Выбрать главу

XVI

– Mira -dijo Nora-. Con este gancho se puede dejar entornada la puerta.

Lucio probó el mecanismo y lo admiró debidamente. En el otro extremo de la cabina, Nora abría una valija de plástico rojo y sacaba su neceser. Apoyado en la puerta la miró trabajar, aplicada y eficiente.

– ¿Te sentís bien?

– Oh, sí -dijo Nora, como sorprendida-. ¿Por qué no abrís tus valijas y acomodas todo? Yo elegí ese armario para mí.

Lucio abrió sin ganas una valija. «Yo elegí ese armario para mí», pensó. Aparte, siempre aparte, todavía eligiendo por su cuenta como si estuviera sola. Miraba trabajar a Nora, sus manos hábiles ordenando blusas y pares de medias en los estantes. Nora entró en el baño, puso frascos y cepillos en la repisa del lavabo, hizo funcionar las luces.

– ¿Te gusta la cabina? -preguntó Lucio.

– Es preciosa -dijo Nora-. Mucho más linda de lo que me había imaginado, y eso que me la había imaginado, no sé cómo decirlo, más lujosa.

– Como las que se ven en el cine, a lo mejor.

– Sí, pero en cambio ésta es más…

– Más íntima -dijo Lucio, acercándose.

– Sí -dijo Nora, inmóvil y mirándolo con loi ojos muy abiertos. Reconocía esa manera de mirar de Lucio, la boca que temblaba un poco como si él estuviera murmurando algo. Sintió su mano caliente en la espalda, pero antes de que pudiera abrazarla giró en redondo y se evadió.

– Vamos -dijo-. ¿No ves todo lo que falta? Y esa puerta…

Lucio bajó los ojos.

Puso en su lugar el cepillo de dientes, apagó la luz del baño. El barco se mecía apenas, los ruidos de a bordo empezaban a situarse poco a poco en la zona sin sorpresas de la memoria. La cabina ronroneaba discretamente, si se apoyaba la mano en un mueble se la sentía vibrar como una suave corriente eléctrica. La portilla abierta dejaba entrar el aire húmedo del río.

Lucio se había demorado en el baño para que Nora pudiera acostarse antes. El arreglo del camarote les había llevado más de media hora, después ella se había encerrado en el baño, y reaparecido con una robe de chambre bajo la cual se preveía un camisón rosa. Pero en vez de acostarse había abierto un neceser con la clara intención de limarse las uñas. Entonces Lucio se había quitado la camisa, los zapatos y las medias, y llevando un piyama se había metido a su vez en el baño. El agua era deliciosa y Nora había dejado una fragancia de colonia y jabón Palmolive.

Cuando volvió, las luces de la cabina estaban apagadas salvo las dos lamparillas en la cabecera de las camas. Nora leía El Hogar. Lucio apagó la luz de su cama y vino a sentarse junto a Nora que cerró la revista y se bajó las mangas del camisón hasta las muñecas, con un gesto que pretendía ser distraído.

– ¿Te gusta esto? -preguntó Lucio.

– Sí -dijo Nora-. Es tan distinto.

