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– Cada vez entiendo menos -dijo-. ¿Para qué queremos esto?

– No hay por qué aceptarlo -dijo López, liquidados sus escrúpulos. Tomó el segundo revólver, y ofreció la pistola a Raúl que lo miraba con una sonrisa divertida.

– Soy chapado a la antigua -dijo López-. "Nunca me gustaron las automáticas, tienen algo de canalla. Probablemente las películas de cow-boys explican mi cariño por el revólver. Yo soy anterior a las de gangsters, che. ¿Se acuerdan de William S. Hart?… Es raro, hoy es día de rememoraciones. Primero los piratas y ahora los vaqueros. Me quedo con esta caja de balas, si me permite.

Paula golpeó dos veces y entró, conminándolos amablemente a que se marcharan porque quería ponerse el traje de baño. Miró con alguna sorpresa la caja de hojalata que Raúl acababa de cerrar, pero no dijo nada. Salieron al pasillo y Medrano y López se fueron a sus cabinas para guardar las armas; los dos se sentían vagamente ridículos con esos bultos en los bolsillos del pantalón, sin contar las cajas de balas. Raúl les propuso encontrarse un cuarto de hora más tarde en el bar, y volvió a meterse en la cabina. Paula, que cantaba en el baño, lo oyó abrir un cajón del armario.

– ¿Qué significa ese arsenal? -Ah, te diste cuenta que no eran marrons glacés -dijo Raúl.

– Esa lata no la trajiste vos a bordo, que yo sepa.

– No, es botín de guerra. De una guerra más bien fría por el momento.

– ¿Y ustedes tienen intenciones de jugar a los hombres malos?

– No sin antes agotar los recursos diplomáticos, carísima. Aunque no hace falta que te lo diga, te agradeceré que no menciones estos aprestos bélicos ante las damas y los chicos. Probablemente todo terminará de una manera irrisoria, y guardaremos las armas como recuerdo del Malcolm. Por el momento estamos bastante dispuestos a conocer la popa, por las buenas o como sea.

– Mon triste coeur bave à la poupe, mon coeur convert de caporal -salmodió Paula, mirándose en el espejo del armario-. ¿No te cambiás, vos?

– Más tarde, ahora tenemos que iniciar las hostilidades contra los glúcidos. Qué piernas tan esbeltas te has traído en este viaje.

– Me lo han dicho, sí. Si te puedo servir de modelo, estás autorizado a dibujarme todo lo que quieras. Pero supongo que habrás elegido otros.

– Por favor deja de lado los áspides -dijo Raúl-. ¿Todavía no te hace ningún efecto el yodo del mar? A mí por lo menos déjame en paz, Paula.

– Está bien, sweet prince. Hasta luego -abrió la puerta y se volvió-. No hagan tonterías -agregó-. Maldito io que me importa, pero ustedes tres son lo único soportable a bordo. Si me los estropean…, ¿Me dejas ser tu madrina de guerra?

– Por supuesto, siempre que me mandes paquetes con chocolate y revistas. ¿Te dije que estás preciosa con ese traje de baño? Sí, te lo dije. Le vas a hacer subir la presión a los dos finlandeses, y por lo menos a uno de mis amigos.

– Hablando de áspides… -dijo Paula. Volvió a entrar en la cabina-. Decime un poco, ¿vos te has creído el asunto del tifus? No me imagino. Pero si no creemos en eso es todavía peor, porque entonces no se entiende nada.

– Se parece a lo que pensaba yo de chico cuando me daba por sentirme ateo -dijo Raúl-. Las dificultades empezaban a partir de ese momento. Supongo que lo del tifus encubre algún sórdido negocio, a lo mejor llevan chanchos a Punta Arenas o bandoneones a Tokio, cosas muy desagradables de ver como se sabe. Tengo una serie de hipótesis parecidas, a cuál más siniestra.

– ¿Y si no hubiera nada en la popa? ¿Si fuera solamente una arbitrariedad del capitán Smith?

– Todos hemos pensado en eso, querida. Yo, por ejemplo, cuando me robé esa caja. Te repito, la cosa es mucho peor si en la popa no pasa nada. Pongo toda mi esperanza en encontrar una compañía de liliputienses, un cargamento de queso Limburger o simplemente una cubierta invadida por las ratas.

– Debe ser el yodo -dijo Paula, cerrando la puerta.

