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Los aludidos debatían en voz baja, con repentinas sibilancias e interjecciones, la descortés conducta del hijo y hermano. La señora de Trejo no estaba dispuesta a permitir que ese mocoso aprovechara de su situación para emanciparse a los dieciséis años y medio, y si su PADRE no le hablaba con energía… Pero el señor Trejo no dejaría de hacerlo, podía estar tranquila. Por su parte, la Beba era la imagen misma del desdén y la reprobación.

– Bueno -dijo Felipe-. Tanto navegar toda la noche… Esta mañana apenas miré por la ventana, zas, veo unas chimeneas. Casi me acuesto de nuevo.

– Eso le enseñará a no madrugar -dijo Paula, bostezando-. Y vos, querido, que sea la última vez que me despertás. Tengo una honorable filiación de lirones tanto por el lado de los Lavalle como de los Ojeda, y necesito mantener bien pulidos los blasones.

– Perfecto -dijo Raúl-. Lo hice por tu salud, pero ya se sabe que esas iniciativas son siempre mal recibidas.

Felipe escuchó perplejo. Un poco tarde ya para ponerse de acuerdo en cuestiones de apoliyo. Se aplicó atentamente a la tarea de comer un huevo duro, mirando de reojo hacia la mesa de la familia. Paula lo observaba entre dos nubes de humo. Ni mejor ni peor que los otros; parecía como si la edad los uniformara, los hiciera indistintamente tozudos, crueles y deliciosos. «Va a sufrir», se dijo, pero no pensaba en él.

– Sí, será lo mejor -dijo López-. mirá, Jorgito, si ya acabaste anda a ver si encontrás alguno de a bordo por ahí, y le pedís que suba un momento.

– ¿Un oficial, o un lípido cualquiera?

– Mejor un oficial. ¿Quiénes son los lípidos?

– Ni idea -dijo Jorge-. Pero seguro que son enemigos. Chau.

Medrano hizo una seña al barman, replegado en el mostrador. El barman se acercó con pocas ganas.

– ¿Quién es el capitán?

Para sorpresa de López, el doctor Restelli y Medrano, el barman no lo sabía.

– Es así -explicó como apenado-. Hasta ayer era el capitán Lovatt; pero anoche oí decir… Ha habido cambios, sobre todo porque ahora van a viajar ustedes, y…

– ¿Cómo cambios?

– Sí, arreglos. Ahora creo que no vamos a Liverpool. Anoche oí… -se interrumpió mirando en torno-. Mejor será que hablen con el maître, a lo mejor él sabe algo. Va a venir de un momento a otro.

Medrano y López se consultaron con la mirada, y lo dejaron irse. Parecía como si no quedara más que admirar la costa de Quilmes y charlar. Jorge volvió con la noticia de que no había oficiales a la vista, y que los dos marineros que pintaban un cabrestante no entendían el español.

XXI

– Colguémosla aquí -dijo Lucio-. Con el ventilador se va a secar en un momento y después la ponemos de nuevo.

Nora acabó de retorcer la parte de la sábana que había estado lavando.

– ¿Sabés qué hora es? Las nueve y media, y estamos anclados en alguna parte.

– Siempre me levanto a esa hora -dijo Nora-. Tengo hambre.

– Yo también. Pero seguro que ya sirvieron el desayuno. A bordo el horario es muy distintc.

Se miraron. Lucio se acercó y abrazó suavemente a Nora. Ella puso la cabeza en su hombro y cerró los ojos.

– ¿Te sentís bien? -dijo él.

– Sí, Lucio.

– ¿Verdad que me querés un poquito?

– Un poquito.

– ¿Y que estás contenta?

– Hm.

– ¿No estás contenta?

– Hm.

– Hm -dijo Lucio, y la besó en el pelo.

El barman los miró reprobatoriamente, pero se apresuró a despejar la mesa que ya había abandonado la familia Trejo. Lucio esperó que Nora estuviese sentada, y se acercó a Medrano que lo puso al corriente de lo que sucedía. Cuando se lo dijo, Nora se resistió a creerlo. En general las mujeres se mostraban más escandalizadas, como si cada una hubiera trazado un itinerario previo, cruelmente desmentido desde un comienzo. En la cubierta, Paula y Claudia miraban desconcertadas el fabril espectáculo de la costa.

– Pensar que desde allí uno podría volverse en colectivo a casa -dijo Paula.

