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– Llámeme Paula nomás -dijo con el tono exacto para que López supiera que había entendido, y se diera cuenta de que ahora le tomaba un poco el pelo.

Raúl, en la puerta, suspiró mirándolos. Conocía tan bien la voz de Paula, ciertas maneras de decir ciertas cosas que tenía cierta Paula.

– So soon -dijo como para sí-. So, so soon.

López lo miró. Salieron juntos.

Paula se sentó al borde de la cama. De golpe la cabina le parecía muy pequeña, muy encerrada. Buscó un ventilador y acabó descubriendo el sistema de aire acondicionado. Lo hizo funcionar, distraída, probó uno de los sillones, luego el otro, ordenó vagamente algunos cepillos en una repisa. Decidió que se sentía bien, que estaba contenta. Eran cosas que ahora tenía que decidir para afirmarlas. El espejo le confirmó su sonrisa cuando se puso a explorar el cuarto de baño pintado de verde claro, y por un momento miró con simpatía a la muchacha pelirroja, de ojos un poco almendrados, que le devolvía cumplidamente su buena disposición. Revisó en detalle los dispositivos higiénicos, admiró las innovaciones que probaban el ingenio de la Magenta Star. El olor del jabón de pino que sacaba de un neceser junto con un paquete de algodón y dos peines, era todavía el olor del jardín antes de empezar poco a poco a ser el recuerdo del olor del jardín. ¿Por qué el cuarto de baño del Malcolm tenía que oler a jardín? El jabón de pino era agradable en su mano, todo jabón nuevo tiene algo prestigioso, algo de intacto y frágil que lo encarece. Su espuma es diferente, se deslíe imperceptiblemente, dura días y días y entre tanto los pinares envuelven el baño, hay pinos en el espejo y en las repisas, en el pelo y las piernas de la que ahora, de golpe, ha decidido desnudarse y probar la espléndida ducha que le ofrece tan amablemente la Magenta Star.

Sin molestarse en cerrar la puerta de comunicación, Paula se quitó lentamente el corpino. Le gustaban sus senos, le gustaba todo su cuerpo que crecía en el espejo. El agua salía tan caliente que se vio obligada a estudiar en detalle el reluciente mezclador antes de entrar en la casi absurda piscina en miniatura, y correr la tela de plástico que la circundó como una muralla de juguete. El olor a pino se mezclaba con la tibieza del aire, y Paula se jabonó con las dos manos y después con una esponja de goma roja, paseando despacio la espuma por su cuerpo, metiéndola entre los muslos, bajo los brazos, pegándola a su boca, jugando a la vez con el placer del imperceptible balanceo que una que otra vez la obligaba, por puro juego, a tomarse de las canillas y a decir una amable mala palabra para su secreto placer. Interregno del baño, paréntesis de la seca y vestida existencia. Así desnuda se libraba del tiempo, volvía a ser el cuerpo eterno (¿y cómo no, entonces, el alma eterna?) ofrecido al jabón de pino y al agua de la ducha, exactamente como siempre, confirmando la permanencia en el juego mismo de las diferencias de lugar, de temperatura, de perfumes. En el momento en que se envolviera en la toalla amarilla que colgaba al alcance de la mano, más allá de la muralla de plástico, reingresaría en su tedio de mujer vestida, como si cada prenda de ropa la fuera atando a la historia, devolviéndole cada año de vida, cada ciclo del recuerdo, pegándole el futuro a la cara como una máscara de barro. López (si ese hombre joven, de aire tan porteño, era López) parecía simpático. Llamarse López era una lástima como cualquier otra; cierto que su «hasta luego, señorita» había sido una tomada de pelo, pero mucho peor le hubiera resultado a ella un «señora». Quién, a bordo del Malcolm, podría creer que no se acostaba con Raúl. No había que pedirle a la gente que creyera cosas así. Pensó otra vez en su hermano Rodolfo, tan abogado él, tan doctor Cronin, tan corbata con pintas rojas. «Infeliz, pobre infeliz que no sabrá nunca lo que es caer de veras, tirarse en la mitad de la vida como desde el trampolín más alto. El pobre con su horario de Tribunales, su jeta de hombre decente.» Empezó a cepillarse rabiosamente el pelo, desnuda frente al espejo, envuelta en la alegría del vapor que una hélice discreta se bebía poco a poco desde el techo.

XV

El pasillo era estrecho. López y Raúl lo recorrieron sin una idea precisa de la dirección, hasta llegar a una puerta Stone cerrada. Se quedaron mirando con alguna sorpresa las planchas de acero pintadas de gris y el mecanismo de cierre automático.

