– Che Carlos…
– Momento -dijo López-. Me está torciendo el brazo de una manera horrible, fíjate.
– Encájale un pellizco, no hay nada mejor para ganar la pulseada. mirá, me estaba divirtiendo en pensar que a lo mejor los viejitos tienen razón. ¿Vos trajiste tu revólver?
– No, debe tenerlo Atüio -dijo López, sorprendido.
– Lo dudo. Cuando fui a hacer mis valijas, la Colt había desaparecido con todas las balas. Como no era mía, me pareció justo. Le vamos a preguntar a Atilio, pero seguro que también le soplaron el fierrito. Otra cosa que se me ocurrió: vos y Medrano fueron a la peluquería, ¿verdad?
– ¿A la peluquería? Espera un poco, eso fue ayer. ¿Puede ser que haya sido ayer? Parece que hubiera pasado tanto tiempo. Sí, claro que fuimos.
– Me pregunto -dijo Raúl- por qué no interrogaron al peluquero sobre la popa. Estoy seguro de que no lo hicieron.
– La verdad, no -dijo López, perplejo-. Estábamos tan bien, charlando. Medrano era tan macanudo, tan… Pero ustedes se dan cuenta, que estos cínicos pretendan decir que las cosas pasaron de otro modo…
– Volviendo al peluquero -dijo Raúl-, ¿no te llama la atención que a la hora en que todos nosotros andábamos buscando un pasaje cualquiera para llegar a la popa…?
Casi sin escuchar, Paula los miraba alternativamente, preguntándose hasta cuándo seguirían dándole vueltas al asunto. Los verdaderos inventores del pasado eran los hombres; a ella la preocupaba lo que iba a venir, si es que la preocupaba. ¿Cómo sería Jamaica John en Buenos Aires? No como a bordo, no como ahora; la ciudad los esperaba para cambiarlos, devolverles todo lo que se habían quitado junto con la corbata o la libreta de teléfonos al subir a bordo. Por lo pronto López era nada menos que un profesor, lo que se llama un docente, alguien que tiene que levantarse a las siete y media para ir a enseñar los gerundios a las nueve y cuarenta y cinco o a las once y cuarto. «Qué cosa tan horrorosa -pensó Paula-. Y lo peor va a ser cuando él me vea a mí allá; eso VA a ser mucho, mucho peor.» ¿Pero qué importaba? Se sentían tan bien con las manos entrelazadas como idiotas, mirándose a veces o sacándose la lengua, o preguntándole a Raúl si le parecía que hacían la pareja ideal.
Atilio fue el primero en distinguir las chimeneas, las torres, los rascacielos, y recorrió el avión con un entusiasmo extraordinario. Durante todo el viaje se había aburrido entre la Nelly y doña Rosita, teniendo además que atender a la madre de la Nelly a quien el mareo le provocaba sólidos ataques de llanto y evocaciones familiares más bien confusas.
– ¡Mirá, mirá, ya estamos en el río, si te fijas bien se ve el puente de Avellaneda! ¡Qué cosa, pensar que para ir le pusimos más de tres días y ahora volvemos en dos patadas!
– Son los adelantos -dijo doña Rosita, que miraba a su hijo con una mezcla de temor y desconfianza-. Ahora cuando lleguemos le telefonearemos a tu padre para que en todo caso nos vengan a buscar con el camioncito.
– Pero no, señora, si el inspector dijo que iban a poner taxis -afirmó la Nelly -. Por favor sentate, Atilio, me haces venir tan nerviosa cuando te movés. Me parece que el avión se va a ladear, te juro.
– Como en esa cinta en que mueren todos -dijo doña Rosita.
El Pelusa soltó una carcajada despectiva, pero se sentó lo mismo. Le costaba estarse quieto y tenía todo el tiempo la sensación de que había que hacer algo. No sabía qué, le sobraban energías para hacer cualquier cosa si López o Raúl se lo pedían. Pero López y Raúl estaban callados, fumando, y Atilio se sentía vagamente decepcionado. A la final los viejos y los tiras se iban a salir con la suya, era una vergüenza, seguro que si estaba Medrano no se la llevaban de arriba.
