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XII

Cuando salieron era casi de noche, y rojizos nubarrones de calor se aplastaban contra el cielo del centro. Con gran deferencia el inspector comisionó a dos vigilantes para que ayudaran al chófer a transportar á don Galo hasta un autocar que esperaba más lejos, cerca de los fondos del Cabildo. La distancia y el cruce de la calle complicaron inexplicablemente el traslado de don Galo, obligando de paso a que otro vigilante cortara el tránsito en la esquina de Bolívar. Contra lo que Medrano y López habían creído, no quedaban demasiados curiosos en la calle, la gente miraba un momento el raro espectáculo del London con las metálicas bajas, cambiaba algún comentario y seguía viaje.

– ¿Por qué diablos no arrimaron el autocar al café? -preguntó Raúl a uno de los vigilantes.

– Ordenes, señor -dijo el vigilante.

Las presentaciones recíprocas, promovidas por el amable inspector y continuadas espontáneamente por los viajeros entre azorados y divertidos, les permitían ya formar un grupo compacto que siguió como un cortejo la silla de ruedas de don Galo. El autocar debía pertenecer al ejército, aunque no se veía ninguna inscripción sobre la reluciente pintura negra. Tenía ventanillas muy estiechas, y la introducción de don Galo resultó particularmente complicada por la confusión del momento y la buena voluntad de todo el mundo y en especial del Pelusa, que se afanaba en el estribo dando órdenes y contraórdenes al taciturno chófer. Tan pronto como don Galo quedó instalado en el primer asiento y la silla se plegó como un acordeón gigante entre las manos del chófer, los viajeros subieron y se instalaron casi a ciegas en el tenebroso vehículo. Lucio y Nora, que habían cruzado la Avenida estrechamente tomados del brazo, buscaron un asiento del fondo y se quedaron muy quietos, mirando con algún recelo a los demás pasajeros y a los policías dispersos en la calle. Ya Medrano y López habían iniciado la charla con Raúl y Paula, y el doctor Restelli cambiaba los comentarios de rigor con Persio. Claudia y Jorge se divertían mucho, cada uno a su modo, los demás estaban demasiado ocupados en hablarse a gritos para fijarse en lo que ocurría.

El ruido de las metálicas del London, que Roberto y el resto del personal volvían a levantar, le llegó a López como un acorde final, un cierre de algo que definitivamente quedaba atrás. Medrano, a su lado, encendía otro cigarrillo y miraba las ilegibles pizarras de La Prensa. Entonces sonó una bocina y el autor arrancó muy despacio. En el acongojado grupo del Pelusa se opinaba que las despedidas son siempre dolorosas porque unos se van pero otros se quedan, pero que mientras hubiera salud, a lo que se hacía observar que los viajes son siempre la misma cosa, la alegría de unos y la pena de los demás, porque están los que se van pero hay que pensar también en los que se quedan. El mundo está mal organizado, siempre es igual, para unos todo y para otros nada.

– ¿Qué le pareció el discurso del inspector? -preguntó Medrano.

– Bueno, pasó algo que me pasa muchas veces -dijo López-. Mientras el tipo daba las explicaciones me parecieron inobjetables, y llegué a sentirme perfectamente cómodo en esta situación. Ahora ya no me parecen tan convincentes.

– Hay una especie de lujo de detalles que me divierte -dijo Medrano-. Hubiera sido mucho más sencillo citarnos en la aduana o en el muelle, ¿no le parece? Pero se diría que eso priva de un secreto placer a alguien que a lo mejor está mirándonos desde una de esas oficinas de la Municipalidad. Como ciertas partidas de ajedrez, en las que por puro lujo se complican los movimientos.

– A veces -dijo López- se los complica para enmascararlos. En todo esto hay como un fracaso escondido un poco como si estuvieran a punto de escamotearnos el viaje, o realmente no supieran qué hacer con nosotros.

– Sería una lástima -dijo Medrano, acordándose de Bettina-. No me gustaría nada quedarme de a pie a último momento.

Por el bajo, donde era ya de noche, se iban acercando a la dársena norte. El inspector tomó un micrófono y se dirigió a los pasajeros con el aire de un cicerone de Cook. Raúl y Paula, sentados adelante, notaron que el chófer conducía muy despacio para dar tiempo a que el inspector se explayara.

– Te habrás fijado en algunos compañeros -dijo Raúl al oído de Paula-. El país está bastante bien representado. La sugerencia y la decadencia en sus formas más conspicuas… Me pregunto qué diablos hacemos aquí.

– Yo creo que me voy a divertir -dijo Paula-. Oí esas explicaciones que está dando nuestro Virgilio. La palabra «dificultades» aparece a cada momento.

– Por diez pesos que costaba el número -dijo Raúl- no creo que se puedan pretender facilidades. ¿Qué me decís de la madre con el niño? Me gusta su cara, tiene algo fino en los pómulos y la boca.

– El más memorable es el inválido. Tiene algo de garrapata.

– El chico que viaja con la familia, ¿qué te parece?

– En todo caso, la familia que viaja con el chico.

– La familia es más borrosa que él -dijo Raúl.

– Todo es según el color del cristal con que se mira -recitó Paula.

El inspector hacía-especial-hincapié en la necesidad de conservar en todo trance la ecuanimidad-que-caracteriza-a las-personas cultas, y no alterarse por pequeños detalles y dificultades («y dificultades») de organización.

– Pero si todo está muy bien -dijo el doctor Restelli a Persio-. Todo muy correcto, ¿no le parece?

– Ligeramente confuso, diría yo por decir algo.

– No, nada de eso. Supongo que las autoridades habrán tenido sus razones para organizar las cosas tal como lo han hecho. Personalmente yo hubiera cambiado algunos detalles, no se lo ocúltale, y sobre todo la lista definitiva de pasajeros teniendo en cuenta que no todas las personas presentes están verdaderamente a la altura de las demás. Hay un jovencito, lo verá usted en uno de los asientos del otro lado…

– Todavía no nos conocemos -dijo Persio-. A lo mejor no nos conoceremos nunca.

– Usted puede ser que no los conozca, señor. Por mi parte, mis funciones docentes…

– Bueno -dijo Persio, con un majestuoso movimiento de la mano-. En los naufragios los peores malandras suelen resultar fenomenales. Vea lo que pasó cuando lo del Andrea Doria.

– No recuerdo -dijo el doctor Restelli, un tanto amoscado.

– Se dio el caso de un monje que salvó a un marinero. Ya ve que nunca se puede saber. ¿No le parece bastante afligente lo que ha dicho el inspector?

– Todavía está hablando. Quizá deberíamos atender.

– Lo malo es que repite siempre la misma cosa -dijo Persio-. Y ya estamos por entrar en los muelles.