El le quitó suavemente la revista y tomándole la cara con las dos manos la besó en la nariz, en el pelo, en los labios. Nora cerraba los ojos, mantenía una sonrisa tensa y como ajena que devolvió a Lucio a la noche en el hotel de Belgrano, la agotadora persecución inútil. La besó ahincadamente en la boca, haciéndole daño, sin soltarle la cabeza que ella echaba hacia atrás. Enderezándose arrancó la sábana, sus manos corrían ahora por el nylon rosa del camisón, buscaban la piel. «No, no», oía su voz sofocada, sus piernas ya estaban desnudas hasta los muslos, «no, no, así no», suplicaba la voz. Echándose sobre ella la apretó entre los brazos y la beso profundamente en la boca entreabierta. Nora miraba hacia arriba, en dirección de la lamparilla sobre la cama, peíó él no la apagaría, la otra vez había sido lo mismo, y después en la oscuridad ella se había defendido mejor, y el llanto, ese insoportable plañido como si la estuviera lastimando. Bruscamente se echó a un lado y tiró del camisón, acercó la cara a los muslos apretados, al vientre que las manos de Nora querían hurtar a sus labios. «Por favor -murmuró Lucio-. Por favor, por favor.» Pero a la vez le arrancaba el camisón, obligándola a enderezarse, a dejar que el frío nylon rosa remontara hasta la garganta y bruscamente se perdiera en la sombra fuera de la cama. Nora se había apelotonado levantando las rodillas y volviéndose hasta quedar casi de lado. Lucio se incorporó de un salto, desnudo volvió a tenderse contra ella y le pasó las manos por la cintura, abrazándola desde atrás y mordiéndola en el cuello con un beso que sus manos sostenían y prolongaban en los senos y los muslos, tocando profundamente como si sólo ahora empezara a desnudarla de verdad. Nora alargó la mano y pudo apagar la luz. «Espera, espera por favor un momento, por favor. No, no, así no, espera todavía un poco.» Pero él no iba a esperar, lo sentía contra su espalda y a la presión de las manos y los brazos que la ceñían y la acariciaban se agregaba la otra presencia, el contacto quemante y duro de eso que aquella noche en el hotel de Belgrano ella había rehuido mirar, conocer, eso que Juanita Eisen le había descrito (pero no podía decirse que fuera una descripción) hasta aterrarla, eso que podía lastimarla y arrancarle gritos, indefensa en los brazos del varón, crucificada en él por la boca, las manos, las rodillas y eso que era sangre y desgarramiento, eso siempre presente y terrible en los diálogos de confesonario, en la vida de las santas y los santos, eso terrible como un marlo de maíz, pobre Temple Drake (sí, Juanita Eisen había dicho), el horror de un marlo de maíz entrando brutalmente ahí donde apenas los dedos podían andar sin hacer daño. Ahora ese calor en la espalda, esa presión ansiosa mientras Lucio jadeaba contra su oído y se apretaba más y más, forzándola con las manos a entreabrir las piernas, y de pronto algo como un breve fuego líquido entre los muslos, un gemido convulso y un apagado alivio provisorio porque tampoco esta vez él había podido, lo sentía vencido aplastándose contra su espalda, quemándole la nuca con un jadeo en el que se deslizaban palabras sueltas, una mezcla de reproche y ternura, una sucia tristeza de palabras.

Lucio encendió la luz. Había pasado un largo silencio.

– Date vuelta -dijo-. Por favor date vuelta.

– Sí -dijo Nora-. Tapémonos, querés.

Lucio se incorporó, buscó la sábana y la tendió sobre ellos. Nora se volvió con un solo movimiento y se apretó contra él.

– Decime por qué -quiso saber Lucio-. Por qué de nuevo…

– Tuve miedo -dijo Nora, cerrando los ojos.

– ¿De qué? ¿Cómo crees que te puedo hacer mal? ¿Tan bruto me crees?

– No, no es eso.

Lucio corría poco a poco la sábana mientras acariciaba el rostro de Nora. Esperó a que abriera los ojos para decirle: «Mírame, mírame ahora.» Ella fijaba los ojos en su pecho, en sus hombros, pero Lucio sabía que también veía más abajo, de pronto se incorporó y la besó, apretándose contra sus labios para no dejarla evadirse. Sentía crisparse su boca, rehuir débilmente el beso, entonces la dejó apenas un instante y volvió a besarla, le tocó las encías con la lengua, la sintió ceder poco a poco, entró a lo hondo de la boca, despacio la llamó hacia él. Su mano buscaba suavemente el acceso profundo, la certidumbre. La oyó gemir, pero después no oyó más o solamente oyó su propio grito, las quejas se iban apagando bajo ese grito, las manos cesaban de luchar y rechazarlo, todo se replegó en sí mismo y descendió lentamente al silencio y al sueño, uno de los dos alcanzó a apagar la luz, las bocas volvieron a encontrarse, Lucio sintió un sabor salado en las mejillas de Nora, siguió buscando sus lágrimas con los labios, bebiéndolas mientras le acariciaba el pelo y la oía respirar cada vez más despacio, con un sollozo apagado cada tanto, ya al borde del sueño. Buscando una posición más cómoda se apartó un poco, miró la oscuridad donde el ojo de buey se recortaba apenas. Bueno, esta vez… No pensaba, era una tranquilidad total que apenas necesitaba pensamiento. Sí, esta vez pagaba por las otras. Sintió en los labios resecos el gusto de las lágrimas de Nora. Contante y sonante, pago en el mostrador Las palabras nacían una tras otra, rechazando la ternura de las manos, el gusto salado en los labios. «Llora, monona», una palabra, otra, precisas: la vuelta a la razón. «Llora nomás, monona, ya era hora que aprendieras. A mí no me ibas a tener esperando toda la noche.» Nora se agitó, movió un brazo. Lucio le acarició el pelo y la besó en la nariz. Más atrás las palabras corrían libres, con la revancha al frente, con el llora nomás casi desdeñoso, ajeno ya a la mano que seguía, sola y por su cuenta, acariciando como al descuido el pelo de Nora.