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– Pero claro -dijo el Pelusa, que no estaba demasiado seguro-. Aquí vos haces lo que queros. Yo me levanto temprano porque me gusta ver el mar cuando sale el sol. Ahora tengo un ragú bárbaro. ¿Qué me decís del tiempo? ¡Hay cada bloque de agua…! Lo que no se ve todavía es la tunina, pero seguro que esta tarde las vemos. Buenos días, señora, qué tal. ¿Cómo anda el pibe, señora?

– Todavía duerme -dijo la señora de Trejo, nada segura de que la palabra pibe le quedara bien a Felipe-. El pobre pasó una noche muy inquieta según acaba de decirme mi esposo.

– Se quemó demasiado -dijo el Pelusa con aire entendido-. Yo le previne dos o tres veces, mira pibe que tengo experiencia, yo sé lo que te digo, no te hagas el loco el primer día… Pero qué le va a hacer. Y bueno, así aprenderá. Mire, cuando yo estaba adentro…

Doña Rosita cortó la inminente evocación de la vida de cuartel, proclamando la necesidad de subir al bar porque en el pasillo se sentía más el balanceo. Bastó esto para que la señora de Trejo empezara a notar que tenía un estómago. Ella no tomaría nada más que una taza de café negro, el doctor Viñas le había dicho que era lo mejor en caso de mar picado. Doña Pepa creía en cambio que una buena dosis de pan con manteca asienta el café con leche, pero eso sí, sin dulce, porque el dulce contiene azúcar y eso espesa la sangre, que es lo peor para el mareo. El señor Trejo, incorporado al grupo, creyó encontrar algún fundamento científico en la teoría, pero don Galo, que emergía de la escalerilla como un ludión vivamente proyectado por las férreas manos del chófer, manifestó sensible tendencia a despacharse un plato de panceta con huevos fritos. Otros pasajeros llegaban al bar, López se detuvo a leer un cartel donde se confirmaba el funcionamiento de la peluquería para damas y caballeros, y se especificaban los horarios. La Beba hizo una de sus entradas al ralenti, con detención en el último peldaño y lánguido oteo del ambiente, luego se vio entrar a Persio vestido con camisa azul y pantalones crema demasiado grandes para él, y el bar se llenó de charlas y de buenos olores. Ya en su segundo cigarrillo, Medrano se asomó un momento para ver si estaba ahí Claudia. Inquieto, volvió a bajar y llamó en la cabina.

– Soy el colmo de la indiscreción, pero se me ocurrió que quizá Jorge no seguía bien y que les hacía falta algo.

Envuelta en una bata roja, Claudia parecía más joven. Le tendió la mano sin que ninguno de los dos comprendiera demasiado bien la necesidad de ese saludo formal.

– Gracias por venir. Jorge está mucho mejor y durmió muy bien toda la noche. Esta mañana preguntó si usted lo había acompañado mucho rato… Pero mejor que él mismo dirija los interrogatorios.

– Por fin llegás -dijo Jorge, que lo tuteaba con toda naturalidad-. Anoche prometiste contarme uña aventura de Davy Crockett, no te olvides.

Medrano prometió que más tarde le contaría alucinantes aventuras de los héroes de las praderas.

– Pero ahora me voy a desayunar, che. Tu mamá tiene qua vestirse y vos también. Nos encontramos en cubierta, hace una mañana estupenda.

– Ya está -dijo Jorge-. Che, cómo charlaban anoche.

– ¿Nos oíste?

– Claro, pero también soñé con cosas del astro. ¿Vos sabías que Persio y yo tenemos un astro?

– Un poco copiado de Saint-Exupéry -le confió Claudia-. Encantador, por lo demás, y lleno de descubrimientos sensacionales.