Sacrificando sin lástima las esperanzas del señor Trejc y del doctor Restelli, que confiaban en él para reanimar una conversación venida a menos, Medrano se acercó a Claudia que prefería el bar y el café a los juegos de la cubierta. Pidió cerveza e hizo un resumen de lo que acababan de decidir, sin mencionar la caja de hojalata. Le costaba hablar en serio porque constantemente tenía la impresión de que relataba una invención, algo que rozaba la realidad sin comprometer al narrador o al oyente. Mientras apuntaba las razones que los movían a querer abrirse paso, se sentía casi solidario con los del otro lado, como si, trepado a lo más alto de un mástil, pudiera apreciar el juego en su totalidad.

– Es tan ridículo, si se piensa un poco. Deberíamos dejar que Jorge nos capitaneara, para que las cosas se cumplieran de acuerdo con sus ideas, probablemente mucho más ajustadas a la realidad que las nuestras.

– Quién sabe -dijo Claudia-. Jorge también se da cuenta de que pasa algo raro. Me lo dijo hace un momento: «Estamos en el zoológico, pero los visitantes no somos nosotros», algo así. Lo entendí muy bien porque todo el tiempo tengo la misma impresión. Y sin embargo, ¿hacemos bien en rebelarnos? No hablo por temor, más bien es miedo de echar abajo algún tabique del que dependía quizá el decorado de la pieza.

– Una pieza… Sí, puede ser. Yo lo veo más bien como un juego muy especial con los del otro lado. A mediodía ellos han hecho un movimiento y ahora esperan, con el reloj en marcha, que contestemos. Juegan las blancas y…

– Volvemos a la noción de juego. Supongo que forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin, trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que se salve el rey. Después de todo el Malcolm no me parece demasiado diferente de Buenos Aires, por lo menos de mi vida en Buenos Aires. Cada vez más funcionalizada y plastificada. Cada vez más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca.

– Para ser como el Malcolm debería haber en su casa una pizca de misterio.

– Lo hay, se llama Jorge. Qué más misterio que un presente sin nada de presente, futuro absoluto. Algo perdido de antemano y que yo conduzco, ayudo y aliento como si fuera a ser mío para siempre. Pensar que una chiquilla cualquiera me lo quitará dentro de unos años, una chiquilla que a esta hora lee una aventura de Inosito o aprende a hacer punto cruz.

– No lo dice con pena, me parece.

– No, la pena es demasiado tangible, demasiado presente y real para aplicarse a esto. Miro a Jorge desde un doble plano, el de hoy en que me hace feliz, y el otro, situado ya en lo más remoto, donde hay una vieja sentada en un sofá, rodeada dé una casa sola.

Medrano asintió en silencio. De día se notaban las finas arrugas que empezaban a bordear los ojos de Claudia, pero el cansancio de su rostro no era un cansancio artificial como el de la chica de Raúl Costa. Hacía pensar en un resumen, un precio bien pagado, una ceniza leve. Le gustaba la voz grave de Claudia, su manera de decir «yo» sin énfasis y a la vez con una resonancia que le hacía desear la repetición de la palabra, esperarla con un placer anticipado.

– Demasiado lúcida -le dijo-. Eso cuesta muy caro. Cuántas mujeres viven el presente sin pensar que un día perderán a sus hijos. A sus hijos y a tantas otras cosas, como yo y como todos. Los bordes del tablero se van llenando de peones y caballos comidos, pero vivir es tener los ojos clavados en las piezas que siguen en juego.

– Sí, y armarse una tranquilidad precaria con materiales casi siempre prefabricados. El arte, por ejemplo, o los viajes… Lo bueno es que aun con eso puede alcanzarse una felicidad extraordinaria, una especie de falsa instalación definitiva en la existencia, que satisface y contenta a muchas gentes fuera de lo común. Pero yo… No sé, es cosa de estos últimos años. Me siento menos contenta cuando estoy contenta, empieza a dolerme un poco la alegría, y Dios sabe si soy capaz de alegría.

– La verdad, a mí no me ha ocurrido eso -dijo Medrano, pensativo-, pero me parece que soy capaz de entenderlo. Es un poco lo de la gota de acíbar en la miel. Por el momento, si alguna vez he sospechado el sabor del acíbar, ha servido para multiplicarme la dulzura.