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– Persio sería capaz de insinuar que en algún otro plano la miel puede ser una de las formas más amargas del acíbar. Pero sin saltar al hiperespacio, como dice él con tanta fruición, yo creo que mi inquietud de estos tiempos… Oh, no es una inquietud interesante, ni metafísica; pero sí como una señal muy débil… Me he sentido injustificadamente ansiosa, un poco extraña a mí misma, sin razones aparentes. Precisamente la falta de razones me preocupa en vez de tranquilizarme, porque, sabe usted, tehgo una especie de fe en mi instinto.

– ¿Y este viaje es una defensa contra esa inquietud?

– Bueno, defensa es una palabra muy solemne. No estoy tan amenazada como eso, y por suerte me creo muy lejos del destino habitual de las argentinas una vez que tienen hijos. No me he resignado a organizar lo que llaman un hogar, y probablemente tengo buena parte de culpa en la destrucción del mío. Mi marido no quiso comprender jamás que no mostrara entusiasmo por un nuevo modelo de heladera o unas vacaciones en Mar de Plata. No debí casarme, eso es todo, pero había otras razones para hacerlo, entre otras mis padres, su candida esperanza en mí… Ya han muerto, estoy libre para mostrar la cara que tengo realmente.

– Pero usted no me da la impresión de ser lo que llaman una emancipada -dijo Medrano-. Ni siquiera una rebelde, en el sentido burgués del término. Tampoco, gracias a Dios, una patricia mendocina o una socia del Club de Madres. Curioso, no consigo ubicarla y hasta creo que no lo lamento. La esposa y la madre clásicas…

– Ya sé, los hombres retroceden aterrados ante las mujeres demasiado clásicas -dijo Claudia-. Pero eso es siempre antes de casarse con ellas.

– Si por clásicas se entiende el almuerzo a las doce y cuarto, la ceniza en el cenicero y los sábados por la noche al Gran Rex, creo que mi retroceso sería igualmente violento antes y después del connubio, lo cual y de paso hace imposible este último. No crea que cultivo el tipo bohemio ni cosa parecida. Yo también tengo un clavito especial para colgar las corbatas. Es otra cosa más profunda, la sospecha de que una mujer… clásica, está también perdida como mujer. La madre de los Gracos es famosa por sus hijos, no por ella misma; la histotia sería todavía más triste de lo que es si todas sus heroínas se reclutaran entre esa especie. No, usted me desconcierta porque tiene una serenidad y un equilibrio que no van de acuerdo con lo que me ha dicho. Por suerte, créame, porque esos equilibrios suelen traducirse en la más perfecta monotonía, máxime en un crucero al Japón.

– Oh, el Japón. Con qué aire de escepticismo lo dice.

– Tampoco creo que usted esté muy segura de llegar allá. Dígame la verdad, si es de buen tono a esta hora: ¿Por qué se embarcó en el Malcolm?

Claudia se miró las manos y pensó un momento.

– No hace mucho, alguien me estuvo hablando -dijo-. Alguien muy desesperado, y que no ve en su vida más que un precario aplazamiento, cancelable en cualquier momento. A esa persona le doy yo una impresión de fuerza y de salud mental, al punto que se confía y me confiesa toda su debilidad. No quisiera que esa persona se enterara de lo que le voy a decir, porque la suma de dos debilidades puede ser una fuerza atroz y desencadenar catástrofes. Sabe usted, me parezco mucho a esa persona; creo que he llegado a un límite donde las cosas más tangibles empiezan a perder sentido, a desdibujarse, a ceder. Creo… creo que todavía estoy enamorada de León.

– Ah.

– Y al mismo tiempo sé que no puedo tolerarlo, que me repele el mero sonido de su voz cada vez que viene a ver a Jorge y juega con él. ¿Se comprende una cosa así, se puede querer a un hombre cuya sola presencia basta para convertir cada minuto en media hora?

– Qué sé yo -dijo bruscamente Medrano-. Personalmente, mis complicaciones son mucho más sencillas. Qué sé yo si se puede querer así a alguien.

Claudia lo miró y desvió los ojos. El tono hosco con que él había hablado le era familiar, era el tono de los hombres irritados por las sutilezas que no podían comprender y, sobre todo, aceptar. «Se limitará a clasificarme como una histérica -pensó sin lástima-. Probablemente tiene razón, sin contar que es ridículo decirle estas cosas.» Le pidió un cigarrillo, esperó a que él le hubiera ofrecido fuego.

