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IV

– Aquí debe haber helados ricos -dijo Jorge.

– ¿Te parece? -dijo Claudia, mirando a su hijo con el aire de las conspiraciones.

– Claro que me parece. De limón y chocolate.

– Es una mezcla horrible, pero si te gusta…

Las sillas del London eran particularmente incómodas, pretendían sostener el cuerpo en una vertical implacable. Claudia estaba cansada de preparar las valijas, a última hora había descubierto que faltaba una cantidad de cosas, y Persio había tenido que correr a comprarlas (por suerte el pobre no había tenido mucho trabajo con su propio equipaje, que parecía como para ir a un picnic) mientras ella terminaba de cerrar el departamento, escribía una de esas cartas de último minuto para las que faltan de golpe todas las ideas y hasta los sentimientos… Pero ahora descansaría hasta cansarse. Hacía tiempo que necesitaba descansar. «Hace tiempo que necesitaba cansarme para después descansar», se corrigió, jugando desganadamente con las palabras. Persio no tardaría en aparecer, a última hora se había acordado de algo que le faltaba cerrar en su misteriosa pieza de Chacarita donde juntaba libros de ocultismo y probables manuscritos que no serían publicados, pobre Persio, a él sí que le hacía falta el descanso, era una suerte que las autoridades hubieran permitido a Claudia (con ayuda de un golpe de teléfono del doctor León Lewbaum al ingeniero Fulano de Tal) que presentara a Persio como un pariente lejano y lo embarcara casi de contrabando. Pero si alguien merecía aprovechar la Lotería era Persio, inacabable corrector de pruebas en Kraft, pensionista de vagos establecimientos del oeste de la ciudad, andador noctámbulo del puerto y las calles de Flores. «Aprovechará mejor que yo este viaje insensato -pensó Claudia, mirándose las uñas-. Pobre Persio.»

El café la hizo sentirse mejor. De manera que se iba de viaje con su hijo, llevándose de paso a un antiguo amigo convertido en falso pariente. Se iba porque había ganado el premio, porque a Jorge le sentaría bien el aire de mar, porque a Persio le sentaría todavía mejor. Volvía a pensar las frases, repetía: De manera que… Tomaba un sorbo de café, distrayéndose y recomenzaba. No le era fácil entrar en lo que estaba sucediendo, lo que iba a empezar a suceder. Entre irse por tres meses o por toda la vida no había demasiada diferencia. ¿Qué más daba? No era feliz, no era desdichada, esos extremos que resisten a los cambios violentos. Su marido seguiría pagando la pensión de Jorge en cualquier parte del mundo. Para ella estaba su renta, la bolsa negra siempre servicial llegado el caso, los cheques del viajero.

– ¿Todos éstos vienen con nosotros? -dijo Jorge, regresando poco a poco del helado.

– No. Podríamos adivinar, si querés. Yo digo que va esa señora de rosa.

– ¿Te parece, che? Es muy fea.

– Bueno, no la llevamos. Ahora vos.

– Esos señores de la mesa de allá, con esa señorita.

– Puede muy bien ser. Parecen simpáticos. ¿Trajiste un pañuelo?

– Sí, mamá. Mamá, ¿el barco es grande?

– Supongo. Es un barco especial, parece.

– ¿Nadie lo ha visto?

– Tal vez, pero no es un barco conocido.

– Será feo, entonces -dijo melancólicamente Jorge-. A los lindos se los conoce de lejos. ¡Persio, Persio! Mamá, ahí está Persio.

– Persio puntual -dijo Claudia-. Es para creer que la Lotería está corrompiendo las costumbres.

– ¡Persio, aquí! ¿Qué me trajiste, Persio?

– Noticias del astro -dijo Persio, y Jorge lo miró feliz, y esperó.

V

El alumno Felipe Trejo se interesaba mucho por el ambiente de la mesa de al lado.

– Vos te das cuenta -le dijo al padre, que se secaba el sudor con la mayor elegancia posible-. Seguro que parte de estos puntos suben con nosotros.

– ¿No podes hablar bien, Felipe? -se quejó la señora de Trejo-. Este chico, cuándo aprenderá modales.

La Beba Trejo discutía problemas de maquillaje con un espejito de Eibar que usaba de paso como periscopio.

– Bueno, esos cosos -consintió Felipe-. ¿Vos te das cuenta? Pero si son del Abasto.

