– ¡Nada de hidroaviones! -gritó la señora de Trejo, sostenida por un murmullo predominantemente femenino-. ¿Por qué no hemos de seguir el viaje, vamos a ver?
– El viaje ha terminado, señora -dijo el inspector.
– ¡Osvaldo, y vos vas a tolerar esto!
– Hijita-dijo el señor Trejo, suspirando.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo don Galo-. Se toma el hidroavión y se acabó, con tal que io se hable más de internaciones y otras pajolerías
– En efecto -dijo el doctor Restelli, mirando de reojo a López-, dadas las circunstancias, si lográramos la unanimidad a que nos invita el señor inspector…
López sentía entre asco y lástima. Estaba tan cansado que la lástima podía más.
– Por mí no se preocupe, che -le dijo a Restelli-. No tengo inconveniente en volver a Buenos Aires, y allá nos explicaremos.
– Justamente -dijo el inspector-. La Dirección tiene que tener la seguridad de que ninguno de. ustedes aprovechará su regreso para difundir especies.
– Entonces -dijo López- la Dirección está bien arreglada.
– Señor mío, su insistencia… -dijo el inspector-. Créame, si no tengo la seguridad previa de que renunciarán ustedes a tergiversar, sí, a tergiversar de esa manera la verdad, me veré precisado a hacer lo que dije antes.
– No faltaría más que eso -dijo don Galo-. Primero tres días con el alma en un hilo, y después vaya a saber cuánto tiempo metidos en el culo del mundo. No, no y no. ¡A Buenos Aires, a Buenos Aires!
– Pero claro -dijo el señor Trejo-. Es intolerable.
– Analicemos la situación con calma -pidió el doctor Restelli.
– La situación es muy sencilla -dijo el señor Trejo-. Puesto que el señor inspector considera que no es posible continuar el viaje… -miró a su esposa, lívida de rabia, e hizo un gesto de impotencia-…entendemos que lo más lógico y natural es regresar en seguida a Buenos Aires y reintegrarnos en… en…
– A -dijo Raúl-. Reintegrarnos a…
– Por mi parte no hay inconveniente en que ustedes se reintegren -dijo el inspector-, siempre que firmen la declaración que se preparará oportunamente.
– Mi declaración la redactaré yo hasta la última coma -dijo López.
– No serás el único -dijo Paula, sintiéndose un poco ridicula a fuerza de virtud.
– Claro que no -dijo Raúl-. Seremos por lo menos cinco. Y eso es más de una cuarta parte del pasaje, cosa no despreciable en una democracia.
– No me vengan con política, por favor -dijo el inspector.
El glúcido se pasó la mano por el pelo y empezó a hablarle en voz baja, mientras el inspector escuchaba deferente.
Raúl se volvió hacia Paula.
– Telepatía, querida. Le está diciendo que la Magenta Star se opone al truco de la internación parcial, porque a la larga el escándalo será más grande. No nos llevarán a Ushuaia, verás, ni siquiera eso. Me alegro porque no traje ropa de invierno. Fíjate bien y verás cómo tengo razón.
La tenía, porque el inspector volvió a levantar la mano con su gesto que hacía pensar incongruentemente en un pingüino, y declaró con fuerza que si no se lograba la unanimidad se vería forzado a internar a todos los pasajeros sin excepción. Los hidroaviones no podían separarse, etc.; agregó otras vistosas razones técnicas. Calló, esperando los resultados de la vieja máxima que Raúl había sospechado un rato antes, y no tuvo que esperar mucho. El doctor Restelli miró a don Galo, que miró a la señora de Trejo, que miró a su marido. Un polígono de miradas, un rebote instantáneo. Orador, don Galo Porriño.
– Verá usted, señor mío -dijo don Galo, haciendo oscilar la silla de ruedas-. No es cosa que por la contumacia y el emperramiento de estos jóvenes currutacos nos veamos los más ponderados y bien pensantes trasladados quién sabe adonde, sin contar que más tarde la calumnia se enseñará con nosotros, pues bien me conozco yo este mundo. Si usted nos dice que la… que el accidente, ha sido provocado por esa epidemia de la puñeta, personalmente creo que no hay razones para dudar de su palabra de funcionario. Nada me sorprendería que la reyerta de esta madrugada haya sido, como quien dice, más ruido que nueces. La verdad es que ninguno de nosotros -acentuó la última palabra- ha podido ver al… al malogrado caballero, que gozaba por lo demás de toda nuestra simpatía a pesar de sus torpezas de última hora.
