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Suspirando, Nora se levantó y tomó un cepillo de su neceser.

– No, no estoy cansada y me siento muy bien -dijo-. No sé, supongo que el primer día de viaje… Qué sé yo, siempre es un cambio.

– Sí, tenes que dormir bien esta noche.

– Claro.

Empezó a cepillarse el pelo lentamente. Lucio la miraba. Pensó: «Ahora siempre la veré peinarse así.»

– ¿ Desde dónde se podrá mandar carta a Buenos Aires?

– No sé, supongo que desde Punta Arenas. Creo que hacemos escala. ¿Así que vas a escribir a tu casa?

– Bueno, claro. Imaginate que deben estar tan afligidos… Por más que les dejé dicho que me iba de viaje… Qué sé yo, las madres se imaginan cada cosa. Lo mejor va a ser que le escriba a Mocha, y que ella le explique todo a mamá.

– Supongo que les dirás que estás conmigo.

– Sí -dijo Nora-. De todas maneras lo saben. Yo nunca me podría haber ido sola.

– Maldita la gracia que le va a hacer a tu madre.

– Y bueno, al final tiene que saberlo. Yo pienso sobre todo en papá… Es tan sensible, yo no quisiera que sufra demasiado.

– Ya salimos, con el sufrimiento -dijo Lucio-. ¿Por qué tiene que sufrir, qué diablos? Te viniste conmigo, me voy a casar con vos, y se acabó. ¿Por qué tenes que hablar en seguida de sufrimiento, como si fuera una tragedia?

– Yo decía, nomás. Papá es tan bueno…

– Me joroba ese sentimentalismo -dijo Lucio, amargo-. Siempre acaba por caerme en la cabeza; soy el que destrozó la paz de tu hogar y le quitó el sueño a tus famosos padres.

– Por favor, Lucio -dijo Nora-. No se trata de vos, yo elegí hacer esto que hemos hecho.

– Sí, pero a ellos no les importa esa parte del asunto. Yo seré siempre el don Juan que les arruinó las sobremesas y la lotería de cartones, qué joder.

Nora no dijo nada. Las luces oscilaron un segundo. Lucio fue a abrir el ojo de buey y anduvo por la cabina con las manos a la espalda. Por fin se acercó a Nora y la besó en el cuello.

– Siempre me haces decir pavadas. Ya sé que todo se va a arreglar, pero hoy no sé qué tengo, veo las cosas de una manera… En realidad no teníamos otra salida si queríamos casarnos. O nos íbamos juntos o tu madre nos armaba un lío. Esto es mejor.

– ¿Y para qué? ¿Casarnos antes? ¿Ayer mismo? ¿Para qué?

– Digo, nomás.

Lucio suspiró y fue a sentarse otra vez en la cama.

– Es verdad, me olvidaba que la señorita es católica -dijo-. Claro que podíamos habernos casado ayer, pero hubiera sido idiota. Tendríamos la libreta en el bolsillo de mi saco y eso sería todo. Ya sabés que por iglesia no me pienso casar, ni ahora ni después. Por civil todo lo que quieras, pero a mí no me vengas con los cuervos. Yo también pienso en mi viejo, che, aunque esté muerto. Cuando uno es socialista, es socialista y se acabó.

– Está bien, Lucio. Nunca te pedí que nos casáramos por iglesia. Yo solamente decía…

– Decías lo que dicen todas. Tienen un miedo feroz de que uno las deje plantadas después de acostarse con ellas. Bah, no me mires así. Estábamos acostados, ¿no? No fue de parado, me parece -cerró los ojos, sintiéndose infeliz, sucio-. No me hagas decir barbaridades, monona. Por favor pensá que yo también te tengo confianza y no quiero que de golpe se me venga al suelo y descubra que sos como las otras… Ya te hablé alguna vez de María Esther, ¿no? No quiero que seas como ella, porque entonces…

Nora debía entender que entonces él la plantaría como a María Esther. Nora lo entendió muy bien pero no dijo nada. Seguía viendo, como un ectoplasma sonriente, la cara de la señora de Trejo en el bar. Y Lucio que hablaba, hablaba, cada vez más nervioso, pero ella empezaba a darse cuenta de que esos nervios no nacían de lo que acababan de decirse sino de más atrás, de otra cosa. Puso el cepillo en el neceser y fue a sentarse junto a él, apoyó la cara en su hombro, se frotó suavemente. Lucio gruñó algo, pero era un gruñido satisfecho. Poco a poco sus caras se acercaron hasta juntar las bocas. Lucio acarició largamente los flancos de Nora, que tenía sus manos apoyadas en el regazo y sonreía. La atrajo con violencia, deslizó el brazo por su cintura y la echó suavemente hacia atrás. Ella se resistía, riendo. Vio aparecer la cara de Lucio sobre la suya, tan cerca que apenas distinguía un ojo y la nariz.