– Empiezo a creer que no sería mala idea -rió Claudia-. Pero esto tiene un lado cómico que me divierte. Ahora sólo falta que encallemos en la isla Maciel, por ejemplo.

– Y Raúl que nos imaginaba en las islas Marquesas antes de un mes.

– Y Jorge que se apresta a pisar las tierras de su amado capitán Hatteras.

– Qué lindo chico tiene usted -dijo Paula-. Ya somos grandes amigos.

– Me alegro, porque Jorge no es fácil. Si alguien no le cae bien… Sale a mí, me temo. ¿Está contenta de hacer este viaje?

– Bueno, contenta no es precisamente la palabra -dijo Paula, parpadeando como si le hubiese entrado arena-. Más bien esperanzada. Creo que necesito cambiar un poco de vida, lo mismo que Raúl, y por eso decidimos embarcarnos. Supongo que a casi todos les pasará lo mismo.

– Pero usted no viaja por primera vez.

– No, estuve en Europa hace seis años, y la verdad es que me fue muy mal.

– Puede ocurrir -dijo Claudia-. Europa no ha de ser solamente los Uffizzi y la Place de la Concorde. Para mí lo es, por el momento, quizá porque vivo en un mundo de literatura. Pero quizá la cuota de desencanto sea mayor de la que una supone desde aquí.

– No es eso. por lo menos en mi caso -dijo Paula-. Para serle franca, soy completamente incapaz de representar de veras el personaje que me ha tocado en suerte. Me he criado en una continua ilusión de realizaciones personales y he fracasado siempre. Aquí, frente a Quilmes, con este río color caca de chico, se puede inventar un buen capítulo de justificaciones. Pero viene el día en que uno entra en la escala de los arquetipos, se mide con las columnas griegas, por ejemplo… y se hunde todavía más bajo. Me asombra -agregó sacando los cigarrillos- que ciertos viajes no acaben en un tiro en la cabeza.

Claudia aceptó el cigarrillo, vio acercarse a la familia Trejo y a Persio que la saludaba con vivos gestos desde la proa. El sol empezaba a molestar.

– Ahora comprendo -dijo Claudia- por qué Jorge simpatiza con usted, aparte de qué a mi chico lo fascinan los ojos verdes. Aunque ya no está de moda hacer citas, acuérdese de la frase de un personaje de Malraux: la vida no vale nada, pero nada vale una vida.

– Me gustaría saber cómo acaba ese personaje -dijo Paula, y Claudia sintió que su voz había cambiado. Le apoyó la mano en el brazo.

– No me acuerdo -dijo-. Quizá con un tiro en la cabeza. Pero probablemente disparado por otro.

Medrano miró su reloj.

– La verdad, esto empieza a ponerse pesado -dijo-. Puesto que hemos quedado más o menos solos, ¿qué le parece si delegamos en alguien pata que perfore el muro del silencio?

López y Felipe asintieron, pero Raúl propuso que salieran juntos en busca de un oficial. En la proa no había más que dos marineros rubios, que menearon la cabeza y soltaron una que otra frase en algo que podía ser noruego o finlandés. Recorrieron el pasillo de estribor sin encontrar a nadie. La puerta de la cabina de Medrano estaba entornada, y un camarero los saludó en trabajoso español. Era mejor que viesen al maître, que estaría preparando el comedor para el almuerzo. No, no se podía pasar a la popa, no podía decirles por qué. El capitán Lovatt, sí. ¿Ya no era más el capitán Lovatt? Hasta ayer era el capitán Lovatt. Otra cosa: rogaba a los señores que cerraran con llave sus cabinas. Si tenían objetos de valor…

– Vamos a buscar al famoso maître -dijo López, aburrido.

Volvieron al bar, sin muchas ganas, y se encontraron con Lucio y Atilio Presutti que debatían el problema del fondeo del Malcolm. Del bar se pasaba a una sala de lectura en la que lucía ominoso un piano escandinavo, y al comedor cuyas proporciones merecieron un silbido admirativo de Raúl. El maître (tenía que ser el maître porque tenía una sonrisa de maître y daba órdenes a un mozo que lo miraba con cara taciturna) distribuía flores y servilletas. Lucio y López se adelantaron, y el maître alzó unas cejas canosas y los saludó con cierta indiferencia que no excluía la amabilidad.

– Vea usted -dijo López-, estos señores y yo estamos un tanto sorprendidos. Son las diez de la mañana y todavía no tenemos la menor noticia sobre el viaje que vamos a hacer.