– Como está tan oscuro -observó Paula-, uno no sabe a veces dónde apoya las manos. Le aconsejo que las traslade a los bolsillos.
– Vamos, tontita -dijo él, ciñéndole la cintura-. Abrigúeme, que tengo frío.
– Ah, el estilo de novela norteamericana. ¿Así conquistó a su mujer?
– No, así no -dijo Lucio, tratando de besarla-. Así, y así. Vamos, no seas mala, no comprendes que…
Paula se zafó del abrazo y saltó del rollo de cuerdas.
– Pobre chica -dijo, echando a andar hacia la escalerilla-. Pobreeita, empieza a darme verdadera lástima.
Lucio la siguió, rabioso al darse cuenta de que don Galo circulaba por ahí, extraño hipogrifo a la luz de las estrellas, forma múltiple y única en la que el chófer, la silla y él mismo asumían proporciones inquietantes. Paula suspiró.
– Ya sé lo que voy a hacer -dijo-. Seré testigo del casamiento de ustedes, y hasta les regalaré un centro de mesa. He visto uno en el bazar Dos Mundos…
– ¿Está enojada? -dijo Lucio, renunciando rápidamente al tuteo-. Paula… seamos amigos, ¿eh? -O sea que no tengo que decir nada, ¿verdad?
– ¿Qué me importa lo que diga? Más le va a importar a Raúl, si vamos al caso.
– ¿Raúl? Haga la prueba, si quiere. Si no le digo nada a Nora es porque me da la gana y no por miedo. Vaya a tomar su Toddy -agregó, repentinamente furjosa-. Saludos a Juan B. Justo.
E
Así como es maravilloso que el contenido de un tintero pueda haberse convertido en El mundo como voluntad y representación, o que el roce de una papila cutánea contra un reseco y tirante cilindro de tripa urda en él espacio el primer polígono de un movimiento fugado, asi la meditación, tinta secreta y uña sutil percutiendo el tenso pergamino de la noche, acaba por invadir y desentrañar la materia opaca que rodea su hueco de sedientos bordes. A esa hora alta de una proa marina, los atisbos inconexos resbalan en la precaria superficie de la conciencia, buscan encarnarse y para ello sobornan la palabra que los volverá concretos en esa conciencia desconcertada, surgen como retazos de frases, desinencias y casos contradictoriamente sucediéndose en mitad de un torbellino que crece alimentado por la esperanza, el terror y lá alegría. Servidos o malogrados por tas radiaciones sentimentales que más son de la piel y las visceras que de las finas antenas aplastadas por tanta bajeza, los atisbos de un más allá espacial, de lo que empieza donde acaba la uña, la palabra uña y la cosa uña, se baten despiadados con los canales conformantes y los moldes de plástico y vinylite de la conciencia estupefacta y furiosa, buscan el acceso directo que sea estampido, grito de alarma o suicidio por gas de alumbrado, acosan a quien los acosa, a Persio apoyado con las dos manos en la borda, envuelto en estrellas, jaqueca y vino nebiolo. Harto de luz, de día, de caras parecidas a la suya, de diálogos premasticados, semejante a un parvo súmero frente a la sacralidad aterradora de la noche y los astros, pegada la calva a la bóveda que empieza y se destruye a cada instante en el pensamiento, lucha Persio con un viento de frente que no influye siquiera en el vistoso anemómetro instalado sobre el puente de mando. Entreabierta la boca para recibirlo y saborearlo, quién puede decir si no es el soplo entrecortado de sus pulmones que engendra ese viento que corre por su cuerpo como un desborde de ciervos acorralados. En la absoluta soledad de la proa que los inaudibles ronquidos de los durmientes en sus cabinas transforma en un mundo cimerio, en la insobrevivible región del noroeste, enhiesta Persio su precaria estatura con el gesto del sacrificio personal, el mascarón tallado en la madera de los dragones de Eric, la libación de sangre de lémur salpicada en las espumas. Débilmente ha oído resonar la guitarra en los cables del navio, la uña gigantesca del espacio impone un primer sonido casi inmediatamente sofocado por la vulgaridad del oleaje y el viento. Ún mar maldito a fuerza de monotonía y pobreza, una inmensa vaca gelatinosa y verde ciñe la nave que la viola empecinada en una lucha sin término entre la verga de hierro y la viscosa vulva que se estremece a cada espumarajo. Momentáneamente por encima de esa inane cópula tabernaria, la guitarra del espacio deja caer en Persio su llamado exasperante. Inseguro de su oído, cerrados los ojos, sabe Persio que sólo el vocabulario balbuceado, el lujo incierto de las grandes palabras cargadas como las águilas con la