– Bueno, la pregunta hay que desdoblarla previamente -dijo López-. ¿Debemos hacer algo? En ese caso, pongámonos de acuerdo.
– El oficial explicó lo del tifus -dijo Lucio, algo confuso-. A lo mejor nos conviene quedarnos tranquilos, por lo menos unos días. El viaje va a ser tan largo… ¿No es formidable que nos lleven al Japón?
– El oficial -dijo Raúl- puede haber mentido.
– ¡Cómo mentido! ¿Entonces… no hay tifus?
– Querido, a mí lo del tifus me suena a camelo. Como López, no puedo dar razón alguna. I feel it in my bones, como decimos los ingleses.
– Coincido con los dos -dijo Medrano-. Quizá haya alguien enfermo del otro lado, pero eso no explica la conducta del capitán (salvo que realmente sea uno de los enfermos) y de los oficiales. Se diría que desde que subimos a bordo estaban preguntándose cómo debían manejarnos, y que se les pasó todo este tiempo en discusiones. Si hubieran empezado por ser más corteses, casi no habríamos sospechado.
– Sí, aquí entra ahora el amor propio -dijo López-. Estamos resentidos contra esta falta de cortesía, y quizá exageramos. De todos modos no oculto que apaite de una cuestión de bronca personal, hay algo en esa idea de las puertas cerradas que me joroba. Es como si esto no fuera un viaje, realmente.
Lucio, cada vez más sorprendido por esas reacciones que sólo débilmente compartía, bajó la cabeza asintiendo. Si se la iban a tomar tan en serio, entonces todo se iría al tacho. Un viaje de placer, qué diablos… ¿Por qué estaban tan quisquillosos? Puerta más o menos… Cuando les pusieran la piscina en la cubierta y se organizaran juegos y diversiones, ¿qué importaba la popa? Hay barcos en los que nunca se puede ir a la popa (o a la proa) y no por eso la gente se pone nerviosa.
– Si supiéramos que realmente es un misterio -dijo López, sentándose al borde de la cama de Raúl-, pero también puede tratarse de terquedad, de descortesía, o simplemente que el capitán nos considera como un cargamento rigurosamente estibado en un sector del barco. Y ahí es donde la idea empieza a darme ahí donde ustedes se imaginan.
– Y si llegáramos a la conclusión de que se trata de eso -dijo Raúl-, ¿qué deberíamos hacer?
– Abrirnos paso -dijo secamente Medrano.
– Ah. Bueno, ya tenemos una opinión, que apoyo. Veo que López también, y que usted…
– Yo también, claro -dijo precipitadamente Lucio-. Pero antes hay que tener la seguridad de que no nos encierran de este lado por puro capricho.
– El mejor sistema sería insistir en telegrafiar a Buenos Aires. La explicación del oficial me pareció absurda, porque cualquier equipo radiotelegráfico de un barco sirve precisamente para eso. Insistamos, y de lo que resulte se deducirá la verdad sobre las intenciones de los… de los lípidos. López y Medrano se echaron a reír. -Ajustemos nuestro vocabulario -dijo Medrano-. Jorge entiende que los lípidos son los marineros de la popa. Los oficiales, según le oí decir en la mesa, son los glúcidos. Señores, es con los glúcidos con quienes tenemos que enfrentarnos.
– Mueran los glúcidos -dijo López-. Y yo que me pasé la mañana hablando de novelas de piratas… En fin, supongamos que se niegan a enviar nuestro mensaje a Buenos Aires, lo que es más que seguro si han jugado sucio y tienen miedo de que se les estropee el negocio. En ese caso no veo cuál puede ser el próximo movimiento.
– Yo sí -dijo Medrano-. Yo lo veo bastante claro, che. Será cuestión de echarles alguna puerta abajo y darse una vuelta por el otro lado.
– Pero si las cosas se ponen feas… -dijo Lucio-. Ya se sabe que a bordo las leyes son distintas, hay otra… disciplina. No entiendo nada de eso, pero me parece que uno no puede extralimitarse sin pensarlo bien.
– Como extralimitarse, la demostración que nos están haciendo los glúcidos me parece bastante elocuente -dijo Raúl-. Si mañana se le antoja al capitán Smith (y a la vez se le ocurrió un complicado juego dé palabras donde intervenía la princesa Pocahontas y de ahí el descaro) que vamos a pasarnos el viaje dentro de las cabinas, estaría casi en su derecho.
