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Felipe seguía mirando el Malcolm hasta que lo vio perderse debajo del avión; ahora sólo quedaba un interminable aburrimiento de agua, cuatro horas de agua hasta Buenos Aires. No estaba tan mal el vuelo, al fin y al cabo era la primera vez que subía a un avión y tendría para contarles a los muchachos. La cara de su madre antes de despegar, el terror disimulado de la Beba… Las mujeres eran increíbles, se asustaban por cada pavada. Y sí, che, qué le vas a hacer, se armó un lío tan descomunal que al final nos metieron a todos en un Catalina y de vuelta a casa. Mataron a uno y todo, que… Pero no le iban a creer, Ordoñez lo miraría con ese aire que tomaba cuando quería sobrarlo. Se hubiera sabido, pibe, vos qué te crees, para qué están los diarios. Sí, era mejor no hablar de eso. Pero Ordóñez, y a lo mejor Alfieri, le preguntarían cómo le había ido en el viaje. Eso era más fáciclass="underline" la pileta, una pelirroja con bikini, el lance a fondo, la piba que se hacía la estrecha, mira que si se enteran, yo tengo vergüenza, pero no, nena, aquí nadie se va a enterar, vení, déjame un poco. Al principio no quería, estaba asustada, pero vos sabés lo que es, apenas me la trinqué en forma cerró los ojos y me dejó que la desvistiera en la cama. Qué hembra, pibe, no te puedo contar…

Resbaló un poco en el asiento, con los ojos entornados. mirá, si te digo lo que fue eso… Todo el día, che, y no quería que me vaya, un metejón de esos que vos no sabés qué hacer… Pelirroja, sí, pero abajo era más bien rubia. Claro, yo también tenía curiosidad, pero ya te digo, más bien rubia.

Se abrió la puerta de la cabina de comando, y el inspector asomó con aire satisfecho y casi juvenil.

– Tiempo magnífico, señores. Dentro de tres horas y media estaremos en Puerto Nuevo. La Dirección ha pensado que luego de cumplir los trámites de que ya hemos hablado, ustedes preferirán sin duda encaminarse inmediatamente a sus domicilios. Para evitar pérdidas de tiempo habrá taxis para todos, y los equipajes les serán entregados apenas desembarquen.

Se sentó en el primer asiento, alelado del chófer de don Galo que leía un número de Rojo y Negro. Nora, metida en lo más hondo de un asiento de ventanilla, suspiró.

– No me puedo convencer -dijo-. Créeme, os más fuerte que yo. Ayer estábamos tan bien, y ahora…

– A quién se lo decís -murmuró Lucio.

– Yo no entiendo, vos mismo al principio estabas tan preocupado por la cuestión de la popa… ¿Por qué se afligían tanto, decime? Yo no sé, parecían señores tan bien, tan simpáticos.

– Una manga de forajidos -dijo Lucio-. A los otros no los conocía, pero Medrano te juro que me dejó helado. Vos fíjate, tal como están las cosas en Buenos Aires un lío así nos puede perjudicar a todos. Ponele que alguien le pase el dato a mis jefes, me puede costar un ascenso o algo peor. Al fin y al cabo eran premios oficiales, en eso nadie se fijó. No pensaban más que en armar escándalo, para lucirse.

– Yo no sé -dijo Nora, mirándolo y bajando en seguida los ojos-. Vos tenes razón, claro, pero cuando se enfermó el hijo de la señora…

– ¿Y qué? ¿No lo ves ahí sentado comiendo caramelos? ¿Qué enfermedad era ésa, decime un poco? Pero esos espamentosos lo único que buscaban era armar lío y hacerse los héroes. ¿Te crees que no me di cuenta de entrada y que no les paré el carro? Mucho revólver, mucho alarde… Yo te digo, Nora, si esto se llega a saber en Buenos Aires…

– Pero no se va a saber, creo -dijo Nora, tímidamente.

– Esperemos. Por suerte hay algunos que piensan como yo, y estamos en mayoría.

– Habrá que firmar esa declaración.

– Seguro que hay que firmarla. El inspector va a arreglar las cosas. A lo mejor yo me aflijo por nada, al fin y al cabo quién les va a creer ese cuento.

– Sí, pero el señor López y Presutti estaban tan furiosos…

– Se mandan la parte hasta el final -dijo Lucio-, pero ya vas a ver que en Buenos Aires no se oye hablar más de ellos. ¿Por qué me miras así?

– ¿Yo?

– Sí, vos.

– Pero Lucio, yo te miraba nomás.

– Me mirabas como si yo estuviera mintiendo o algo parecido.

– No, Lucio.

