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– Sí, sí -dijo Raúl-. Todo en radiante tecnicolor.

López escuchaba a Paula con una sonrisa entre divertida e irónica; le hacía gracia, pero una gracia agridulce solamente. Nora trataba de entender, desconcertada, hasta que acabó por meter los ojos en la taza de café y no los sacó de ahí por un buen rato.

– En fin, en fin -dijo López-. El libre juego de las opiniones es uno de los beneficios de la democracia. Yo, de todas maneras, suscribo el robusto epíteto que ha empleado Raúl hace un momento. Y ya veremos qué pasa.

– No pasará nada, eso es ló malo para ustedes -dijo Paula-. Se van a quedar sin su juguete, y el viaje les va a resultar horriblemente aburrido cuando nos dejen pasar a popa uno de estos días. Hablando de lo cual yo me voy a ver las estrellas, que han de estar de lo más fosforescentes.

Se levantó sin mirar a nadie en particular. Empezaba a aburrirse de un juego demasiado fácil, y la fastidiaba que López no la hubiera ayudado en pro o en contra. Sabía que él no veía el momento de seguirla, pero que no se movería de 5a mesa hasta más tarde. Y sabía algo más que iba a ocurrir y empezaba otra vez a divertirse, sobre todo porque Raúl se daría cuenta y las cosas eran siempre más divertidas cuando las compartía Raúl.

– ¿No venís, vos? -dijo Paula, mirándolo.

– No, gracias. Las estrellas, esa bisutería…

Pensó: «Ahora él se va a levantar y va a decir…»

– Yo también me voy a cubierta -dijo Lucio, levantándose-. ¿Vos venís, Nora?

– No, prefiero leer un rato en la cabina. Hasta luego.

Raúl se quedó con López. López se cruzó de brazos con el aire de los verdugos en las láminas de las Mil y una Noches. El barman se puso a recoger las tazas mientras Raúl esperaba a cada instante el silbido de la cimitarra y el golpe de alguna cabeza en el piso.

Inmóvil en el punto extremo de la proa, Persio los oyó acercarse precedidos por palabras sueltas, quebradas en el viento tibio. Alzó el brazo y les mostró el cielo.

– Vean qué esplendor -dijo con entusiasmo-. Este no es el cielo de Chacarita, créanme. Allá hay siempre como un vapor mefítico, una repugnante tela aceitosa entre mis ojos y el esplendor. ¿Lo ven, lo ven? Es el dios supremo, tendido sobre el mundo, el dios lleno de ojos…

– Sí, muy hermoso -dijo Paula-. Un poco repetido, a la larga, como todo lo majestuoso y solemne. Sólo en lo pequeño hay verdadera variedad, ¿no le parece?

– Ah, en usted hablan los demonios -dijo cortésmente Persio-. La variedad es la auténtica promesa del infierno.

– Es increíble lo loco que es este tipo -murmuró Lucio cuando siguieron adelante y se perdieron en la sombra.

Paula se sentó en un rollo.de soga y pidió un cigarrillo; les llevó un buen rato encenderlo.

– Hace calor -dijo Lucio-. Curioso, hace más calor aquí que en el bar.

Se quitó el saco y su camisa blanca lo recortó claramente en la penumbra. No había nadie en ese sector de la cubierta, y la brisa zumbaba por momentos en los cables tendidos. Paula fumaba en silencio, mirando hacia el horizonte invisible. Cuando aspiraba el humo, la brasa del cigarrillo hacía crecer en la oscuridad la mancha roja de su pelo. Lucio pensaba en la cara de Nora. Pero qué sonsa, qué sonsa. Y bueno, que empezara a aprender desde ahora. Un hombre es libre, y no tiene nada de malo que salga a dar una vuelta por el puente con otra mujer. Malditas convenciones burguesas, educación de colegio de monjas, oh María madre mía y otras gansadas con flores blancas y estampas de colores. Una cosa era el cariño y otra la libertad, y si ella creía que toda la vida lo iba a tener sujeto como en esos últimos tiempos, solamente porque no se decidía a ser suya, pues entonces… Le pareció que los ojos de Paula lo estaban mirando, aunque era imposible verlos. Al bueno de Raúl no parecía importarle demasiado que su amiga se fuera sola con otro; al contrario, la había mirado con un aire divertido, como si le conociera ya los caprichos. Pocas veces había encontrado gente tan rara como ésta de a bordo. Y Nora, qué manera de quedarse con la boca abierta al escuchar las cosas que decía Paula, las palabrotas que soltaba por ahí, su manera tan inesperada de enfocar los temas. Pero por suerte, en la cuestión de la popa…

– Me alegro de que por lo menos usted haya comprendido mi punto de vista -dijo-. Está muy bien hacerse los interesantes, pero tampoco es cuestión de comprometer el éxito del viaje.