– Sonsa, pequeña sonsa. Pajarraca.

– Bobeta.

Sentía su mano que andaba por su cuerpo, despertándola. Pensó con alguna maravilla que ya casi no tenía miedo de Lucio. Todavía no era fácil, pero ya no tenía miedo. Por iglesia… Protestó, avergonzada, escondiendo la cara, pero la profunda caricia llevaba consigo la curación, la llenaba de una ansiedad en la que todo recato perdía pie. No estaba bien, no estaba bien. No, Lucio, no, así no. Cerró los ojos, quejándose.

En ese mismo momento Jorge jugaba P4R y Persio, tras largas reflexiones, contestaba C2R. Implacable, Jorge descargó D1T, y Persio sólo pudo responder con R4C. Las blancas se descolgaron entonces con D5C, las negras temblaron y titubearon («Neptuno me está fallando», se dijo Persio) hasta atinar con P6C, y hubo una breve pausa marcada por una serie de sonidos guturales producidos por Jorge, que acabó soltando D4C y miró con sorna a Persio. Cuando se produjo la respuesta C4R, Jorge no tuvo más que dar un empujoncito con D5A y mate en veinticinco jugadas.

– Pobre Persio -dijo Jorge, magnánimo-. En realidad metiste la pata de entrada y después ya no te pudiste salir del pantano.

– Notable -dijo el doctor Restelli, que había asistido de pie a la partida-. Una defensa Nimzowich muy notable.

Jorge lo miró de reojo, y Persio se puso a guardar apresuradamente las piezas. Afuera se oía el afelpado resonar del gongo.

– Este niño es un jugador sobresaliente -dijo el doctor Restelli-. Por mi parte, dentro de mis modestas posibilidades tendré mucho gusto en jugar con usted, señor Persio, cuando le agrade.

– Tenga cuidado con Persio -le previno Jorge-. Siempre pierde, pero uno no puede saber.

Con el cigarrillo en la boca, abrió de golpe la puerta. En el primer momento pensó que estaban allí los dos marineros, pero el bulto del fondo no era más que un capote de tela encerada colgando de una percha. El marinero barrigón golpeaba una correa con una maza de madera. La serpiente azul del antebrazo subía y bajaba rítmicamente.

Sin dejar de golpear (¿para qué demonios golpeaba una correa el urso ese?) observó a Felipe que había cerrado la puerta y lo miraba a su vez sin quitarse el cigarrillo de la boca y con las dos manos en los bolsillos del blue-jeans. Se quedaron así un momento, estudiándose. La serpiente dio un último brinco se oyó el golpe opaco de la maza en la correa (la estaba ablandando, sería para hacerse un cinturón ancho que le fajara la panza, seguro que era eso), y después bajó hasta quedar inmóvil al borde de la mesa.

– Hola -dijo Felipe. Le entraba el humo del Camel en los ojos, y apenas tuvo tiempo de quitarse el cigarrillo y estornudar. Por un segundo vio todo turbio a través de las lágrimas. Cigarrillo de mierda, cuándo iba a aprender a fumar sin sacárselo de la boca.

El marinero seguía mirándolo con una semi-sonrisa en los gruesos labios. Parecía encontrar divertido que a Felipe le lloraran los ojos por culpa del humo. Empezó a arrollar despacio la correa; sus enormes manos se movían como arañas peludas. Siguió doblando y sujetando la correa con una delicadeza casi femenina.

– Hasdala -dijo el marinero.

– Hola -repitió Felipe, perdido el primer impulso y un poco en el aire. Se adelantó un paso, miró los instrumentos que había sobre una mesa de trabajo-. ¿Usted siempre está acá… haciendo esas cosas?

– Sa -dijo el marinero, atando la correa con otra más fina-. Siéntate ahí, si quieres.

– Gracias -dijo Felipe, dándose cuenta de que el hombre acababa de hablarle en un castellano mucho más inteligible que por la tarde-. ¿Ustedes son finlandeses? -preguntó, buscando orientarse.