Al principio no lo vieron, porque el llamado Orf estaba agachado detrás de una pila de bolsas vacías. Se enderezó lentamente, con un gato negro en brazos, y los mii;ó sin sorpresa pero con algún fastidio, como si no fuera hora de venir a interrumpirlo. Raúl volvió a desconcertarse ante el aspecto del pañol, que tenía algo de camarote y algo de sala de guardia. López se fijó en los mapas hipsométricos que le recordaron sus atlas de infancia, su apasionamiento por los colores y las líneas donde se reflejaba la diversidad del universo, todo eso que no era Buenos Aires.
– Se llama Orf -dijo Raúl, señalándole al marinero-. En general no habla. Hasdala -agregó amablemente, con un gesto de la mano.
– Hasdala -dijo Orf-. Les aviso que no pueden quedarse aquí.
– No es tan mudo, che -dijo López, tratando de adivinar la nacionalidad de Orf por el acento y el apellido. Llegó a la conclusión de que era más fácil considerarlo como un lípido a secas.
– Ya nos dijeron lo mismo esta tarde -observó Raúl, sentándose en un banco y sacando la pipa-. ¿Cómo sigue el capitán Smith?
– No sé -dijo Orf, dejando que el gato se bajara por la pierna del pantalón-. Sería mejor que se fueran.
No lo dijo con demasiado énfasis, y acabó sentándose en un taburete. López se había instalado en el borde de una mesa, y estudiaba en detalle los mapas. Había visto la puerta del fondo y se preguntaba si dando un salto podría llegar a abrirla antes que Orf se le cruzara en el camino. Raúl ofreció su tabaquera, y Orf aceptó. Fumaba en una vieja pipa de madera tallada, que recordaba vagamente a una sirena sin incurrir en el error de representarla en detalle.
– ¿Hace mucho que es marino? -preguntó Raúl-. A bordo del Malcolm, quiero decir.
– Dos años. Soy uno de los más nuevos.
Se levantó para encender la pipa con el fósforo que le ofrecía Raúl. En el momento en que López se bajaba de la mesa para ganar el Jado de la puerta, Orf levantó el banco y se le acercó. Raúl se enderezó a su vez porque Orf sujetaba el banco por una de las patas, y ese no era modo de sujetar un banco en circunstancias normales, pero antes de que López pudiera darse cuenta de la amenaza el marinero bajó el banco y lo plantó delante de la puerta, sentándose en él de manera que todo fue como un solo movimiento y tuvo casi el aire de una figura de ballet. López miró la puerta, metió las manos en los bolsillos y giró en dirección de Raúl.
– Orders are orders -dijo Raúl, encogiéndose de hombros-. Creo que nuestro amigo Orf es una excelente persona, pero que la amistad acaba allí donde empiezan las puertas, ¿eh, Orf?
– Ustedes insisten, insisten -dijo quejumbrosamente Orf-. No se puede pasar. Harían mucho mejor en…
Aspiró el humo con aire apreciativo.
– Muy buen tabaco, señor. ¿Usted lo compra en la Argentina este tabaco?
– En Buenos Aires lo compro este tabaco -dijo Raúl-. En Florida y Lavalle. Me cuesta un ojo de la cara, pero entiendo que el humo debe ser grato a las narices de Zeus. ¿Qué estaba por aconsejarnos, Orf?
– Nada -dijo Orf, cejijunto.
– Por nuestra amistad -dijo Raúl-. Fíjese que tenemos la intención de venir a visitarlo muy seguido, tanto a usted como a sü colega de la serpiente azul.
– Justamente, Bob… ¿Por qué no se vuelven de su lado? A mí me gusta que vengan -agregó con cierto desconsuelo-. No es por mí, pero si algo pasa…
– No va a pasar nada, Orf, eso es lo malo. Visitas y visitas, y usted con su banquito de tres patas delante de la puerta. Pero por lo menos fumaremos y usted nos hablará del kraken y del holandés errante.
Fastidiado por su fracaso, López escuchaba el diálogo sin ganas. Echó otro vistazo a los mapas, inspeccionó el gramófono portátil (había un disco de Ivor Novello) y miró a Raúl que parecía divertirse bastante y no daba señales de impaciencia. Con un esfuerzo volvió a sentarse al borde de la mesa; quizá hubiera otra posibilidad de llegar por las buenas a la puerta. Orf parecía dispuesto a hablar, aunque seguía en su actitud vigilante.
