– Dígame, inspector, ¿se sabe cómo se llama este barco?
El inspector inclinó deferentemente la cabeza. Tenía una tonsura que aun en la penumbra le recortaba claramente la coronilla.
– Sí, señor -dijo-. El oficial acaba de informarme, pues le telefonearon desde el centro para que nos trajera hasta aquí. El barco se llama Malcolm, y pertenece a la Magenta Star.
– Un carguero, por la línea -dijo López.
– Barco mixto, señor. Los mejores, créame. Un ambiente perfectamente preparado para recibir a un grupo reducido de pasajeros selectos, como es precisamente el caso. Yo tengo mi experiencia en esto, aunque haya pasado la mayor parte de mi carrera en las dependencias impositivas.
– Estarán perfectamente -dijo un oficial de policía-. He subido a bordo y les puedo asegurar. Hubo la huelga de tripulantes, pero ya todo se va arreglando. Ustedes saben lo que es el comunismo, vuelta a vuelta el personal se insubordina, pero por suerte estamos en un país donde hay orden y autoridad, créame. Por más gringos que sean acaban por comprender y se dejan de macanas.
– Suban, señores, por favor -dijo el inspector, haciéndose a un lado-. He tenido el mayor gusto en conocerlos, y lamento no tener la suerte de poder acompañarlos.
Soltó una risita que a Medrano le pareció forzada. El grupo se apelotonó al pie de la planchada, algunos saludaion al inspector y a los oficiales, y el Pelusa volvió a ayudar al transporte de don Galo que daba la impresión de haberse adormecido. Las señoras se tomaron angustiadas del pasamanos, el resto subió rápidamente y sin hablar. Cuando a Raúl se le ocurrió mirar hacia atrás (llegaba ya al sollado vio en la sombra al inspector y a los oficiales que hablaban en voz baja. Todo en sordina, como siempre, la luz, las voces, los galpones, hasta el chapoteo del río contra el casco y el muelle. Y tampoco había mucha luz en el puente del Malcolm.
C
Ahora Persio una vez más va a pensar, va a esgrimir el pensamiento como un gladio corto y seco, apuntándolo contra la sorda conmoción que llega hasta la cabina como una lucha sobre incontables pedazos de fieltro, una cabalgata en un bosque de alcornoques. Imposible saber en qué momento la enorma langosta ha empezado a mover la biela mayor, el volante donde la velocidad dormida días y días se endereza irritada, frotándose los ojos, y repasa sus alas, su cola, sus ramas de ataque contra el aire y el mar, su sirena bronca, su bitácora rutinaria y voluble. Sin salir de la cabina Persio ya sabe cómo es el barco, se sitúa en ese momento azimutal en que dos remolcadores sucios y empecinados van a atraer metro a metro la gran madre de cobre y hierro, despegándola de su tangente de piedra costanera, arrancándola a la imantación del dique. Abriendo vagamente una valija negra, admirando el armario donde todo cabe tan bien, los vasos de cristal tallado sujetos atinadamente a la pared, la mesa de escribir con su cartapacio de cuero de color claro, se siente como el corazón del barco, el cogollo donde los latidos progresivamente acelerados llegan con una última, aminorada oscilación. Tiende Persio a ver el barco como si estuviera instalado en el puente de mando, en la ventanilla central desde donde, ya capitán, domina la proa, los mástiles de vanguardia, la curva tajante que despierta las efímeras espumas. Curiosamente la visión de la proa se le ofrece con la misma innaturalidad que si descolgara una pintura y, sosteniéndola horizontalmente en las palmas de las manos, viera alejarse del primer plano las líneas y los volúmenes de la parte superior, cambiar todas las relaciones pensadas verticalmente por el artífice, organizarse otro orden igualmente posible y aceptable. Lo que más ve Persio desde el puente de mando (pero está en su cabina, es como si soñara o solamente contemplara el puente de mando en una pantalla de radar, equivale a una oscuridad verdosa con luces amarillentas a babor y a estribor, con un farol blanco en lo que podría ser un fantasma de bauprés (no puede ser que el Malcolm, ese carguero modernísimo, orgullo de la Magenta Star, tenga un bauprés). Desde la ventanilla de grueso cristal violáceo que lo protege del viento fluvial (¡todo será barro alrededor, todo será Río de la Plata, vaya nombre, con bagres y acaso dorados, dorados en la plata del rio de la Plata, incoherencia de enzarces, pésima joyería!) Persio empieza a entender la forma de la proa y la cubierta, la ve cada vez mejor y le recuerda alguna cosa, por ejemplo un cuadro cubista pero, naturalmente, acostada la tela sobre las palmas de las manos, mirando lo de abajo como si fuese lo de adelante y lo de arriba como si fuese lo de atrás. Así es que Persio ve formas irregulares a babor y a estribor, más allá vagas sombras quizás azuladas como en el guitarrero de Picasso, y en el centro del puente dos palos que sostienen que en su recuerdo del cuadro son más bien dos círculos, uno nejgro y otro verde claro con rayas negras que es la boca de la guitarra, como si en el cuadro se pudieran plantar dos palos teniéndolo acostado sobre la mano, y hacer de él una proa de barco, el Malcolm a la salida de Buenos Aires, algo que oscila en una especie de sartén fluvial aceitosa, y por momentos cruje.
