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Oyeron reír a Nora que bajaba la escalerilla con Lucio. La lumbre de los cigarrillos los siguió hasta ellos. También Nora y Lucio tenían una espléndida cabina, también Nora tenía sueño (que no fuera el mareo, por favor) y hubiera preferido que Lucio no hablara tanto de la cabina en común. Pensó que muy bien podían haberles dado dos cabinas, al fin y al cabo todavía eran novios. «Pero nos vamos a casar», se dijo apurada. Nadie sabía lo del hotel de Belgrano (salvo Juanita Eisen, su amiga del alma) y además esa noche… Probablemente iban a pasar por casados entre los de a bordo; pero las listas de nombres, las charlas… Qué divino estaba Buenos Aires iluminado, las luces del Kavanagh y del Comega. Le hacían acordar a la foto de un almanaque de la Pan American que había colgado en su dormitorio, solamente que era de Rio y no de Buenos Aires.

Raúl entreveía la cara de Felipe cada vez que alguien aspiraba el humo del cigarrillo. Habían quedado un poco de lado y Felipe prefería hablar con un desconocido, sobre todo alguien tan joven como Raúl que no debía tener ni veinticinco años. Le gustaba de golpe la pipa de Raúl, su saco de sport, su aire un poco pituco. «Pero seguro que no es nada cajetilla -pensó-. Tiene vento, eso es seguro. Cuando yo tenga billetes como él…»

– Ya huele a río abierto -dijo Raúl-. Un olor bastante horrible pero lleno de promesas. Ahora, poco a poco, vamos a ir sintiendo lo que es pasar de la vida de la ciudad a la de alta mar. Como una desinfección general.

– ¿Ah, sí? -dijo Felipe que no entendía lo de desinfección.

– Hasta que lentamente descubramos las nuevas formas del hastío. Pero para usted será diferente, es su primer viaje y todo le va a parecer tan… Bueno, usted mismo irá poniendo los adjetivos.

– Ah, sí -dijo Felipe-. Claro, va a ser estupendo. Todo el día de vago.

– Eso depende -dijo Raúl-. ¿Le gusta leer?

– Seguro -dijo Felipe, que incursionaba una que otra vez en la colección Rastros-. ¿Usted cree que hay pileta?

– No sé. En un carguero es difícil. Improvisarán una especie de batea con una jaula de madera y lonas, como en la tercera de los buques grandes.

– No diga -dijo Felipe-. ¿Con lonas? Cené fenómeno.

Raúl volvió a encender la pipa. «Una vez más -pensó-. Una vez más la tortura florida, la estatua perfecta de donde brota el balbuceo estúpido. Y escuchar, perdonando como un imbécil, hasta convencerse de que no es tan terrible, que todos los jóvenes son así, que no se pueden pedir milagros… Habría que ser el anti-Pigmalión, el petrificador. ¿Pero y después, después?

«Las ilusiones, como siempre. Creer que las aladas palabras, los libros que se prestan con tanto fervor con párrafos subrayados, con explicaciones…» Pensó en Beto Lacierva, su sonrisa vanidosa de los últimos tiempos, los encuentros absurdos en el parque Lezama, la conversación en el banco, el brusco final, Beto guardando el dinero que había solicitado como si fuera suyo, las palabras inocentemente perversas y vulgares.

– ¿Vio al viejito de la silla? -decía Felipe-. Un caso, eh. Linda pipa esa.

– No es mala -dijo Raúl-. Tira bien.

– A lo mejor me compro una -dijo Felipe, y enrojeció. Justo lo que no tenía que decir, el otro lo iba a tomar por un chiquilín.

– Ya va a encontrar todo lo que quiera en los puertos -dijo Raúl-. De todos modos, si quiere probar le paso una mía. Siempre ando con dos o tres.

– ¿De veras?

– Claro, a veces a uno le gusta cambiar. Aquí a bordo deben vender buen tabaco, pero también tengo, si quiere

– Gracias -dijo Felipe, cortado. Sentía como una bocanada de felicidad, un deseo de decirle a Raúl que le gustaba charlar con él. A lo mejor iban a poder hablar de mujeres, total él parecía mayor, muchos le daban diecinueve o veinte años. Sin muchas ganas se acordó de la Negrita, a esa hora ya estaría en la cama, capaz que lloraba como una sonsa al sentirse sola y teniendo que obedecer a tía Susana que era mandona como el diablo. Era raro pensar en la Negrita justo cuando estaba hablando con un hombre tan cajetilla. Se hubiera reído de él, seguro. «Tendrá cada mina», pensó.

Raúl contestó al saludo de López, que se iba a dormir, le deseó un buen sueño a Felipe y subió despacio la escalerilla. Nora y Lucio venían tras él, y no se veía la silla de don Galo. ¿Cómo habría hecho el chófer para bajar a don Galo hasta el puente? En el pasillo se topó con Medrano, que bajaba por una escalera interna tapizada de rojo.

– ¿Ya descubrió el bar? -dijo Medrano-. Está aquí arriba, al lado del comedor. Por desgracia he visto un piano en una salita, pero siempre queda el recurso de cortarle las cuerdas uno de estos días.

– O desafinarlo para que cualquier cosa que toquen suene a música de Krének.