– Eso es hablar como Espartaco -dijo López-. Si uno les da un dedo se toman todo el brazo; así diría el amigo Presutti, cuya sensible ausencia deploro en estas circunstancias.
– Estuve por hacerlo venir también a él -dijo Raúl-, pero la verdad es que es tan bruto que lo pensé mejor. Más tarde le podemos presentar un resumen de las conclusiones y enrolarlo en la causa redentora. Es un excelente muchacho, y los glúcidos y lípidos le caen como un pisotón en el juanete.
– En resumen -dijo Medrano-, creo entender que, primo, estamos bastante de acuerdo en que lo del tifus no resulta convincente, y que, secundo, debemos insistir en que caigan las murallas opresoras y se nos permita mirar el barco por donde nos dé la gana.
– Exacto. Método: Telegrama a la capital. Probable resultado: Negativa. Acción subsiguiente: Una puerta abajo.
– Todo parece bastante fácil -dijo López- salvo lo de la puerta. Lo de la puerta no les va a gustar ni medio.
– Claro que no les va a gustar -dijo Lucio-. Pueden llevarnos de vuelta a Buenos Aires, y eso sería una macana me parece.
– Lo reconozco -dijo Medrano que miraba a Lucio con cierta irritante simpatía-. Volver a encontrarnos en Perú y Avenida pasado mañana por la mañana sería más bien ridículo. Pero, amigo, da la casualidad de que en Perú y Avenida no hay puertas Stone.
Raúl hizo un gesto, se pasó la mano por la frente como para alejar una idea que le molestaba, pero como Jos otros habían callado no pudo menos de hablar.
– Ya ven, esto confirma cada vez más mi sensación de hace un rato. Salvo Lucio, cuyo deseo de ver las geishas y escuchar el sonido del koto me parece perfectamente justificado, los demás preferiríamos sacrificar alegremente el Imperio del Sol Naciente por un café porteño donde las puertas estuvieran bien abiertas a la calle. ¿Hay proporción entre ambas cosas? De hecho, no. Ni la más remota proporción. Lucio está en lo cierto cuando habla de quedarnos tranquilos, puesto que la recompensa de esa pasividad será muy alta, con kimonos y Fujiyama. And yet, and yet…
– Sí, la palabrita de hace un rato -dijo Medrano.
– Exacto, la palabrita. No se trata de puertas, querido Lucio, ni de glúcidos. Probablemente la popa será un inmundo lugar que huele a brea y a fardos de lana. Lo que se vea desde allí será lo mismo que si lo miramos desde la proa: el mar, el mar, siempre recomenzado. And yet…
– En fin -dijo Medrano-, parecería como si hubiera acuerdo de mayoría. ¿También usted? Bueno, entonces hay unanimidad. Queda por resolver si vamos a hablar de esto con los demás. Por el momento, aparte de Restelli y Presutti, me parece mejor hacer las cosas por nuestra cuenta. Como se dice en circunstancias parecidas, no hay por qué alarmar a las señoras y a los niños.
– Probablemente no habrá ninguna causa de alarma -dijo López-. Pero me gustaría saber cómo nos vamos a arreglar para abrirnos paso si se llega a esa situación.
– Ah, eso es muy sencillo -dijo Raúl-. Ya que le gusta jugar a los piratas, tome.
Levantó la tapa de la caja. Dentro había dos revólveres treinta y ocho y una automática treinta y dos, además de cinco cajas de balas procedentes de Rotterdam.
XXVI
– Hasdala -dijo uno de los marineros, levantando un enorme tablón sin aparente esfuerzo. El otro marinero asintió con un seco: «Sa!», y apoyó un clavo en el extremo del tablón. La jaula para la piscina estaba casi terminada y la construcción, tan sencilla como sólida, se alzaba en mitad de la cubierta. Mientras uno de los marineros clavaba el último tablón de sostén, el otro desplegó una lona encerada en el interior y empezó a sujetarla a los bordes por medio de unas correas con hebillas.
– Y a eso le llaman una pileta -se quejó el Pelusa-. Carpetee un poco esa porquería, si parece para bañar chanchos. ¿Usté qué opina, don Persio?
– Detesto los baños al aire libre -dijo Persio-, sobre todo cuando hay la posibilidad de tragar caspa ajena.
– Sí, pero es lindo, qué quiere. ¿Usted nunca fue a la pileta de Sportivo Barracas? Le ponen desinfectante y tiene medidas olímpicas.