XVII
Claudia sabía de sobra que Jorge no se dormiría sin alguna noticia o algún hallazgo fuera de lo común. Su mejor sedante era enterarse de que había un ciempiés en la banadera o que Robinson Crusoe realmente había existido. A falta de otra invención, le ofreció un prospecto medicinal que acababa de aparecer en una de las valijas.
– Está escrito en una lengua misteriosa -dijo- ¿No serán noticias del astro?
Jorge se instaló en su cama y se puso a leer aplicadamente el prospecto, que lo dejó deslumbrado.
– Oí esta parte, mamá -dijo-. Berolase «Roche» es el éster pirofosfórico de la aneurina, cofermento que interviene en la fosforilación de los glúcidos y asegura en el organismo la descarboxilación del ácido pirúvico, metabolito común a la degradación de los glúcidos, lípidos y prótidos.
– Increíble -dijo Claudia-. ¿Te alcanza con una almohada o querés dos?
– Me alcanza. Mamá, ¿qué será el metabolito? Tenemos que preguntarle a Persio. Seguro que esto tiene que venir del astro. Me parece que los lípidos y los prótidos deben ser los enemigos de los hormigombres.
– Muy probable -dijo Claudia, apagando la luz.
– Chau, mamá. Mamá, qué lindo barco.
– Claro que es lindo. Dormí bien.
La cabina era la última de la serie que daba al pasillo de babor. Aparte de que le gustaba el número trece, a Claudia le agradó descubrir frente a la puerta la escalera que llevaba al bar y al comedor. En el bar se encontró con Medrano, que reincidía en el coñac después de una última y vana tentativa de ordenar la ropa de sus valijas. El barman saludó a Claudia en un español un poco almidonado, y le ofreció la lista decorada con la insignia de la Magenta Star.
– Los sandwiches son buenos -dijo Medrano-. A falta de cena…
– El maître invita a ustedes a consumir libremente todo lo que deseen -dijo el barman que ya se lo había anunciado con las mismas palabras a Medrano-. Por desgracia embarcaron a última hora y no se pudo ofrecerles la cena.
– Curioso -dijo Claudia-. En cambio tuvieron tiempo para preparar las cabinas y distribuirnos muy cómodamente.
El barman hizo un gesto y esperó las órdenes. Le pidieron cerveza, coñac y sandwiches.
– Sí, todo es curioso -dijo Medrano-. Por ejemplo, el bullicioso conglomerado que parece presidir el joven pelirrojo no se ha heGho ver por aquí. A priori uno pensaría que ese tipo de gente tiene más apetito que nosotros, los linfáticos, si me perdona que la incluya en el gremio.
– Estarán mareados, los pobres -dijo Claudia.
– ¿Su hijo ya duerme?
– Sí, después de comerse medio kilo de galletitas Terrabusi. Me pareció mejor que se acostara en seguida.
– Me gusta su chico -dijo Medrano-. Es un lindo pibe, con una cara sensible.
– Demasiado sensible a veces, pero se defiende con un gran sentido del humor y notables condiciones para el fútbol y el mecano. Dígame, ¿usted cree realmente que todo esto…?
Medrano la miró.
– Mejor hábleme de su chico -dijo-. ¿Qué le puedo contestar? Hace un rato descubrí que no se puede pasar a popa. No nos dieron de cenar, pero en cambio las cabinas son prodigiosas.
– Sí, como suspenso no se puede pedir más -dijo Claudia.
Medrano le ofreció cigarrillos, y ella sintió que le agradaba ese hombre de cara flaca y ojos grises, vestido con un cuidadoso desaliño que le iba muy bien. Los sillones eran cómodos, el ronroneo de las máquinas ayudaba a no pensar, a solamente abandonarse al descanso. Medrano tenía razón: ¿para qué preguntar? Si todo se acababa de golpe lamentaría no haber aprovechado mejor esas horas absurdas y felices. Otra vez la calle Juan Bautista 41berdi, la escuela para Jorge, las novelas en cadena oyendo roncar los ómnibus, la no vida de un Buenos Aires sin futuro para ella, el tiempo plácido y húmedo, el noticioso de Radio El Mundo.
Medrano recordaba con una sonrisa los episodios en el London. Claudia deseó saber más de él, pero tuvo la impresión de que no era hombre confidencial. El barman trajo otro coñac, a lo lejos se oía una sirena.
– El miedo es padre de cosas muy raras -dijo.Medrano-. A esta hora varios pasajeros deben empezar a sentirse inquietos. Nos divertiremos, verá.
– Ríase de mí -dijo Claudia- pero hacía rato que no me sentía tan contenta y tan tranquila. Me gusta mucho más el Malcolm, o como se llame, que un viaje en el Augustas.
– ¿La novedad un poco romántica? -dijo Medrano, mirándola de reojo.
– La novedad a secas, que ya es bastante en un mundo donde la gente prefiere casi siempre la repetición, como los niños. ¿No leyó el último aviso de Aerolíneas Argentinas?
– Quizá, no sé.
– Recomiendan sus aviones diciendo que en ellos nos sentiremos como en nuestra propia casa. «Usted está en lo suyo», o algo así. No concibo nada más horrible que subir a un avión y sentirme otra vez en mi casa.
– Cebarán mate dulce, supongo. Habrá asado de tira y spaghettis al compás rezongón de los fuelles.
– Todo lo cual es perfecto en Buenos Aires, y siempre que uno se sienta capaz de sustituirlo en cualquier momento por otras cosas. Ahí está la palabra justa: disponibilidad. Este viaje puede ser una especie de test.
– Sospecho que para unos cuantos va a resultar difícil. Pero hablando de avisos de líneas aéreas, recuerdo con especial inquina uno de no sé qué compañía norteamericana, donde se subrayaba que el pasajero sería tratado de manera por demás especial. «Usted se sentirá un personaje importante» o algo así. Cuando pienso en los colegas que tengo por ahí, que palidecen a la sola idea de que alguien les diga «señor» en vez de «doctor»… Sí, esa línea debe tener abundante clientela.
– Teoría del personaje -dijo Claudia-. ¿Se habrá escrito ya eso?
– Demasiados intereses creados, me temo. Pero usted me estaba explicando por qué le gusta el viaje.
– Bueno, al fin y al cabo todos o casi todos acabaremos por ser buenos amigos, y no tiene sentido andar escamoteando el curriculum vitae -dijo Claudia-. La verdad es que soy un perfecto fracaso que no se resigna a mantenerse fiel a su rótulo.
– Lo cual me hace dudar desde ya del fracaso.
– Oh, probablemente porque es la única razón de que yo haga todavía cosas tales como comprar una rifa y ganarla. Vale la pena estar viva por Jorge. Por él y por unas pocas cosas más. Ciertas músicas a las que se vuelve, ciertos libros… Todo el resto está podrido y enterrado.
Medrano miró atentamente su cigarrillo.
– Yo no sé gran cosa de la vida conyugal -dijo-, pero en su caso no parece demasiado satisfactoria.
– Me divorcié hace dos años -dijo Claudia-. Por razones tan numerosas como poco fundamentales. Ni adulterio, ni crueldad mental, ni alcoholismo. Mi ex marido se llama León Lewbaum, el nombre le dirá alguna cosa.