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– Muy bien, muchas gracias -dijo-. Queda un par de cosas que nos gustaría aclarar. La primera es si usted ha venido por su propia voluntad o porque uno de estos señores insistió en reclamar la presencia de un oficial. La segunda es muy sencilla: ¿Por qué no se puede pasar a popa?

– ¡Eso! -gritó el Pelusa, que tenía la cara ligeramente verde pero que se defendía del mareo como un hombie.

– Señores -dijo el oficial-, esta visita debió realizarse antes, pero no fue posible por las mismas razones que obligan a… a suspender momentáneamente la comunicación con la popa. Observen que poco hay allí para ver -agregó rápidamente-. La tripulación, la carga… Aquí estarán muy confortables.

– ¿Y cuáles son esas razones? -preguntó Medrano.

– Lamento que mis órdenes…

– ¿Ordenes? No estamos en guerra -dijo López-. No navegamos acechados por submarinos ni transportan ustedes armas atómicas o algo por el estilo. ¿O las transportan?

– Oh, no. Qué idea -dijo el oficial.

– ¿Sabe el gobierno argentino que hemos sido embarcados en estas condiciones? -siguió López, riéndose por dentro de la pregunta.

– Bueno, las negociaciones se realizaron a último momento, y las aspectos técnicos quedaron exclusivamente a nuestro cargo. La Magenta Star -agregó con reservado orgullo- tiene una tradición de buen trato a sus pasajeros.

Medrano sabía que el diálogo empezaría a girar en redondo, pisándose la cola.

– ¿Cómo se llama el capitán? -preguntó.

– Smith -dijo el oficial-. Capitán Smith.

– Como yo -dijo López, y Raúl y Medrano se rieron. Pero el oficial entendió que lo desmentían y frunció el ceño.

– Antes se llamaba Loyatt -dijo Raúl-. Ah, otra cosa: ¿Puedo enviar un cable a Buenos Aires?

El oficial pensó antes de contestar. Desgraciadamente la instalación inalámbrica del Malcolm no admitía mensajes ordinarios. Cuando hicieran escala en Punta Arenas, el correo… Pero por la forma en que terminó la frase daba la impresión de creer que para ese entonces Raúl no necesitaría telegrafiar a nadie.

– Son circunstancias de momento -agregó el oficial, invitándolos con el gesto a que simpatizaran con dichas circunstancias.

– Vea -dijo López, cada vez más fastidiado-. Aquí somos un grupo de gente sin el menor interés en malograr un buen crucero. Pero personalmente me resultan intolerables los métodos que está empleando su capitán o quien sea. ¿Por qué no se nos dice la causa de que nos hayan encerrado -sí, no ponga esa cara de agravio- en la proa del barco?

– Y otra cosa -dijo Lucio-. ¿Adonde nos llevan después de Punta Arenas? Es una escala muy rara, Punta Arenas.

– Oh, al Japón. Muy agradable crucero por el Pacífico.

– ¡Mama mía, al Japón! -dijo el Pelusa estupefacto-. ¿Entonces no vamos a Copacabana?

– Dejemos el itinerario para después -dijo Raúl-. Quiero saber por qué no podemos pasar a la popa, por qué tengo que andar como una rata buscando un paso, y tropezarme con sus marineros que no me dejan seguir.

– Señores, señores… -mirando en redondo, el oficial parecía buscar a alguien que no se hubiera plegado a la creciente rebelión-. Comprendan que nuestro punto de vista…

– De una vez por todas, ¿cuál es el motivo? -dijo secamente Medrano.

Después de un silencio en el que claramente se oyó cómo alguien dejaba caer una cucharita en el bar, los flacos hombros del oficial se alzaron con perceptible desánimo.

– En fin, señores, yo hubiera preferido callar puesto que empiezan ustedes un bien ganado viaje de placer. Todavía estamos a tiempo… Sí, ya veo. Pues bien, es muy sencillo: Hay dos casos de tifus entre nuestros hombres.

El primero en reaccionar fue Medrano, y lo hizo con una fría violencia que sorprendió a todo el mundo. Pero apenas había empezado a decirle al oficial que ya no estaban en la época de las sangrías y las fumigaciones, cuando aquél levantó los brazos con un gesto de cansado fastidio.

