– Hoy probé la pipa -dijo torpemente-. Es estupenda, y el tabaco…
– Mejor que el que fumaste anoche, espero -dijo Raúl.
– ¿Anoche? Ah, usted quiere decir…
Nadie podía oírlos, los Presutti evolucionaban entre grandes exclamaciones en el otro extremo de la piscina. Raúl se acercó a Felipe, acorralado contra la tela encerada.
– ¿Por qué fuiste solo? Entendés, no es que no puedas ir adonde te dé la gana. Pero me sospecho que allá abajo no es muy seguro.
– ¿Y qué me puede pasar?
– Probablemente nada. ¿Con quiénes te encontraste?
– Con… -iba a decir «Bob», pero se tragó la palabra-. Con uno de los tipos.
– ¿Cuál, el más chico? -preguntó Raúl, que sabía muy bien.
– Sí, con ése.
Lucio se les acercó, salpicándolos. Raúl hizo un gesto que Felipe no entendió bien y se hundió de espaldas, nadando hacia el otro extremo donde Atilio y la Nelly emergían entusiastas. Dijo alguna cosa amable a la Nelly, que lo admiraba temerosamente, y entre él y el Pelusa se pusieron a enseñarle la plancha. Felipe lo miró un momento, contestó sin ganas a algo que decía Lucio, y acabó encaramándose junto a Paula que tenía los ojos cerrados contra el sol.
– Adivine quién soy.
– Por la voz, un muchacho muy buen mozo -dijo Paula-. Espero que no se llame Alejandro, porque el sol está estupendo.
– ¿Alejandro? -dijo el alumno Trejo, cero en varios bimestres de historia griega.
– Sí, Alejandro, Iskandar, Aleixandre, como le guste. Hola, Felipe. Pero claro, usted es el papá de Alejandro. ¡Raúl, tenes que venir a oír esto, es maravilloso! Sólo falta que ahora aparezca un mozo y nos ofrezca una macedonia de frutas.
Felipe dejó pasar la racha ininteligible, para lo cual se organizó el jopo con un peine de nylon que extrajo del bolsillo del slip. Estirándose, se entregó a la primera caricia de un sol todavía no demasiado fuerte.
– ¿Ya se le pasó la mona? -preguntó Paula, cerrando otra vez los ojos.
– ¿Qué mona? Me hizo mal el sol -dijo Felipe, sobresaltado-. Aquí todo el mundo piensa que me tomé un litro de whisky. Mire, una vez en una comida con los muchachos, cuando terminamos cuarto año… -la evocación incluía diversas descripciones de jóvenes debajo de las mesas del restaurante Electra, pero Felipe invicto llegando a su casa a las tres de la mañana y eso que había empezado con dos cinzanos y bitter, después el nebiolo y un licor dulce que no sabía cómo se llamaba.
– ¡Qué aguante! -dijo Paula-. ¿Y por qué esta vez le hizo mal?
– Pero si no fue el drogui, no le digo, yo creo que me quedé demasiado por la tarde. Usted también está bastante quemada -agregó, buscando una salida-. Le queda muy bien, tiene unos hombros lindísimos.
– ¿De verdad?
– Sí, preciosos. Ya se lo habrán dicho muchas veces, me imagino.
