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– Bueno, ya te bañarás esta tarde. Anoche no estabas muy bien, y ya oíste que el agua está helada.

– Está solamente fría -dijo Jorge, que amaba la precisión en ciertos casos-. Mamá se pasa la vida mandándome a bañar cuando no tengo ganas, y… y…

– Y viceversa.

– Eso ¿Vos no te bañás, Persio lunático?

– Oh, no -dijo Persio, que estrechaba calurosamente la mano de Medrano-. Soy demasiado sedentario y además una vez tragué tanta agua que estuve sin poder hablar más de cuarenta y ocho horas.

– Vos estás macaneando -sentenció Jorge, nada convencido-. Medrano, ¿viste al glúcido ahí arriba?

– No. ¿En el puente de mando? Si nunca hay nadie.

– Yo lo vi, che. Cuando salí a la cubierta hace un rato. Estaba ahí, mirá, justamente entre esos dos vidrios; seguro que manejaba el timón.

– Curioso -dijo Claudia-. Cuando Jorge me avisó ya era tarde y no vi a nadie. Uno se pregunta cómo dirigen este barco.

– No es forzosamente necesario que estén pegados a los vidrios -dijo Medrano-. El puente es muy profundo, me imagino, y se instalarán en el fondo o delante de la mesa de mapas… -sospechó que nadie le hacía demasiado caso-. De todos modos tuviste suerte, porque lo que es yo…

– La primera noche el capitán veló ahí hasta muy tarde -dijo Persio.

– ¿Cómo sabés que era el capitán, Persio lunático?

– Se nota, es una especie de aura. Decime: ¿cómo era el glúcido que viste?

– Petiso y vestido de blanco como todos, con una gorra como todos, y unas manos con pelos negros como todos.

– No me vas a decir que le viste los pelos desde aquí.

– No -admitió Jorge-, pero por lo petiso se notaba que tenía pelos en las manos.

Persio se tomó el mentón con dos dedos, y apoyó el codo en otros dos.

– Curioso, muy curioso -dijo, mirando a Claudia-. Uno se pregunta si realmente vio a un oficial, o si el ojo interior… Como cuando habla en sueños, o echa las cartas. Catalizador, esa es la palabra, un verdadero pararrayos. Sí, uno se pregunta -agregó, perdiéndose en sus pensamientos.

– Yo lo vi, che -murmuró Jorge un poco ofendido-. ¿Qué tiene de raro, a la final?

– No se dice a la final.

– A la que tanto, entonces.

– Tampoco se dice a la que tanto -dijo Claudia, riéndose. Pero Medrano no tenía ganas de reírse.

– Esto ya joroba demasiado -le dijo a Claudia cuando Peisio se llevó a Jorge para explicarle el misterio de las olas-. ¿No es ridículo que estemos reducidos a una zona que llamamos cubierta cuando en realidad está por completo descubierta? No me dirá que esas pobres lonas que han instalado los finlandeses serán una protección en caso de temporal. Es decir que si empieza a llover, o cuando haga frío en el estrecho de Magallanes, tendremos que pasarnos el día en el bar o en las cabinas… Caramba, esto es más un transporte de tropas o un barco negrero que otra cosa. Hay que ser como Lucio para no verlo.

– De acuerdo -dijo Claudia, acercándose a la borda-. Pero como hay un sol tan hermoso, aunque Persio diga que en el fondo es negro, nos despreocupamos.

– Sí, pero cómo se parece eso a lo que hacemos en tantos otros terrenos -dijo Medrano en voz baja-. Desde anoche tengo la sensación de que lo que me ocurre de fuera a dentro, por decirlo así, no es esencialmente distinto de lo que soy yo de dentro a fuera. No me explico bien, temo caer en una, pura analogía, esas analogías que el bueno de Persio maneja para su deleite. Es un poco…

– Es un poco usted y un poco yo, ¿verdad?

– Sí, y un poco el resto, cualquier elemento o parte del resto. Tendría que plantearlo con mayor claridad, pero siento como si pensarlo fuera la mejor manera de perder el rastro… Todo esto es tan vago y tan insignificante. Vea, hace un momento yo estaba perfectamente bien (dentro de la sencillez del conjunto, como decía un cómico de la radio). Bastó que Jorge contara que había visto a un glúcido en el puente de mando para que todo se fuera al diablo. ¿Qué relación puede haber entre eso y…? Pero es una pregunta retórica, Claudia; sospecho la relación, y la relación es que no hay ninguna relación porque todo es una y la misma cosa.

