la Nelly pasaban por el duro trance de despedirse de los parientes que quedaban en tierra. La Nelly consolaba a su madre y a su futura suegra, el Pelusa volvió a abrazar a Humberto Roland, y cambió palmadas en la espalda con toda la barra.

– ¡Felicidad, felicidad! -gritaban los muchachos-. ¡Escribí, Pelusa!

– ¡Te mando una postal, pibe!

– ¡No te olvides de la barra, che!

– ¡Qué me voy a olvidar! ¡Felicidad, eh!

– ¡Viva Boca! -gritaba el Rusito, mirando desafiante a los de las otras mesas.

Dos caballeros de aire patricio se habían acercado al inspector de Fomento y lo miraban como si acabara de caer de otro planeta.