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– En fin -dijo Carlos López, apagando la luz-. Contra todo lo que me temía, esta barbaridad acuática se ha puesto en marcha.

Su cigarrillo hizo dibujos en la sombra, después una claridad lechosa recortó el ojo de buey. Se estaba bien en la cama, eí levísimo rolido invitaba a dormirse sin más trámite. Pero López pensó primero en lo bueno que había sido encontrarse a Medrano entre los compañeros de viaje, en la historia de don Galo, en la pelirroja amiga de Costa, en el desconcertante comportamiento del inspector. Después volvió a pensar en su breve visita a la cabina de Raúl, el cambio de púas con la chica de ojos verdes. Menuda amiga se echaba Costa. Si no lo hubiera visto… Pero sí lo había visto y no tenía nada de raro, un hombre y una mujer compartiendo la cabina número 10. Curioso, si la hubiera encontrado con Medrano, por ejemplo, le hubiera parecido perfectamente natural. En cambio Costa, no sabía bien por qué… Era absurdo, pero era. Se acordó que el Costáis de Montherlant se había llamado Costa en un principio; se acordó de un tal Costa, antiguo condiscípulo. ¿Por qué seguía dándole vueltas a la idea? Algo no encajaba ahí. La voz de Paula al hablarle había sido una voz al margen de la presunta situación. Claro que hay mujeres que no pueden con el genio. Y Costa en la puerta de la cabina, sonriendo. Tan simpáticos los dos. Tan distintos. Por ahí andaba la cosa, una pareja tan disímil. No se sentía el nexo, ese mimetismo progresivo del juego amoroso o amistoso en que aun las oposiciones más abiertas giran dentro de algo que las enlaza y las sitúa.

– Me estoy haciendo ilusiones -dijo López en voz alta-. De todos modos serán macanudos compañeros de viaje. Y quién sabe, quién sabe.

El cigarrillo voló como un cocuyo y se perdió en el río.

D

Furtivo, un poco temeroso pero excitado e incontenible, exactamente a medianoche y en la oscuridad de la proa se instala Persio pronto a velar. El hermoso cielo austral lo atrae por momentos, alza la calva cabeza y mira los racimos resplandecientes, pero también quiere Persio establecer y ahincar un contacto con la nave que lo lleva, y para eso ha esperado el sueño que iguala a los hombres, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. De pie junto a un presumible rollo de cables (en principio no hay serpientes en los barcos), sintiendo en la frente el aire húmedo del estuario, compulsa en voz baja los elementos de juicio reunidos a partir del London, establece minuciosas nomenclaturas donde lo heterogéneo de incluir tres bandoneones y un refrescado de Cinzano junto con la forma del mamparo de proa y el vaivén aceitado del radar, se resuelve para él en una paulatina geometría, un lento aproximarse a las razones de esa situación que comparte con el resto del pasaje. Nada tiende en Persio a la formulación taxativa, y sin embargo una ansiedad continua lo posee frente a los vulgares problemas de su circunstancia. Está seguro de que un orden apenas aprehensible por la analogía rige el caos de bolsillo donde un cantor despide a su hermano y una silla de ruedas remata en un manubrio cromado; como la oscura certidumbre de que existe un punto central donde cada elemento discordante puede llegar a ser visto como un rayo de la rueda. La ingenuidad de Persio no es tan grande para ignorar que la descomposición de lo fenoménico debería preceder a toda tentativa arquitectónica, pero a la vez ama el calidoscopio incalculable de la vida, saborea con delectación la presencia en sus pies de unas flamantes zapatillas marca Pirelli, escucha enternecido el crujir de una cuaderna y el blando chapoteo del río en la quilla. Incapaz de renunciar desde donde las cosas pasan a ser casos y el repertorio sensorial cede a una vertiginosa equiparación de vibraciones y tensiones de la energía, opta por una humilde labor astrológica, un tradicional acercamiento por vía de la imagen hermética, los tarots y el favorecimiento del azar esclarecedor. Confía Persio en algo como un genio desembotellado que lo oriente en el ovillo de los hechos, y semejante a la proa del Malcolm que corta en dos el río y la noche y el tiempo, avanza tranquilo en su meditación que desecha lo trivial -el inspector, por ejemplo, o las extrañas prohibiciones que rigen a bordo- para concentrarse en los elementos tendientes a una mayor coherencia. Hace un rato que sus ojos exploran el puente de mando, se ¿etienen en la ancha ventanilla vacía que deja pasar una luz violeta. Quienquiera sea que dirige el barco ha de estar en el fondo de la cabina translúcida, lejos de los cristales que fosforecen en la leve bruma del río. Persio siente como un espanto que sube peldaño a peldaño, visiones de barcas fatales sin timonel corren por su memoria, lecturas recientes lo proveen de visiones donde la siniestra región del noroeste (y Tuculca con un caduceo verde en la mano, amenazante) se mezclan con Arthur Gordon Pym y la barca de Erik en el lago subterráneo de la Opera, vaya mescolanza. Pero a la vez teme Persio, no sabe por qué, el momento previsible en que se recortará en la ventanilla la silueta del piloto. Hasta ahora las cosas han acontecido en una especie de amable delirio, cifrable e inteligible a poco de machihembrar los elementos sueltos; pero algo le dice (y ese algo podría ser precisamente la explicación inconsciente de todo lo ocurrido) que en el curso de la noche va a instaurarse un orden, una causalidad inquietante desencadenada y encadenada a la vez por la piedra angular que de un momento a otro se asentará en el coronamiento del arco. Y así Persio tiembla y retrocede cuando exactamente en ese momento una silueta se recorta en el puente de mando, un torso negro se inscribe inmóvil, de pie e inmóvil contra el cristal. Arriba los astros giran levemente, ha bastado la llegada del capitán para que el barco varíe su derrota, ahora el palo mayor deja de acariciar a Sirio, oscila hacia la Osa Menor, la pincha y la hostiga hasta alejarla. "Tenemos capitán -piensa Persio estremecido-, tenemos capitán." Y es como si en el desorden del pensamiento rápido y fluctuante de su sangre, coagulara lentamente la ley, madre del futuro, la ley comienzo de una ruta inexorable.

PRIMER DIA

… le ciel et la mer s’ajustent ensemble pour former une espèce de guitare…

AUDIBERTI, Quoat-Quoat

XIX

Las actividades nocturnas de Atilio Presutti culminaron en una mudanza: tuvo que sacar una cama de su cabina, con la hosca cooperación de un camarero casi mudo, y trasladarla a la cabina de al lado que compartirían su madre, la madre de la Nelly y la Nelly misma. La instalación se vio complicada por la forma y el tamaño de la cabina, y doña Rosita habló varias veces de dejar las cosas como antes e irse a dormir con su hijo, pero el Pelusa se agarró la cabeza y dijo que a la final tres mujeres juntas era otra cosa que una madre con su hijo, y que en el camarote no había biombos ni otras separaciones. Por fin lograron meter la cama entre la puerta del baño y la de entrada, y el Pelusa reapareció con un cajoncito de duraznos que le había regalado el Rusito. Aunque todos tenían hambre no se animaron a tocar el timbre y preguntar si se cenaría; comieron duraznos, y la madre de la Nelly extrajo un botellón de guindado y un chocolate Dolca. En paz, el Pelusa volvió a su cabina y se tiró a dormir como un tronco.