Hizo girar la silla un cuarto de círculo y miró triunfalmente a López y a Raúl.
– Repito: nadie lo ha visto, porque esos señores, ayudados por el forajido que se atrevió a encerrarnos anoche en el bar -y observen ustedes el peso que tiene esa incalificable tropelía cuando se la considera a la luz de lo que estamos diciendo-, esos señores, repito, por darles todavía un nombre que no merecen, impidieron a estas damas, movidas por un impulso de caridad cristiana que respeto aunque mis convicciones sean otras, el acceso a la cámara mortuoria. ¿Qué conclusiones, señor inspector, cabe sacar de esto?
Raúl agarró del brazo al Pelusa, que estaba color ladrillo, pero no pudo impedirle que hablara.
– ¿Cómo qué conclusiones, paparulo? ¡Yo lo traje de vuelta, lo traje, con el señor aquí! ¡Le chorreaba la sangre por la tricota!
– Delirio alcohólico, probablemente -murmuró el señor Trejo.
– ¿Y el tiro que le fajé al coso de la popa, entonces? ¡Por qué no le habré pegado en la panza, Dios querido, a ver si también me venían con el tifus!
– No te rompas, Atiliol -dijo Raúl-. La historia ya está escrita.
– Ma qué historia -dijo el Pelusa.
Raúl se encogió de hombros.
El inspector esperaba, sabiendo que otros serían más elocuentes que él. Primero habló el doctor Restelli, modelo de discreción y buen sentido; lo siguió el señor Trejo, vehemente defensor de la causa de la justicia y el orden; don Galo se limitaba a apoyar los discursos con frases llenas de ingenio y oportunidad. En los primeros momentos López se molestó en replicarles y en insistir en que eran unos cobardes, apoyado por las interjecciones y los arrebatos de Atilio y las púas siempre certeras de Raúl. Cuando el asco le quitó hasta las ganas de hablar, les dio la espalda y se fue a un rincón. El grupo de los malditos se reunió en silencio, discretamente vigilado por los policías. El partido de la paz redondeaba sus conclusiones, favorecido por la aprobación de las señoras y 3a sonrisa melancólica del inspector.
XLV
Desde lo alto el Malcolm parecía un fósforo en una palangana. Después de haberse apurado para ocupar un asiento junto a una ventanilla, Felipe 3o miró con indiferencia. El mar perdía todo volumen y relieve, se convertía en una lámina turbia y opaca. Encendió uri cigarrillo y echó una mirada a su alrededor; los respaldos de los asientos eran sorprendentemente bajos. A la izquierda, el otro hidroavión volaba con una perfecta sensación de inmovilidad. El equipaje de los viajeros iba en él y también probablemente… Al subir, Felipe había mirado en todos los huecos de la cabina, esperando descubrir una forma envuelta en una sábana o una lona, más probablemente una lona. Como no vio nada, suponía que lo habían embarcado en el otro avión.
– En fin -dijo la Beba, sentada entre su madre y Felipe-. Era de imaginarse que esto terminaría mal. No me gustó desde el primer mo mentó.
– Podría haber terminado perfectamente -dijo la señora de frejo-, si no hubiera sido por el tifus y… por el tifus.
– De todas maneras es un papelón -dijo la Beba -. Ahora tendré que explicarle a todas mis amigas, imaginate.
– Pues mTiijita, lo explica y se acabó. Ya sabe muy bien lo que tiene que decir.
– Si te crees que María Luisa y la Meche se lo van a tragar…
La señora de Trejo miró un momento a la Beba y luego a su esposo, ubicado en el lado opuesto donde había sólo dos asientos. El señor Trejo, que había oído, hizo una seña para tranquilizarla. En Buenos Aires convencerían poco a poco a los chicos de que no tergiversaran las explicaciones: a io mejor convendría mandarlos un mes a Córdoba, a la estancia de tía Florita. Los chicos olvidan pronto, y además como son menores de edad, sus palabras no tienen consecuencias jurídicas. Realmente no valía la pena hacerse mala sangre.