– Sí, me mirabas de una manera rara. ¿Pero no te das cuenta de que tengo razón?

– Claro que sí -dijo Nora, evitando sus ojos. Por supuesto que Lucio tenía razón. Estaba demasiado enojado como para no tener razón. Lucio siempre tan alegre, ella tenía que hacer todo lo posible para que se olvidara de esos días y volviera a estar alegre. Sería terrible que siguiera malhumorado y que al llegar a Buenos Aires decidiera hacer cualquier cosa, ella no sabía bien qué, cualquier cosa, perderle el cariño, abandonarla, aunque era absurdo creer que Lucio pudiera abandonarla precisamente ahora que ella le había dado la más grande prueba de amor, ahora que había pecado por él. Parecía increíble que dentro de tres horas fueran a estar en pleno centro, y ahora tenía que preguntarle a Lucio qué pensaba hacer, si ella volvería a su casa, porque aunque Mocha comprendiera, su mamá… Se imaginó entrando en el comedor, y su mamá que la miraba y se ponía cada vez más pálida. ¿Dónde había estado esos tres días? «Arrastrada -diría su mamá-. Esa es la educación que le han dado las monjas, arrastrada, prostituta, mal nacida.» Y Mocha trataría de defenderla pero cómo explicar esos tres días. Imposible volver a casa, le telefonearía a Mocha para que se encontrara con ella y con Lucio en alguna parte. Pero si Lucio, que estaba tan furioso… Y si él no quería casarse en seguida, si empezaba a darle de largas al casamiento, y volvía a su empleo, a las chicas de la oficina, sobre todo a esa Betty, si empezaba a salir de nuevo con los amigos.

Lucio miraba el mar sobre el hombro de Nora. Parecía esperar que ella le dijera algo. Nora se volvió hacia él y lo besó en la mejilla, en la nariz, en la boca. Lucio no devolvía los besos, pero ella lo sintió sonreír cuando le besaba otra vez la mejilla.

– Monono -dijo Nora, poniendo toda su alma para que lo que decía fuera como tenía que ser-. Te quiero tanto. Soy tan feliz con vos, me siento tan segura, sabés, tan protegida.

Espiaba su cara, besándolo, y vio que Lucio seguía sonriendo. Juntó sus fuerzas para empezar a hablar de Buenos Aires.

– No, no, basta de caramelos. Anoche te estabas muriendo y ahora querés pescarte una indigestión.

– No comí más que dos -dijo Jorge, dejándose arropar en una manta de viaje y poniendo cara de víctima-. Che, qué serenito vuela este avión. ¿Vos no crees que con un avión así podríamos llegar al astro, Persio?

– Imposible -dijo Persio-. La estratosfera nos haría polvo.

Cerrando los ojos, Claudia apoyó la nuca en el borde del incómodo respaldo. La irritaba haberse irritado contra Jorge. Anoche te estabas muriendo… No era una frase para decirle al pobre, pero sabía que en el fondo no le estaba dedicada, que Jorge era culpable de una culpa que lo excedía infinitamente. Pobrecito, era estúpido de su parte descargar en él algo tan distinto, tan lejos de todo eso. Lo arropó de nuevo, tocándole la frente, y buscó los cigarrillos. En los asientos del lado opuesto López y Paula jugaban a enredarse los dedos de las manos, a hacer el dedo amputado, a pulsear. Contra la ventanilla, envuelto en humo, Raúl dormitaba. Una o dos imágenes de duermevela bailaron un momento y huyeron, despertándolo de golpe. A veinte centímetros de su cara veía la nuca del doctor Restelli y el robusto cogote del señor Trejo. Hubiera podido reconstruir casi literalmente su conversación, aunque el ruido del avión no le permitía oír ni una palabra. Se cambiarían las tarjetas, decididos a encontrarse muy pronto y asegurarse de que todo iba bien y que ninguno de los exaltados (afortunadamente bien metidos en cintura por el inspector y por su propia torpeza) pretendería iniciar una campaña en los pasquines de izquierda que los enlodara a todos. A esa altura, y a juzgar por la vehemencia que ponía el doctor Restelli en sus movimientos y gestos, debía estar insistiendo en que, bien mirado, no existía prueba alguna de lo que afirmaban los más desaforados. «Por lo menos un buen abogado lo demostraría concluyentemente -pensó Raúl, divertido-. Quién va a aceptar, quién va a creer que en un barco como ése había armas de fuego al alcance de la mane, y que los lípidos no nos hicieron pedazos en cinco minutos después que los baleamos en el puente. ¿Dónde están las pruebas de lo que podríamos decir? Medrano. claro. Pero ya leeremos una necrología de tres líneas, muy bien cocinada.»