– Toda esta charla es bastante inútil -dijo-. Cuando empecé a leer novelas, y conste que me ocurrió en plena infancia, tuve desde un comienzo la sensación de que los diálogos entre las gentes eran casi siempre ridículos. Por una razón muy especial, y es que la menor circunstancia los hubiera impedido o frustrado. Por ejemplo, si yo hubiera estado en mi cabina o usted hubiera decidido irse a la cubierta en vez de venir a beber cerveza. ¿Por qué darle importancia a un cambio de palabras que ocurre por la más absurda de las casualidades?

– Lo malo de esto -dijo Medrano- es que puede hacerse fácilmente extensible a todos los actos de la vida, e incluso el amor, que hasta ahora me sigue pareciendo el más grave y el más fatal. Aceptar su punto de vista significa trivializar la existencia, lanzarla al puro juego del absurdo.

– Por qué no -dijo Claudia-. Persio diría que lo que llamamos absurdo es nuestra ignorancia.

Se levantó al ver entrar a López y a Raúl, que acababan de encontrarse en la escalera. Mientras Claudia se ponía a hojear una revista, los tres sortearon con algún trabajo las ganas de hablar del señor Trejo y el doctor Restelli, y convocaron al barman en un ángulo del mostrador. López se encargó de capitanear las operaciones, y el barman resultó más accesible de lo que suponían. ¿La popa? En fin, el teléfono estaba incomunicado por el momento y el maître establecía personalmente el enlace con los oficiales. Sí, el maître había sido vacunado, y probablemente lo sometían a una desinfección especial antes de que regresara de allá, a menos que realmente no llegara hasta la zona peligrosa y la comunicación se hiciera oralmente pero a cierta distancia. Todo eso él se lo imaginaba solamente.

– Además -agregó inesperadamente el barman- desde mañana habrá servicio de peluquería de nueve a doce.

– De acuerdo, pero ahora lo que queremos es telegrafiar a Buenos Aires.

– Pero el oficial dijo… El oficial dijo, señores. ¿Cómo quieren que yo? Hace poco que estoy a bordo de este buque -añadió plañideramente el barman-. Me embarqué en Santos hace dos semanas.

– Dejemos la autobiografía -dijo Raúl-. Simplemente usted nos indica el camino por donde se puede ir hasta la popa, o por lo menos nos lleva hasta algún oficial.

– Yo lo siento mucho, señores, pero mis órdenes… Soy nuevo aquí -vio la cara de Medrano y López, tragó rápidamente saliva-. Lo más que puedo hacer es mostrarles un camino que lleva allá, pero las puertas están cerradas, y…

– Conozco un camino que no lleva a ninguna parte -dijo Raúl-. Vamos a ver si es ése.

Frotándose las manos (pero las tenía perfectamente secas) en un repasador con la insignia de la Magenta Star, el barman abandonó sin ganas el mostrador y los precedió en la escalerilla. Se detuvo frente a una puerta opuesta a la de la cabina del doctor Restelli, y la abrió con una yale. Vieron un camarote muy sencillo y pulcro, en el que se destacaban una enorme fotografía de Víctor Manuel III y un gorro de carnaval colgado de una percha. El barman los invitó a entrar, poniendo una cara de perro terranova, y cerró inmediatamente la puerta. Al lado de la litera había una puertecita que pasaba casi inadvertida entre los paneles de cedro.

– Mi cabina -dijo el barman, describiendo un semicírculo con una mano fofa-. El maltre tiene otra del lado de babor. ¿Realmente ustedes…? Sí, esta es la llave, pero yo insisto en que no se debería… El oficial dijo…

– Abra nomás, amigo -mandó López- y vuélvase a darles cerveza a los sedientos ancianos. No me parece necesario que les hable de esto.

– Oh, no, yo no digo nada.

La llave giró dos veces y la puertecita se abrió sobre una escalera. «De muchas maneras se baja aquí a la gehenna -pensó Raúl-. Mientras esto no acabe también en un gigante tatuado, Carente con serpientes en los brazos…».Siguió a los otros por un pasillo tenebroso. «Pobre Felipe, debe estar mordiéndose los puños. Pero es demasiado chico para esto…» Sabía que estaba mintiendo, que sólo una sabrosa perversidad lo llevaba a quitarle a Felipe el placer de la aventura. «Le confiaremos alguní misión para resarcirlo», pensó, un poco arrepentido.