– Dentro de la sencillez del conjunto -dijo Claudia, tomándolo del brazo y atrayéndolo imperceptiblemente hacia ella-. Mi pobre Gabriel, desde ayer usted se está haciendo una mala sangre terrible. Pero no era para eso que nos embarcamos en el Malcolm.

– No -dijo Medrano, entornando los ojos para sentir mejor la suave presión de la mano de Claudia-. Claro que no era para eso.

– ¿Jantzen? -preguntó Raúl.

– No, El Coloso -dijo López, y soltaron la carcajada.

A Raúl le hacía gracia además encontrárselo a López en el pasillo de estribor, siendo que su cabina quedaba del otro lado. «Hace la ronda, el pobre, da un rodeo cada vez por si se produce un encuentro casual, etcétera. ¡Oh, centinela enamorado, pervigilium veneris! Este muchacho merecería un slip de mejor calidad, realmente…»

– Espere un segundo -dijo, no sabiendo si debía encomiarse por su compasión-. El torbellino atómico se disponía a seguirme, pero naturalmente se habrá olvidado el rouge o las zapatillas en algún rincón.

– Ah, bueno -dijo López, fingiendo indiferencia.

Empezaron a charlar, apoyados en el tabique del pasillo. Pasó Lucio, también en traje de baño, los saludó y siguió de largo.

– ¿Cómo va ese ánimo para las nuevas puntas de lanza y las ofensivas de los comandos? -dijo Raúl.

– No demasiado bien, che; después del fiasco de anoche… Pero supongo que habrá que seguir adelante. A menos que el pibe Trejo nos gane de mano…

– Lo dudo -dijo Raúl, mirándolo de reojo-. Si a cada viaje se pesca una curda como la de ayer… No se puede bajar al Hades sin un alma bien templada; así lo enseñan las buenas mitologías.

– Pobre pibe, seguro que se quiso desquitar -dijo López.

– ¿Desquitar?

– Bueno, ayer lo dejamos de lado y supongo que no le gustó. Yo lo conozco un poco, ya sabe que enseño en su colegio; no creo que tenga un carácter fácil. A esa edad todos quieren ser hombres y tienen razón, sólo que los medios y las oportunidades les juegan sucio vuelta a vuelta.

«¿Por qué diablos me estás hablando de él? -se dijo Raúl, mientras asentía con aire comprensivo-. Tenes mucho olfato, vos, las ves todas debajo del agua, y además sos un tipo macanudo.» Se inclinó solemnemente ante Paula que abría la puerta de la cabina, y volvió a mirar a López que no se sentía muy cómodo en traje de baño. Paula se había puesto una malla negra bastante austera, en total desacuerdo con la bikini del día anterior.

– Buenos días, López -dijo livianamente-. ¿Vos también te tiras al agua, Raúl? Pero no vamos a caber ahí adentro.

– Moriremos como héroes -dijo Raúl, encabezando la marcha-. Madre mía, ya están ahí los boquenses, lo único que falta es que ahora se tire don Galo con silla y todo.

Por la escalera de babor se asomaba Felipe, seguido de la Beba que se instaló elegantemente en la barandilla para dominar la piscina y la cubierta. Saludaron a Felipe agitando la mano, y él devolvió el saludo con alguna timidez, preguntándose cuáles habrían sido los comentarios a bordo sobre su rara descompostura. Pero cuando Paula y Raúl lo recibieron charlando y riendo, y se tiraron al agua seguidos de López y de Lucio, recobró la seguridad y se puso a jugar con ellos. El agua de la piscina se llevó los últimos restos de la resaca.

– Parece que estás mejor -le dijo Raúl.

– Seguro, ya se me pasó todo.

– Ojo con el sol, hoy va a estar fuerte de nuevo. Tenes muy quemados los hombros.

– Bah, no es nada.

– ¿Te hizo bien la pomada?

– Sí, creo que sí -dijo Felipe-. Qué lío, anoche. Discúlpeme, mire que descomponerme en su camarote… Me daba calor, pero qué iba a hacer.

– Vamos, no fue nada -dijo Raúl-. A cualquiera le puede pasar. Yo una vez le vomité en una alfombra a mi tía Magda, que en paz no descanse; muchos dijeron que la alfombra había quedado mejor que antes, pero te advierto que tía Magda no era popular en la familia.

Felipe sonrió, sin entender demasiado. Estaba contento de que fueran de nuevo amigos, era el único con quien se podía hablar en el barco. Lástima que Paula estuviera con él y no con Medrano o López. Tenía ganas de seguir charlando con Raúl, y a la vez veía las piernas de Paula que colgaban al borde de la piscina y se moría por ir a sentarse a su lado y averiguar lo que pensaba sobre su enfermedad.