– ¿Usted cree que este viaje va a tener éxito? -dijo Paula, indiferente.

– ¿Por qué no? Depende un poco de nosotros, me parece. Si nos enemistamos con la oficialidad, pueden hacernos la vida imposible. Yo me hago respetar como cualquiera -agregó, apoyando la voz en la palabra respetar- pero tampoco es cosa de echar a perder el crucero por un capricho sonso.

– ¿Esto se llama crucero, verdad?

– Vamos, no me tome el pelo.

– Se lo pregunto de veras, esas palabras elegantes siempre me toman de sorpresa. Mire, mire, una estrella errante.

– Desee alguna cosa, rápido.

Paula deseó. Por una fracción de segundo el cielo se había trizado hacia el norte, una fina rajadura que debía haber maravillado al vigilante Persio. «Bueno m'hijito -pensó Paula-, ahora vamos a terminar con esta tontería.»

– No me tome demasiado en serio -dijo-. Probablemente no era sincera cuando tomé par tido por usted hace un rato. Era una cuestión… digamos deportiva. No me gusta que alguien esté en inferioridad, soy de las que corren a defender al más chico o al más sonso.

– Ah -dijo Lucio.

– Me burlé un poco de Raúl y los otros porque me hace mucha gracia verlos convertidos en Buffalo Bill y sus camaradas; pero bien podría ser que tuvieran razón.

– Qué van a tener -dijo Lucio, fastidiado-. Yo le estaba agradecido por su intervención, pero si solamente lo hizo porque me considera un sonso…

– Oh, no sea tan literal. Además usted defiende los principios del orden y las jerarquías establecidas, cosa que en algunos casos requiere más valor de lo que suponen los iconoclastas. Para el doctor Restelli es fácil, por ejemplo, pero usted es muy joven y su actitud resulta a primera vista desagradable. No sé por qué a los jóvenes hay que imaginarlos siempre con una piedra en cada mano. Una invención de los viejos, probablemente, un buen pretexto para no soltarles la polis ni a tiros.

– ¿La polis?

– Eso, sí. Su mujer es muy mona, tiene una inocencia que me gusta. No se lo diga, las mujeres no perdonan ese género de razones.

– No la crea tan inocente. Es un poco… hay una palabra… No es timorata, pero se parece.

– Pacata.

– Eso Culpa de la educación que recibió en su casa, sin contar las monjas del cuento. Me imagino que usted no es católica.

– Oh, sí -dijo Paula-. Ferviente, además. Bautismo, primera comunión, confirmación. Todavía no he llegado a la mujer adúltera ni a la saman tana, pero si Dios me da salud y tiempo…

– Ya me parecía -dijo Lucio, que no había comprendido demasiado bien-. Yo, claro, tengo ideas muy liberales sobre esas cosas. No que sea un ateo, pero eso sí, religioso no soy. He leído muchas obras y creo que la Iglesia es un mal para la humanidad. ¿A usted le parece concebible que en el siglo de los satélites artificiales haya un Papa en Roma?

– En todo caso no es artificial -dijo Paula- y eso siempre es algo.

– Me refiero a… Siempre estoy discutiendo con Nora sobre lo mismo, y al final la voy a convencer. Ya me ha aceptado algunas cosas… -se interrumpió, con la desagradable sospecha de que Paula estaba leyendo en su pensamiento. Pero después de todo le convenía más franquearse, nunca se podía saber con una muchacha tan liberal-. Si me promete no decirlo por ahí, le voy a hacer una confidencia muy íntima.

– Ya lo sé -dijo Paula, sorprendida de su propia seguridad-. No hay libreta de matrimonio.

– ¿Quién se lo dijo? Pero si nadie…

– Usted, vamos. Los jóvenes socialistas empiezan siempre por convencer a las católicas, y terminan convencidos por ellas. No se preocupe, seré discreta. Oiga, y cásese con esa chica.

– Sí, claro. Pero ya soy grandecito para consejos.

– Qué va a ser grandecito -lo provocó Paula-. Usted es un chiquilín simpático y nada más.

Lucio se acercó, entre fastidiado y contento. Ya que le daba la chance, ya que lo estaba desafiando asi, de puro compadrona, le iba a enseñar a hacerse la intelectual.