– Lo tenemo que ver -dijo el Pelusa, entusiasta-. Présteme la lapicera y le dejo la dirección. Un domingo vienen y comemos un asado, eh. El viejo va a estar encantado de conocerlos.
– Pero claro -dijo Raúl, seguro de que no volverían a verse.
El Pelusa los miraba, resplandeciente y emocionado. Volvió a palmear a López y anotó sus direcciones y teléfonos. La Nelly lo llamaba a gritos, y él se alejó apenado, quizá comprendiendo o sintiendo algo que no comprendía.
Desde el taxi vieron cómo el partido de la paz se dispersaba, cómo el chófer metía a don Galo en un gran auto azul. Algunos mirones presenciaban la escena, pero había más policías que particulares.
Prensada entre López y Raúl, Paula preguntó adonde iban. López calló esperando, pero Raúl tampoco decía nada, mirándolos entre burlón y divertido.
– Como primera medida podríamos tomarnos un copetín -dijo entonces López.
– Sana idea -dijo Paula, que tenía sed.
El chófer, un muchacho sonriente, se volvió a la espera de la orden.
– Y bueno -dijo López-. Vamos al London, che. Perú y Avenida.
NOTA
Esta novela fue comenzada con la esperanza de alzar una especie de biombo que me aislara lo más posible de la afabilidad que aquejaba a los pasajeros de tercera clase del Claude Bernard (ida) y del Conte Grande (vuelta). Como probablemente el lector la escogerá con intenciones análogas, puesto que los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, me parece justo señalarle tan fraternal coincidencia en el arte de la fuga.
También quisiera decirle, tal vez curándome en salud, que no me movieron intenciones alegóricas y mucho menos éticas. Si hacia el final algún personaje alcanza a entreverse a sí mismo, mientras algún otro recae blandamente en lo que el orden bien establecido lo insta a ser, son esos los juegos dialécticos cotidianos que cualquiera puede contemplar a su alrededor o en el espejo del baño, sin pensar por ello en darles trascendencia.
Los soliloquios de Persio han perturbado a algunos amigos a quienes les gusta divertirse en línea recta. A su escándalo sólo puedo contestar que me fueron impuestos a lo largo del libro y en el orden en que aparecen, como una suerte de supervisión de lo que se iba urdiendo o desatando a bordo. Su lenguaje insinúa otra dimensión o, menos pedantescamente, apunta a otros blancos. Jugando al sapo ocurre que después de cuatro tejos perfectamente embocados, mandamos el quinto a la azotea; no es una razón para… Ahí está: no es una razón. Y precisamente por eso el quinto tejo corona quizá el juego en algún marcador invisible, y Persio puede farfullar aquellos versos que presumo anónimos y españoles: «Nadie con el tejo dio Y yo con el tejo di.»
Por último, sospecho que este libro desconcertará a aquellos lectores que apoyan a sus escritores preferidos, entendiendo por apoyo el deseo y casi la orden de que sigan por el mismo camino y no salgan con un domingo siete. El primer desconcertado he sido yo, porque empecé a escribir partiendo de la actitud central que me ha dictado otras cosas muy diferentes; después, para mi maravilla y gran diversión, la novela se cortó sola y tuve que seguirla, primer lector de episodios que jamás había pensado que ocurrirían a bordo de un barco de la Magenta Star. ¿Quién me iba a decir que el Pelusa, que no me era demasiado simpático, se agrandaría tanto al final? Para no mencionar lo que me pasó con Lucio, porque yo quería que Lucio… Bah, dejémoslos tranquilos, aparte de que cosas parecidas ya le sucedieron a Cervantes y les suceden a todos los que escriben sin demasiado plan, dejando la puerta bien abierta para que entre el aire de la calle y hasta la pura luz de los espacios cósmicos, como no hubiera dejado de agregar el doctor Restelli.