«Pobrecito -pensaba Paula, sin abrir los ojos-. Pobrecito.» Y no lo decía por Felipe. Medía el precio que alguien tendría que pagar por un sueño, una vez más alguien moriría en Venecia y seguiría viviendo después de la muerte, a sadder but not a wiser man… Pensar que hasta un niño como Jorge ya hubiera encontrado montones de cosas divertidas y hasta sutiles que decir. Pero no, el jopo y la petulancia y se acabó… «Por eso parecen estatuas, lo que pasa es que lo son de veras, por fuera y por dentro.» Adivinaba lo que debía estar imaginándose López, solo y enfurruñado. Ya era tiempo de firmar el armisticio con Jamaica John, el pobre estaría convencido de que Felipe le decía cosas incitantes y que ella escuchaba cada vez más complacida los galanteos («es más una galantina que un galanteo») del pequeño Trejo. «¿Qué pasaría si me lo llevara a la cama? Ruboroso como un cangrejo sin saber dónde meterse… Sí, dónde meterse lo sabría seguramente, pero antes y después es decir lo verdaderamente importante… Pobrecito, habría que enseñarle todo… pero si es extraordinario, el chico de Le Blé en Herbe también se llamaba Felipe… Ah, no esto ya es demasiado. Tengo que contárselo a Jamaica John apenas se le pasen las ganas de retorcerme el pescuezo…»
Jamaica John se miraba los pelos de las pantorrillas. Sin alzar demasiado la voz hubiera podido hablar con Paula, ahora que los Presutti salían del agua y se hacía un silencio cortado por la risa lejana de lorge. En cambio le pidió un cigarrillo a Medrano y se puso a fumar con los ojos fijos en el agua, donde una nube hacía desesperados esfuerzos por no perder su forma de pera Williams. Acababa de acordarse de un fragmento de sueño que había tenido hacia la madrugada y que debía influir en su estado de ánimo. De cuando en cuando le ocurría soñar cosas parecidas; esta vez entraba en juego un amigo suyo a quien nombraban ministro, y él asistía a la ceremonia del juramento. Todo estaba muy bien y su amigo era un muchacho formidable, pero lo mismo se había sentido vagamente infeliz, como si cualquiera pudiera ser ministro menos él. Otras veces soñaba con el matrimonio de ese mismo ami go, uno de esos braguetazos que lo embarcan a uno en yates, Orient Express y Superconstellations; en todos los casos el despertar era penoso, hasta que la ducha ponía orden en la realidad. «Pero yo no tengo ningún sentimiento de inferioridad -se dijo-. Dormido, en cambio, soy un pobie infeliz.» Honestamente procuraba interro garse: ¿no estaba satisfecho de su vida, no le bastaba su trabajo, su casa (que no era su casa, en realidad, pero vivir como pensionista de su hermana era una solución más que satisfactoria), sus amigas del momento o del semestre? «Lo malo es que nos han metido en la cabeza que la verdad está en los sueños, y a lo mejor es al revés y me estoy haciendo mala sangre por una tontería. Con este sol y este viajecito, hay que ser idiota para atormentarse así.»
Solo en el agua, Raúl miró a Paula y a Felipe. De modo que la pipa era estupenda, y el tabaco… Pero le había mentido sobre el viaje al Hades. No le molestaba la mentira, era casi un homenaje que le rendía Felipe. A otro no hubiera tenido inconveniente en decirle la verdad, al fin y al cabo qué podía importarle. Pero a él le mentía porque sin saberlo sentía la fuerza que los acercaba (más fuerte cuanto más se echara atrás, como un buen arco), le mentía y sin saberlo le estaba alcanzando una flor con su mentira.
Incorporándose, Felipe respiró con fruición; su torso y su cabeza se inscribieron en el fondo profundamente azul del cielo. Raúl se apoyó en la tela encerada y recibió de lleno la herida, dejó de ver a Paula y a López, se oyó pensar en voz alta, muy adentro pero con reverberaciones de caverna oyó gritar su pensamiento que nacía con las palabras de Krishnadasa, extraño recuerdo en una piscina, en un tiempo tan diferente, en un cuerpo tan ajeno, pero como si las palabras fueran por derecho suyas, y lo eran, todas las palabras del amor eran las suyas y las de Krishnadasa y las del bucoliasta y las del hombre atado al lecho de flores de la más lenta y dulce tortura. «Bienamado, sólo tengo un deseo -oyó cantar-. Ser las campanillas que ciñen tus piernas para seguirte por doquiera y estar contigo… Si no me ato a tus pies, ¿de qué sirve cantar un canto de amor? Eres la imagen de mis ojos y te veo en todas partes. Si contemplo tu belleza soy capaz de amar el mundo. Krishnadasa dice: mirá, mira.» Y el cielo parecía negro en torno de la estatua.
XXXIV
– Pobre hombre -decía doña Rosita-. Mírenlo ahí como un santo sin juntarse con nadie. A mí eso me parece una vergüenza, siempre le digo a mi esposo que el gobierno tendría que tomar medidas. No es justo que porque uno sea chófer tenga que pasarse el día metido en un rincón.
– Y parece simpático, el pobre -dijo la Nelly -. Qué grande que es, ¿te fijaste, Atilio? ¡Qué urso!
– Bah, pero no es para tanto -dijo Atilio-. Cuando yo lo ayudo a levantar la silla del viejo no te vayas a creer que me gana en fuerza. Lo que es es gordo, pura grasa. Parece un cácher, pero si te lo agarra Lausse me lo duerme en dos patadas. Che, ¿cómo te parece que le irá al Rusito cuando pelee con Estéfano?
– El Rusito es muy bueno -dijo la Nelly -. Dios quiera que gane.
– La última vez ganó raspando, a mí me parece que no tiene bastante punch, pero eso sí, un juego de piernas… Parece Errol Flynn en esa del boxeador, vos la viste.