Ahora Persio una vez más va a pensar, sólo que contrariamente a la costumbre de todo desconcertado, no pensará en concertar lo que lo rodea, los faroles amarillos y blancos, los mástiles, las boyas, sino que pensará un desconcierto todavía más grande, abrirá en cruz los brazos del pensar y rechazará hasta profundamente dentro del río todo lo que se ahoga en formas dadas, en camarote pasillo escotilla cubierta derrota mañana crucero. No cree Persio que lo que está ocurriendo sea racionalizable: no lo quiere así. Siente la perfecta disponibilidad de las piezas de un puzzle fluvial, de la cara de Claudia o los zapatos de Atilio Presutti, del garcon de cabine que merodea (puede ser) por el corredor de su camarote. Una vez más siente Persio que en esa hora de iniciación lo que cada viajero llama mañana puede instaurarse sobre bases decididas esta noche. Su única ansiedad es lo magno de la elección posible: ¿guiarse por las estrellas, por el compás, por la cibernética, por la casualidad, por los principios de la lógica, por las razones oscuras, por las tablas del piso, por el estado de la vesícula biliar, por el sexo, por el carácter, por los palpitos, por la teología cristiana, por el Zend Avesta, por la jalea real, por una guía de ferrocarriles portugueses, por un soneto, por La Semana Financiera, por la forma del mentón de don Galo Porrino, por una bula, por la cabala, por la necromancia, por Bonjour Tristesse, o simplemente ajusfando la conducta marítima a las alentadoras instrucciones que contiene todo paquete de pastillas Valda?
Persio retrocede con horror ante el riesgo de forzar una realidad cualquiera, y su titubeo continuo es el del insecto cromófilo que recorre la superficie de un cuadro en actitud resueltamente anticamáleónica. El insecto atraído por el azul avanzará contorneando las partes centrales de la guitarra donde imperan los amarillos sucios y el verde oliva, se mantendrá en el borde, como si nadara al lado del barco, y al llegar a la altura 4el orificio central por el puente de estribor, encontrará la zona azul interrumpida por vastas superficies verdes. Su titubeo, su búsqueda de un puente hacia otra región azul, serán comparables a las vacilaciones de Persio, temeroso siempre de incurrir en secretas transgresiones. Envidia Persio a quienes sólo se plantean egocéntricamente la libertad como problema, pues para él la acción de abrir la puerta de la cabina se compone de su acción y de la puerta indisolublemente amalgamadas, en la medida en que su acción de abrir la puerta contiene una finalidad que puede ser equivocada y lesionar un eslabón de un orden que no alcanza a entender suficientemente. Para decirlo con más claridad, Persio es un insecto cromófilo y a la vez ciego, y la obligación o imperativo de recorrer solamente las zonas azules del cuadro se ven trabados por una permanente y abominable incertidumbre. Se deleita Persio en estas dudas que él llama arte o poesía, y cree de su deber considerar cada situación con la mayor latitud posible, no sólo como situación sino desde todos sus desdoblamientos imaginables, empezando por su formulación verbal en la que tiene una confianza probablemente ingenua, hasta sus proyecciones que él llama mágicas o dialécticas según ande de palpitos o de hígado.