– Perdone usted, me expresé mal. Debí decir que se trata de tifus 224. Sin duda no estarán muy al tanto, y precisamente ese es nuestro problema. Poco se sabe del 224. El médico conoce el tratamiento más moderno y lo está aplicando, pero opina que por el momento se necesita uriá especie de… barrera sanitaria.

– Pero dígame un poco -estalló Paula-. ¿Cómo pudimos zarpar anoche de Buenos Aires? ¿Todavía no estaban enterados de su doscientos y pico?

– Sí que estaban -dijo López-. Se vio en seguida que no nos dejaban ir a popa.

– ¿Y entonces? ¿Cómo la sanidad del puerto los dejó salir? ¿Y cómo los dejó entrar, ya que estamos?

El oficial miró hacia el techo. Parecía cada vez más cansado.

– No me obliguen a decir más de lo que me permiten mis órdenes, señores. Esta situación es sólo temporaria, y no dudo que dentro de pocos días los enfermos habrán pasado la fase… contagiosa. Por el momento…

– Por el momento -dijo López- nos cabe el pleno derecho de suponer que estamos en manos dé una banda de aprovechadores… Sí, che, lo que ha oído. Aceptaron un buen negocio de última hora, callándose la boca sobre lo que ocurría a bordo. Su capitán Smith debe ser un perfecto negrero, y se lo puede ir diciendo de mi parte.

El oficial retrocedió un paso, tragando con dificultad.

– El capitán Smith -dijo- es uno de los dos enfermos. El más grave.

Salió antes de que nadie encontrara la primera palabra de. una réplica.

Agarrándose de las barandillas con las dos manos, Atilio volvió a cubierta y se tiró en la reposera instalada junto a las de la Nelly, su madre y doña Rosita, que gemían alternadamente. El mareo las atacaba con diferente gravedad, pues como ya había explicado doña Rosita a la señora de Trejo, igualmente enferma, a ella le daba el almareo seco mientras que la Nelly y su madre no hacían más que devolver.

– Yo les dije que no me bebieran tanta soda, ahora tienen la blandura en el estómago. Usted se siente mal, ¿verdad? Se ve en seguida, pobre. Yo por suerte con el almareo seco casi no devuelvo, viene a ser más bien una descompostura. Pobre la Nelly, mírela cómo sufre. Yo el primer día solamente como cosas secas, así me queda todo adentro. Me acuerdo cuando fuimos al recreo La Dorita con la lancha, yo era la única que casi no devolvía a la vuelta. Los demás, pobres… Ay, mire a doña Pepa, qué mal que está.

Armado de baldes y aserrín, uno de los marineros finlandeses velaba por la limpieza de la maltratada cubierta. Con un quejido entre rabioso y desencantado, el Pelusa se agarraba la cara con las manes.

– No es que estea mareado -le dijo a la Nelly que lo miraba con un resto de conciencia-. Seguro que me cayó mal el helado, cuantimás que me mandé dos seguidos a bodega… ¿Vos cómo te sentís?

– Mal, Atilio, muy mal… Mírala a mamá, pobre. ¿No la podría ver el médico?

– Ma qué médico, mama mía -suspiró el Pelusa-. Si te cuento las novedades… Mejor no te digo, capaz que te descompones de nuevo.

– ¿Pero qué pasa, Atilio? A mí sí decime. ¿Por qué se mueve tanto este barco?

– Las mareas -dijo el Pelusa-. El pelado nos estuvo explicando todo lo del mar. Uy, qué manera de ladearse, mirá, mirá, parece que ese bloque de agua se nos viene encima… ¿Querés que te traiga el perfume para el pañuelo?

– No, no, pero decime lo que pasa.

– Qué va a pasar -dijo el Pelusa, luchando con una rara pelota de tenis que le subía por la garganta-. Tenemos la peste bubónica, tenemos.