– Qué nervioso que te pones -dijo doña Rosita-. Vos parecería que no te basta con todas las barrabasadas de ayer. Mirala a la Nelly, mirala. Se te tendría que caer la cara de vergüenza de verla cómo ha sufrido la pobre. Yo nunca vi llorar tanto, te juro Ay, doña Pepa, los hijos son una cruz, créame. Lo bien que estábamos en ese camarote todo de madera terciada y con el señor Porrino tan divertido, y justamente estos cabeza loca se van a meter en un lío.
– Acabala, mama -pidió el Pelusa, arrancándose un pellejo de un dedo.
– Tiene razón tu mamá -dijo débilmente la Nelly -. No ves que te engañaron esos otros, ya lo dijo el inspector. Te hicieron creer cada cosa y vos, claro…
El Pelusa se enderezó como si le hubieran clavado un alfiler.
– ¿Pero vos querés que yo te lleve al altar sí o no? -vociferó-. ¿Cuántas veces te tengo de decir lo que pasó, papanata?
La Nelly se largó a llorar, protegida por los motores y el cansancio de los pasajeros. Arrepentido y furioso, el Pelusa prefería mirar Buenos Aires. Ya estaban cerca, ya se ladeaban un poco, se veían las chimeneas de la compañía de electricidad, el puerto, todo pasaba y desaparecía, oscilando en una niebla de humo y calor de mediodía. «Qué pizza que me voy a mandar con el Humberto y el Rusito -pensó el Pelusa-. Eso sí que no había en el barco, hay que decir lo que es.»
– Sírvase, señora -dijo el impecable oficial de policía.
La señora de Trejo tomó la estilográfica con una amable sonrisa, y firmó al pie de la hoja donde se amontonaban ya diez u once firmas.
– Usted, señor -dijo el oficial.
– Yo no firmo eso -dijo López.
– Yo tampoco -dijo Raúl.
– Muy bien, señores. ¿Señora?
– No, no firmaré -dijo Claudia.
– Ni yo -dijo Paula, dedicando al oficial una sonrisa especialísima.
El oficial se volvió hacia el inspector y le dijo algo. El inspector le mostró una lista donde figuraban los nombres, profesiones y domicilios de los viajeros. El oficial sacó un lápiz rojo y subrayó algunos nombres.
– Señores, pueden salir del puerto cuando quieran -dijo, golpeando los talones-. Los taxis y el equipaje esperan ahí afuera.
Claudia y Persio salieron llevando de la mano a Jorge. El calor espeso y húmedo del río y los olores del puerto repugnaron a Claudia, que se pasó una mano por la frente. Sí, Juan Bautista Alberdi al setecientos. Al lado de su taxi se despidió de Paula y López, saludó a Raúl. Sí, el teléfono figuraba en guía: Lewbaum.
López prometió a Jorge que iría un día, armado de un calidoscopio sobre el que Jorge se hacía grandes ilusiones. El taxi salió, llevándose también a Persxo que parecía medio dormido.
– Bueno, ya ven que nos dejaron salir -dijo Raúl-. Nos vigilarán un tiempo, pero después… Saben de sobra lo que hacen. Cuentan con nosotros, por supuesto. Yo, por ejemplo, seré el primero en preguntarme qué debo hacer, y cuándo lo voy a hacer. Me lo preguntaré tantas veces que al final… ¿Tomamos el mismo taxi, pareja encantadora?
– Claro -dijo Paula-. Hace poner aquí tus valijas.
Atilio se acercó corriendo, con la cara sudorosa. Estrechó la mano de Paula hasta machucársela, palmeó sonoramente a López en la espalda,;hocó los cinco con Raúl. El saco color ladrillo lo devolvía de llene a todo lo que lo estaba esperando.