presa real, replicarán por fin en su más adentro, en su más pecho y su más entendimiento, la resonancia insoportable de las cuerdas. Menudo e incauto, moviéndose como una mosca sobre superficies imposiblemente abarcables, la mente y los labios tantean en la boca de la noche, en la uña del espacio, colocan con las pálidas manos del mosaísta los fragmentos azules, áureos y verdes de escarabajo en los contornos demasiado tenues de ese dibujo musical que nace en torno. De pronto una palabra, un sustantivo redondo y pesado, pero no siempre el trozo muerde en el mortero, a mitad de la estructura se derrumba con un chirrido de caracol entre las llamas, Persio baja la cabeza y deja de entender, ya casi no entiende que no ha entendido; puro su fervor es como la música que en el aire de la memoria se sostiene sin esfuerzo, otra vez entorna los labios, cierra los ojos y osa proferir una nueva palabra, luego otra y otra, sosteniéndolas con un aliento que los pulmones no explicarían. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos que ciegan a Persio, bruscos arrimos de los que su ansiedad retrocede igual que si pretendieran meterle la cara en una calabaza llena de escolopendras; aferrado a la borda como si hasta su cuerpo estuviera en el límite de una horrenda alegría o de un jubiloso horror, puesto que nada de lo sometido a reflejos condicionados sobrevive en ese momento, persiste en suscitar y acoger las entrevisiones que caen deshechas y desfiguradas sobre él, mueve torpemente los hombros en medio de una nube de murciélagos, de trozos de ópera, de pasajes de galeras en cuerpo ocho, de fragmentos de tranvías con anuncios de comerciantes al por menor, de verbos a los que falta un contexto para cuajar. Lo trivial, el pasado podrido e inútil, el futuro conjeturado e ilusorio se amalgaman en un solo pudding grasiento y maloliente que le aplasta la lengua y le llena de amargo sarro las encías. Quisiera abrir los brazos en un gesto patibulario, deshacer de un solo golpe y un solo grito esa lastimosa pululación que se destruye a ‹í misma en un retorcido y encontrado final de lucha grecorromana. Sabe que en un momento cualquiera un suspiro escapará de su cotidianeidad, pulverizándolo todo con una babosa admisión de imposible, y que el empleado en vacaciones dirá: «Ya es tarde, en la cabina hay luz, las sábanas son de hilo, el bar está abierto», y agregará quizá la más abominable de las renunciaciones: «Mañana será otro día», y sus dedos se hunden en él hierro de la borda, lo pegan de tal modo a la piel que la sobrevivencia de la dermis y la epidermis pasa ya de lo providencial. Al borde -y esa palabra vuelve y vuelve, todo es borde y cesará de serlo en cualquier momento-, al borde Persio, al borde barco, al borde presente, al borde borde: resistir, quedarse todavía, ofrecerse para tomar, destruirse como conciencia para ser a la vez la presa y el cazador, el encuentro anulador de toda oposición, la luz que se ilumina a sí misma, la guitarra que es la oreja que se escucha. Y como ha bajado la cabeza, perdidas las fuerzas, y siente que la desgracia como una sopa tibia o una gran mancha trepa por las solapas de su saco nuevo, la fragorosa batalla del sí y el no parece amainar, escampa el griterío que le rajaba las sienes, la contienda sigue pero se organiza ahora en un aire helado, en un cristal, jinetes de Uccello congelan la lanzada homicida, una nieve de novela rusa tiembla en un pisapapeles de copos estancados. Arriba la música también se hieratiza, una nota tensa y continua se va cargando poco a poco de sentido, acepta una segunda nota, cede su apuntación hacia la melodía para ingresar, perdiéndose, en un acorde cada vez más rico, y de esa pérdida surge una nueva música, la guitarra se desata como un pelo sobre la almohada, todas las uñas de las estrellas caen sobre la cabeza de Persio y lo desgarran en una dulcísima tortura de consumación. Cerrado a sí mismo, al barco y a la noche, disponibilidad desesperada pero que es espera pura, admisión pura, siente Persio que está bajando o que la noche crece y se estira sobre él, hay un desplazamiento que lo abre como la granada madura, le ofrece por fin su propio fruto, su sangre última que es una con las formas del mar y del cielo, con las vallas del tiempo y el lugar. Por eso es él quien canta creyendo oír el canto de la inmensa guitarra, y es él quien empieza a ver más allá de sus ojos, del