– No creo que viajen todos -dijo la señora de Trejo-. Probablemente esa pareja que preside la mesa y la señora que debe ser la madre de la chica.

– Son vulgarísimos -dijo la Beba.

– Son vulgarísimos -remedó Felipe.

– No seas estúpido.

– Mírenla, la duquesa de Windsor. La misma cara, además.

– Vamos, chicos -dijo la señora de Trejo.

Felipe tenía ia gozosa conciencia de su repentina importancia, y la usaba con cautela para no quemarla. A su hermana, sobre todo, había que meterla en vereda y cobrarse todas las que le había hecho antes de sacarse el premio.

– En las otras mesas hay gente que parece bien -dijo la señora de Trejo.

– Gente bien vestida -dijo el señor Trejo.

«Son mis invitados -pensó Felipe y hubiera gritado de alegría-. El viejo, la vieja y esta mierda. Hago lo que quiero, ahora.» Se dio vuelta hacia los de la otra mesa y esperó que alguno lo mil ara.

– ¿Por casualidad ustedes hacen el viaje? -preguntó a un morocho de camisa a rayas.

– Yo no, mocito -dijo el morocho-. El joven aquí con la mamá, y la señorita con la mamá también.

– ¡Ah! Ustedes los vinieron a despedir.

– Eso. ¿Usted viaja?

– Sí, con la tamilia.

– Tiene suerte, joven.

– Qué le va a hacer -dijo Felipe-. A lo mejor usted se liga la que viene.

– Claro. Es así.

– Seguro.

VI

– Además te traigo novedades del octopato -dijo Persio.

Jorge se puso de codos en la mesa.

– ¿Lo encontraste debajo de la cama o en la banadera? -preguntó.

– Trepado en la máquina de escribir -dijo Persio-. Qué te crees que hacía.

– Escribía a máquina.

– Qué chico inteligente -dijo Persio a Claudia-. Claro que escribía a máquina. Aquí tengo el papel, te voy a leer una parte. Dice: «Se va de viaje y me deja como una madeja vieja. Lo esperará a cada rato el pobrecito octopato.» Firmado. «El octopato, con un cariño y un reproche.»

– Pobre octopato -dijo Jorge-. ¿Qué va a comer mientras vos no estés?

– Fósforos, minas de lápiz, telegramas y una lata de sardinas.

– No la va a poder abrir -dijo Claudia.

– Oh, sí, el octopato sabe -dijo Jorge-. ¿Y el astro, Persio?

– En el astro -dijo Persio- parece que ha llovido.

– Si ha llovido -calculó Jorge- los hormigombres van a tener que subirse a las balsas. ¿Será como el diluvio o un poco menos?

Persio no estaba muy seguro, pero de todas maneras los hormigombres eran capaces de salir del paso.

– No has traído el telescopio -dijo Jorge-. ¿Cómo vamos a hacer a bordo para ver al astro?

– Telepatía astral -dijo Persio, guiñando el ojo-. Claudia, usted está cansada.

– Esa señora de blanco -dijo Claudia- contestaría que es la humedad. Bueno, Persio, aquí estamos. ¿Qué va a pasar?

– Ah, eso… No he tenido mucho tiempo para estudiar la cuestión, pero ya estoy preparando el frente.

– ¿El frente?

– El frente de ataque. A una cosa, a un hecho, hay que atacarlo de mucha maneras. La gente elige casi siempre una sola manera y sólo consigue resultados a medias. Yo preparo siempre mi frente y después sincretizo los resultados.

– Comprendo -dijo Claudia con un tono que la desmentía.

– Hay que trabajar en push-putl -dijo Persio-. No sé si me explico. Algunas cosas están domo en el camino y hay que empujarlas para ver lo que pasa más allá. Las mujeres, por ejemplo, con perdón del niño. Pero a otras hay que agarrarlas por la manija y tirar. Ese mozo Dalí sabe lo que hace (a lo mejor no lo sabe, pero es lo mismo) cuando pinta un cuerpo lleno de cajones. A mí me parece que muchas cosas tienen manija. Fíjese por ejemplo en las imágenes poéticas. Si uno las mira desde fuera, no ve más que el sentido abierto, aunque a veces sea muy hermético. ¿Usted se queda satisfecha con el sentido abierto? No, señor. Hay que tirar de la manija, caerse dentro del cajón. Tirar es apropiarse, apropincuarse, propasarse.

– Ah -dijo Claudia, haciendo una seña discreta a Jorge para que se sonara.