– Curioso -dijo Raúl-. Hubiera jurado que hace un rato pasamos por aquí con Paula.

– Vaya engranajes -dijo López-. Puerta para caso de incendio, o algo así. ¿Qué idioma se habla a bordo?

El marinero de guardia junto a la puerta los observaba con el aire del que no entiende o no quiere entender Le hicieron gestos indicadores de que querían seguir adelante. La respuesta fue una seña muy clara de que debían desandar camino. Obedecieron, pasaron otra vez frente a la cabina de Raúl, y el pasillo los llevó a una escalerilla exterior que bajaba a la cubierta de proa. Se oía hablar y reír en la sombra, y Buenos Aires estaba ya lejos, como incendiado. Paso a paso, porque en el puente se adivinaban bancos, rollos de cuerdas y cabrestantes, se acercaron a la borda.

– Curioso ver la ciudad desde el río -dijo Raúl-. Su unidad, su borde completo. Uno está siempre tan metido en ella, tan olvidado de su verdadera forma.

– Sí, es muy distinta, pero el calor nos sigue lo mismo -dijo López-. El olor a barro que sube hasta las recovas.

– El río siempre me ha dado un poco de miedo, supongo que su fondo barroso tiene la culpa, el agua sucia que parece disimular lo que hay más abajo. Las historias de ahogados, quizá, que tan espantosas me parecían de chico. Sin embargo no es desagradable bañarse en el río, o pescar.

– Es muy chico este barco -dijo López, que empezaba a reconocer las formas-. Raro que esa puerta de hierro estuviese cerrada. Parece que tampoco por aquí se puede pasar.

Vieron que el alto mamparo corría de un lado a otro del puente. Había dos puertas detrás de las escalerillas por las que se subía a los corredores de las cabinas, pero López, preocupado sin saber por qué, descubrió en seguida que estaban cerradas con llave. Arriba, en el puente de mando, las amplias ventanas dejaban escapar una luz violácea. Se veía apenas la silueta de un oficial inmóvil. Más arriba el arco del radar giraba perezoso.

A Raúl le dieron ganas de volverse a la cabina y charlar con Paula. López fumaba, con las manos en los bolsillos. Pasó un bulto seguido de una silueta corpulenta: Don Galo Porrino exploraba el puente. Oyeron toser, como si alguien buscara el pretexto para entrar en conversación, y Felipe Trejo acabó por reunírseles, muy ocupado en encender un cigarrillo.

– Hola -dijo-. ¿Ustedes tienen buenos camarotes?

– No están mal -dijo López-. ¿Y ustedes?

A Felipe le fastidió que de entrada lo asimilaran a su familia.

– Yo estoy con mi viejo -dijo-. Mamá y mi hermana tienen el camarote de al lado. Hay baño y todo. Miren, allá se ven luces, debe ser Berisso o Quilmes. A lo mejor es La Plata.

– ¿Le gusta viajar? -preguntó Raúl, golpeando su pipa-. ¿O es la primera gran aventura?

A Felipe volvió a fastidiarlo el recorte inevitable que hacían de su persona. Estuvo por no contestar o decir que ya había viajado mucho, pero López debía estar bien enterado de los antecedentes de su alumno. Contestó vagamente que a cualquiera le gustaba darse una vuelta en barco.

– Sí, siempre es mejor que el Nacional -dijo López amistosamente-. Hay quien sostiene que los viajes instruyen a los jóvenes. Ya veremos si es cierto.

Felipe rio, cada vez más incómodo. Estaba seguro de que a solas con Raúl o cualquier otro pasajero hubiera podido charlar a gusto. Pero estaba escrito, entre el viejo, la hermana y los dos profesores, sobre todo Gato Negro, le iban a hacer la vida imposible. Por un instante fantaseó sobre un desembarco clandestino, irse por ahí, cortarse solo. «Eso -pensó-. Cortarse solo es lo que importa.» Y sin embargo no lamentaba haberse acercado a los dos hombres. Buenos Aires ahí, con todas esas luces, le pesaba y lo exaltaba a la vez; hubiera querido cantar, treparse a un mástil, correr por la cubierta, que ya fuera la mañana siguiente, que ya fuera una escala, tipos raros, hembras, una pileta de natación. Tenía miedo y alegría, y empezaba el sueño de las nueve de la noche que todavía le costaba disimular en los cafés o las plazas.