otro lado del mamparo, del anemómetro, de la figura de pie en la sombra violeta del puente de mando. Por eso al mismo tiempo es la atención esperanzada en su grado más extremo y también (sin que lo asombre) el reloj del bar que señala las veintitrés y cuarenta y nueve, y también (sin que le duela) el convoy 8730 que entra en la estación de Villa Azedo, y el 4121 que corre de Fontela a Figueira da Foz. Pero ha bastado un mínimo reflejo de su memoria, expresándose en el deseo involuntario de aclarar el enigma diurno, y la excentración por fin alcanzada y vivida se triza como un espejo bajo un elefante, el pisapapeles nevado cae de golpe, las olas del mar crujen encrespándose, y queda por fin la popa, el deseo diurno, la visión de la popa en Persio, que mira frente a él en la extrema proa secándose una lágrima horriblemente ardorosa que resbala por su cara. Ve la popa, solamente la popa: ya no los trenes, ya no la avenida Río Bronco, ya no la sombra del caballo de un campesino húngaro, ya no -y todo se ha agolpado en esa lágrima que le quema la mejilla, cae sobre su mano izquierda, resbala imperceptiblemente hacia el mar. Apenas si en su memoria sacudida por golpes espantosos quedan tres o cuatro imágenes de la totalidad que alcanzó a ser: dos trenes, la sombra de un caballo. Está viendo la popa y a la vez llora el todo, está entrando en una inimaginable contemplación por fin acordada, y Ilota como lloramos, sin lágrimas, al despertar de un sueño del que apenas nos quedan unos hilos entre los dedos, de oro o de plata o de sangre o de niebla, los hilos salvados de un olvido fulminante que no es olvido sino retorno a lo diurno, al aquí y ahora en que alcanzamos a persistir arañando. La popa, entonces. Eso que es ahí, la popa. ¿Juego de sombras con faroles rojos? La popa, eso ahí. Nada que recuerde nada: ni cabrestantes, ni alcázar, ni gavias, ni hombres de tripulación, ni banderín sanitario, ni gaviotas sobrevolando los estays. Pero la popa, eso ahí, eso que es Persio mirando la popa, las jaulas de monos a babor, jaulas de monos salvajes a babor, un parque de fieras sobre el escotillón de la estiba, los leones y la leona girando lentamente en el recinto aislado con alambre de púa, reflejando la luna llena en la fosforescente piel del lomo, rugiendo con recato, jamás enfermos, jamás mareados, indiferentes al parlería de los babuinos histéricos, del orangután que se rasca el trasero y se mira las uñas. Entre ellos, libres en el puente, las garzas, los flamencos, los erizos y los topos, el puerco espín, la marmota, el cerdo real y los pájaros bobos. Poco a poco se van descubriendo el ordenamiento de las jaulas y los cercos, la confusión se trueca de segundo en segundo en formas a la vez elásticas y rigurosas, semejantes a las que dan solidez y elegancia al músico de Picasso que fue de Apollinaire, en lo negro y morado y nocturno se filtran fulgores verdes y azules, redondeles amarillos, zonas perfectamente negras (el tronco, quizá la cabeza del músico), pero toda persistencia en esa analogía es ya mero recuerdo y por ende error, porque desde uno de los bordes asoma una figura fugitiva, quizá Vanth, la de enormes alas, contraseña del destino, o quizá Tuculca, el del rostro de buitre y orejas de pollino tal como otra contemplación alcanzó a figurarlo en la Tumba del Orco, a menos que en el castillo de popa se corra esa noche una mascarada de contramaestres y pilotines dados al artificio del papier maché, o que la fiebre del tifus 242 preñe el aire con el delirio del capitán Smith tirado en una litera empapada de ácido fénico y declamando salmos en inglés con acento de Newcastte. Abriéndose paso en tanta pasividad se afinca en Persio la noción de un posible circo donde osos hormigueros, payasos y ánades dancen en cubierta bajo una carpa de estrellas, y sólo a su imperfecta visión de la popa pueda atribuirse ese momentáneo deslizamiento de figuras escatológicas, de sombras de Volterra o Cerveteri confundidas con un zoo monótonamente consignado a Hamburgo. Cuando abre todavía más los ojos, fijos en el mar que la proa subdivide y recorta, el espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Con un grito se cubre la cara, lo que ha alcanzado a ver se le amontona desordenadamente en las rodillas, lo obliga a doblarse gimiendo, desconsoladamente feliz, casi como si una mano jabonosa acabara de atarle al cuello un albatros muerto.