– Hombre, hombre -dijo Medrano-. Se ganaría usted las iras de mi amigo Juan Carlos Paz.

– Nos reconciliaríamos -dijo Raúl- gracias a mi modesta discoteca de música dodecafónica.

Medrano lo miró.

– Bueno -dijo-, esto va a estar mejor de lo que creía. Casi nunca se puede iniciar una relación de viaje en estos términos.

– Lo mismo digo. Hasta ahora mis diálogos han sido de orden más bien meteorológico, con una digresión sobre el arte de fumar. Pues me voy a conocer esos salones de arriba, donde quizá haya café.

– Lo hay, y excelente. Hasta mañana.

– Hasta mañana -dijo Raúl.

Medrano buscó su cabina, que daba al pasillo de babor. Las valijas estaban todavía sin abrir, pero él se quitó el saco y se puso a fumar paseando de un lado a otro, sin ganas de nada. A lo mejor eso era la felicidad. En el minúsculo escritorio habían dejado un sobre a su nombre. Dentro encontró una tarjeta de bienvenida de la Magenta Star, el horario de comidas, detalles prácticos para la vida de a bordo, y una lista de los pasajeros con indicación de sus respectivas cabinas. Así supo que de su lado estaban López, los Trejo, don Galo y Claudia Freire con su hijo Jorge, que ocupaban las cabinas impares. Encontró también una esquela en la que se advertía a los señores pasajeros, en francés y en inglés, que por razones técnicas permanecerían cerradas las puertas de comunicación con las cámaras de popa, rogándoseles que no trataran de franquear los límites fijados por la oficialidad del barco.

– Caray -murmuró Medrano-. Es para no creerlo.

Pero, ¿por qué no? Si el London, si el inspector, si don Galo si el autocar negro, si el embarque poco menos que clandestino, ¿por qué no creer que los señores pasajeros deberían abstenerse de pasar a popa? Casi más raro era que en una docena de premiados hubiese dos profesores y un alumno del mismo colegio. Y todavía más raro que en un pasillo de barco se pudiera mencionar a Krének, así como si nada.

– Va a estar bueno -dijo Medrano.

El Malcolm cabeceó dos o tres veces, suavemente. Medrano empezó a ocuparse sin ganas de su equipaje. Pensó con simpatía en Raúl Costa, pasó revista a los otros. Todo bien mirado el grupo no era tan malo; las diferencias se manifestaban con suficiente claridad como para que desde el comienzo se formaran dos asociaciones cordiales, en una de las cuales brillaría el pelirrojo de los tangos mientras la otra tendría patronos al estilo de Krének. Al margen, sin entrar pero atento a todo, don Galo giraría sobre sus cuatro ruedas, especie de supervisor socarrón y sarcástico. No sería nada difícil que naciera una relación pasable entre don Galo y el doctor Restelli. El adolescente del negro mechón sobre la frente oscilaría entre la muchachada fácil tan bien representada por Atilio Presutti y por Lucio, y el prestigio de los hombres más hechos. La joven pareja tímida tomaría mucho sol, sacaría muchas fotos, se quedaría hasta tarde para contar las estrellas. En el bar se hablaría de artes y letras, y el viaje alcanzaría quizá para las empresas amorosas, los resfríos y las falsas amistades que se acaban en la aduana entre cambios de tarjetas y palmadas afectuosas.

A esa hora Bettina sabría que él ya no estaba en Buenos Aires. Las líneas de despedida que le había dejado junto al teléfono cerrarían sin énfasis un viaje amoroso iniciado en Junín y cumplido después de un variado periplo porteño con digresiones serranas y marplatenses. A esa hora Bettina estaría diciendo: «Me alegro», y verdaderamente se alegraría antes de ponerse a llorar. Mañana -ya dos mañanas diferentes, pero sin embargo el mismo- telefonearía a María Helena para contarle la partida de Gabriel; esa tarde tomaría el té en el Águila con Chola o Denise, y su relato empezaría a fijarse, a desechar las variantes de la cólera o la pura fantasía, adquiriría su texto definitivo en el que Gabriel no saldría mal parado porque en el fondo Bettina estaría contenta de que él se hubiera marchado por un tiempo o para siempre. Una tarde recibiría su primera carta de ultramar, y quizá la contestaría al poste restante que él indicara. «¿Pero adonde vamos a ir?», pensó, colgando pantalones y sacos. Por lo pronto, hasta la popa del barco les estaba vedada. No era demasiado estimulante saberse reducido a una zona tan pequeña, aunque sólo fuera por el momento. Se acordó de su primer viaje, la tercera clase con marineros vigilando en Jos pasillos la sacrosanta tranquilidad de los pasajeros de segunda y de primera, el sistema de castas económicas, tanta cosa que lo había divertido y exasperado. Después había viajado en primera y conocido otras exasperaciones todavía peores… «Pero ninguna como la puerta cerrada», pensó, amontonando las valijas vacías. Se le ocurrió que para Bettina su partida iba a ser al principio un poco como una puerta cerrada en la que se arrancaría las uñas, luchando por quebrar esa barrera de aire y de nada («paradero desconocido», «no, no hay carta», «una semana, quince días, un mes…») Encendió otro cigarrillo, fastidiado. «Joder con el barquito -pensó-. No es para eso que he subido a bordo.» Decidió probar la ducha, por hacer algo.