– Ustedes son pasajeros y no comprenden -dijo Orf-. Por mí no tendría ningún inconveniente en mostrarles… Pero ya bastante nos exponemos Bob y yo. Justamente, por culpa de Bob podría ocurrir que…
– ¿Sí? -dijo Raúl, alentándolo. «Es una pesadilla», pensó López. «No va a terminar ninguna de sus frases, habla como un trapo hecho jirones.»
– Ustedes son mayores y tendrían que tener cuidado con él, porque…
– ¿Con quién?
– Con el muchacho -dijo Orf-. Ese que vino antes con usted.
Raúl dejó de tamborilear sobre el borde del tabúlete.
– No entiendo -dijo-. ¿Qué pasa con el muchachito?
Orf asumió nuevamente un aire afligido y miró hacia la puerta del fondo, como si temiera que lo espiaran.
– En realidad no pasa nada -dijo-. Yo solamente digo que se lo digan… Ninguno de ustedes tiene que venir aquí -acabó, casi rabioso-. Y ahora yo me tengo que ir a dormir; ya es tarde.
– ¿Por qué no se puede pasar por esa puerta? -preguntó López-. ¿Se va a la popa por ahí?
– No, se va a… Bueno, más allá empieza. Ahí hay un camarote. No se puede pasar.
– Vamos -dijo Raúl guardando la pipa-. Tengo bastante por esta noche. Adiós, Orf, hasta pronto.
– Mejor que no vuelvan -dijo Orf-. No es por mí, pero…
En el pasillo, López se preguntó en voz alta qué sentido podían tener esas frases inconexas. Raúl, que lo seguía silbando bajo, resopló impaciente.
– Me empiezo a explicar algunas cosas -dijo-. Lo de la borrachera, por ejemplo. Ya me parecía raro que el barman le hubiera dado tanto alcohol; creí que se mareaba con una copa, pero seguro que tomó más que eso. Y el olor a tabaco… Era tabaco de lípidos, qué joder.
– El pibe habrá querido hacer lo mismo que nosotros -dijo López, amargo-. Al fin y al cabo todos buscamos lucirnos desentrañando el misterio.
– Sí, pero él corre más peligro.
– ¿Le parece? Es chico, pero no tanto.
Raúl guardó silencio. A López, ya en lo alto de la escalerilla, le llamó la atención su cara.
– Dígame una cosa: ¿Por qué no hacemos lo único que queda por hacer con estos tipos?
– ¿Sí? -dijo Raúl, distraído.
– Agarrarlos a trompadas, che. Hace un momento hubiéramos podido llegar a esa puerta.
– Tal vez, pero dudo de la eficacia del sistema, por lo menos a esta altura de las cosas. Orf parece un tipo macanudo y no me veo sujetándolo contra el suelo mientras usted abre la puerta. Qué sé yo, en el fondo no tenemos ningún motivo para proceder de esa manera.
– Sí, eso es lo malo. Hasta mañana, che.
– Hasta mañana -dijo Raúl, como si no hablara con él. López lo vio entrar en su cabina y se volvió por el pasadizo hasta el otro extremo. Se detuvo a mirar el sistema de barras de acero y engranajes, pensando que Raúl estaría en ese mismo instante contándole a Paula la inútil expedición. Podía imaginar muy bien la expresión burlona de Paula. «Ah, López estaba con vos, claro…» Y algún comentario mordaz, alguna reflexión sobre la estupidez de todos. Al mismo tiempo seguía viendo la cara de Raúl cuando había terminado de trepar la escalerilla, una cara de miedo, de preocupación que nada tenía que ver con la popa y con los lípidos. «La verdad, no me extrañaría nada -pensó-. Entonces…» Pero no había que hacerse ilusiones, aunque lo que empezaba a sospechar coincidiera con lo que había dicho Paula. «Ojalá pudiera creerlo», pensó, sintiéndose de golpe muy feliz, ansioso y feliz, esperanzadamente idiota. «Seré el mismo imbécil toda mi vida», se dijo, mirándose con aprecio en el espejo.
Paula no se burlaba de ellos; cómodamente instalada en la cama leía una novela de Massimo Bontempelli y recibió a Raúl con suficiente alegría como para que él, después de llenar un vaso de whisky, se sentara al borde de la cama y le dijera que el aire del mar empezaba a broncearla vistosamente.
– Dentro de tres días seré una diosa escandinava -dijo Paula-. Me alegro de que hayas venido porque necesitaba hablarte de literatura. Desde que nos embarcamos no hablo de literatura con vos, y esto no es vida.
– Dale -se resignó Raúl, un poco distraído-. ¿Nuevas teorías?
– No, nuevas impaciencias. Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.