XXV

Después de un silencio quebrado por una carcajada de Paula y frases desconcertadas o furiosas que no se dirigían a nadie en particular, Raúl se decidió a pedir a Medrano, López y Lucio que lo acompañaran un momento a su cabina. Felipe, que preveía el coñac y la charla entre hombres, notó que Raúl no le hacía la menor indicación de que se les agregara. Esperó todavía un momento, incrédulo, pero Raúl fue el primero en salir del salón. Incapaz de articular palabra, sintiéndose como si de golpe se le hubieran caído los pantalones delante de todo el mundo, se quedó solo con Paula, Claudia y Jorge, que hablaban de irse a cubierta. Antes de que pudieran hacer el menor comentario se lanzó fuera y corrió a meterse en su cabina, donde por suerte no estaba su padre. Tan grande era su despecho y su desconcierto que por un momento se quedó apoyado contra la puerta, frotándose vagamente los ojos. «¿Pero qué be cree ése? -alcanzó a pensar-. ¿Pero qué se piensa ése?» No le cabía duda de que la reunión se hacía para discutir un plan de acción, y a él lo dejaban fuera. Encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Encendió otro, le dio asco y lo aplastó con el zapato. Tanta charla, tanta amistad, y ahora… Pero cuando habían empezado a bajar la escalera y Raúl le había preguntado si había que avisar a los otros, en seguida había aceptado su negativa, como si le gustara correr con él la aventura. Y después la charla en la cabina vacía, y por qué carajo lo había tuteado si al final lo largaba como un trapo y se iba a encerrar con los otros. Por qué le había dicho que ahora contaba con un amigo, por qué le había prometido una pipa… Sintió que se ahogaba, dejó de ver el pedazo de cama que estaba mirando y en su lugar quedó un confuso rodar de rayas y líneas pegajosas que salían de sus ojos y le caían por la cara. Enfurecido se pasó las dos manos por las mejillas, entró en el cuarto de baño y metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría. Después fue a sentarse a los pies de la cama, donde la señora de Trejo había colocado algunos pañuelos y un piyama limpio. Tomó un pañuelo y lo miró fijamente, murmurando insultos y quejas confundidos. Mezclándose con su rencor nacía poco a poco una historia de sacrificio en la que él los salvaría a todos, no sabía de qué pero los salvaría, y con un cuchillo en el corazón caería a los pies de Paula y de Raúl, escucharía sus palabras de dolor y arrepentimiento, Raúl le tomaría la mano y se la apretaría desesperado, Paula lo besaría en la frente… Los muy desgraciados, lo besarían en la frente pidiéndole perdón, pero él callaría como callan los dioses y moriría como mueren los hombres, frase leída en alguna parte y que le había impresionado mucho en su momento. Pero antes de morir como mueren los hombres ya les iba a dar que hablar a esa manga de pillados. Por lo pronto el más absoluto desdén, una indiferencia glacial. Buenos días, buenas noches, y se acabó. Ya vendrían a buscarlo, a confiarle sus inquietudes, y entonces sería la hora de la revancha. ¿Ah, ustedes piensan eso? No estoy de acuerdo. Yo tengo mi propia opinión, pero eso es cosa mía. No, ¿por qué tengo que decirla? ¿Acaso ustedes confiaron en mí hasta ahora, y eso que fui el primero en descubrir el pasaje de abajo? Uno hace lo que puede por ayudar y ese es el resultado. ¿Y si nos hubiera ocurrido algo allá abajo? Ríanse, todo lo que quieran, yo no pienso mover un dedo por nadie. Claro qut entonces seguirían investigando por su cuenta, y eso era casi lo único divertido a bordo de ese barco de porquería. También él, qué diablos, podía dedicarse a investigar por su lado. Pensó en los dos marineros de la cámara de la derecha, en el tatuaje. El llamado Orf parecía más accesible, y si lo encontraba solo… Se vio saliendo a la popa, descubriendo el primero las cubiertas y las escotillas de popa. Ah, pero la peste esa, supercontagiosa y nadie estaba vacunado a bordo. Un cuchillo en el corazón o la peste doscientos y pico, al fin y al cabo… Entornó los ojos para sentir el roce de la mano de Paula en la frente. «Pobrecito, pobrecito», murmuraba Paula, acariciándolo. Felipe resbaló hasta quedar tendido en su cama, mirando hacia la pared. Pobrecito, tan valiente. Soy yo, Felipe, soy Raúl. ¿Por qué hiciste eso? Toda esa sangre, pobrecito. No, no sufro nada. No son las heridas las que me duelen, Raúl. Y Paula diría: «No hable, pobrecito, espere que le quitemos la camisa», y él tendría los ojos profundamente cerrados como ahora, y sin embargo vería a Paula y a Raúl llorando sobre él, sentiría sus manos como ahora sentía va su propia mano que se abría deliciosamente paso entre sus ropas.