Mientras se volvía al bar, Medrano pensó que el intervalo de la noche había cambiado misteriosamente el rostro de Claudia. Se había despedido de él con una expresión en la que había cansancio y desazón, como si todo lo que él le había confiado le hubiera hecho daño. Y las palabras con que había comentado su confidencia -pocas, quizá desganadas, casi todas duras y afiladas- habían sido la contraparte de su cara amarga, rendida por una fatiga repentina que no era solamente física. Lo había maltratado sin dureza pero sin lástima, pagándole sinceridad con sinceridad. Ahora volvía a encontrar a la Claudia diurna, a la madre del leoncito. «No es de las que arrastran la melancolía -pensó agradecido-. Y yo tampoco, aunque el bueno de López, en cambio…» Porque López dijo que estaba muy bien, pero que en realidad no había dormido mucho.

– ¿Usted se va a hacer cortar el pelo? -preguntó-. En ese caso vamos juntos y podemos charlar mientras esperamos. Yo creo que las peluquerías, che, son una institución que hay que cultivar.

– Lástima que no haya salón de lustrar -dijo Medrano, divertido.

– Lástima, sí. Mírelo a Restelli, qué cafisho se ha venido.

Bajo el cuello abierto de su camisa de sport, el pañuelo rojo con pintas blancas le quedaba muy bien al doctor Restelli. La rápida y decidida amistad entre él y don Galo se cimentaba con frecuentes consultas a una lista que perfeccionaban con ayuda de un lápiz prestado por el barman.

López empezó a contar su expedición de la noche, con la advertencia de que no había mucho que contar.

– El resultado es que uno se queda con un humor de perros y con ganas de agarrar a patadas a todos los lípidos o como se llamen esos tipos.

– Me pregunto si no estaremos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Lo pienso como una escalera a dos puntas, es decir que me fastidia perder el tiempo en averiguaciones inútiles, y también me parece que quedarnos así es malgastar los días. Hasta ahora hay que admitir que los partidarios del statu qua se lucen más que nosotros.

– Pero usted no cree que tengan razón.

– No, analizo la situación, nada más. Personalmente me gustaría seguir buscando un paso, pero no veo otra salida que la violencia y no me gustaría malograrles el viaje a los demás, máxime cuando parecen pasarlo bastante bien.

– Mientras sigamos reduciéndolo todo a problemas… -dijo López con aire despechado-. En realidad yo me levanté de mal humor y la bronca busca destaparse por donde puede. Ahora ¿por qué me levanté de mal humor? Misterio, cosas del hígado.

Pero no era el hígado, a menos que el hígado tuviera el pelo rojo. Y sin embargo se había acostado contento, seguro de que algo iba a definirse y que no le sería desfavorable. «Pero uno está triste lo mismo», se dijo, mirando lúgubremente su taza vacía.

– Ese muchacho Lucio, ¿se ha casado hace mucho? -preguntó antes de tener tiempo de pensar la pregunta.

Medrano se quedó mirándolo. A López le pareció que vacilaba.

– Bueno, a usted no me gustaría mentirle, pero tampoco quisiera que esto se sepa. Supongo que oficialmente se presentan como recién casados, pero todavía les falta la pequeña ceremonia que se oficia en un despacho fragante de tinta y cuero viejo. Lucio no tuvo inconveniente en decírmelo en Buenos Aires, a veces nos tropezamos en el club universitario. Coincidencias de la calistenia.

– La verdad que la cosa no me interesa demasiado -dijo López-. Por supuesto guardaré el secreto para inconsciente martirio de las señoras de a bordo, pero nada me. sorprendería que su fino olfato… Mire, ya hay una que empieza a marearse.

Con un gesto en el que la torpeza se aliaba a una fuerza considerable, el Pelusa tomó del brazo a su madre y empezó a remolcarla hacia la escalerilla de salida.

– Un poco de aire fresco y se te pasa en seguida, mama. Che Nelly, vos prepara la reposera en un sitio que no haga viento. ¿Por qué comiste tanto pan con dulce? Yo te dije, acordate.

Con un aire levemente conspirador, don Galo y el doctor Restelli hicieron señas a Medrano y a López. La lista que tenían en la mano ocupaba ya varios renglones.