– Sí, la vimos en el Boedo. Ay, Atilio, a mí las cintas de boxeadores no me gusta se ensangrientan la cara y al final no se ven más que peleas todo el tiempo. No hay nada de sentimiento, qué querés.
– Bah, el sentimiento -dijo el Pelusa-. Las mujeres si no ven un engominado que se la pasa a los besos, no quieren saber nada. La vida es otra cosa, te lo digo yo. La realidad, entendés.
– Vos lo decís porque te gustan las de pistoleros, pero cuando sale la Esther Williams bien que te quedas con la boca abierta, no vayas a creer que no me fijo.
El Pelusa sonrió modestamente y dijo que después de todo la Esther Williams era un budinazo. Pero doña Rosita, reponiéndose del letargo provocado por el desayuno y el rolido, intervino para opinar que las actrices de ahora no se podían comparar con las de su tiempo.
– Es muy cierto -dijo doña Pepa-. Cuando una piensa en la Norma Talmadge y la Lilian Gish, ésas eran mujeres. Acordate de la Marlene Dietrich, lo que se llama decente no era, ¡pero qué sentimiento! En aquella en colores que él era un cura que se había escapado entre los moros, te acordás, y ella de noche salía a la terraza con esos velos blancos… Me acuerdo que acababa mal, era el destino…
– Ah, ya sé -dijo doña Rosita-. Lo.que el viento se llevó, qué sentimiento, ahora me acuerdo.
– No, ésa no era lo que el viento se llevó -dijo doña Pepa-. Era una que el cura se llamaba Pepe no sé cuanto. Todo en la arena, me acuerdo, unos colores.
– Pero no, mamá -dijo la Nelly -. La de Pepe era otra de Charles Boyer. Atilio también la vio, fuimos con la Nela. ¿Te acordás, Atilio?
El Pelusa, que se acordaba poco, empezó a correr las reposeras con sus ocupantes dentro, para que no les diera el sol. Las señoras se rieron y chillaron un poco, pero estaban encantadas porque así podían ver de frente la piscina.
– Ya está ésa hablando con el chico -dijo doña Rosita-. Me da una cosa cuando pienso Jo desvergonzada que es…
– Pero mamá, no es para tanto -dijo la Nelly, que había estado charlando con Paula y seguía deslumbrada por el buen humor y los chistes de Raúl-. Vos no querés comprender a la juventud moderna, acordate cuando fuimos a ver la de James Dean. Te juro, Atilio, se quería ir todo el tiempo y decía que eran unos sinvergüenzas, date cuenta.
– Los pitucos no son muy trigo limpio -dijo el Pelusa, que se tenía bien discutido el asunto con los muchachos del café-. Es la educación que reciben, qué le vas a hacer.
– Si yo era la madre de ese muchachito, ya me iba a oír -dijo doña Pepa-. Seguro que le está diciendo cosas que no son para su edad. Y si no sería más que eso…
Las tres asintieron, mirándose significativamente.
– Lo de anoche fue el colmo -siguió doña Pepa-. Mire que. salir en la oscuridad con ese muchacho casado, v la señora ahí mirando… La cara que tenía, bien que la vi, pobre ángel. Hay que decir lo que es, ya no tienen religión. ¿Usted vio en el tranvía? Se puede caer muerta que se quedan tan tranquilos sentados leyendo esas revistas con crímenes y la Sofía Loren.
– Ah, señora, si yo le contara… -dijo doña Rosita-. Mire, en nuestro barrio, sin ir más lejos… Véala, véala a esa desvergonzada, y si no sería más que con ese muchacho de anoche, pero encima anda con el profesor, y eso que parecía una persona seria, un mozo tan formal.
– ¿Qué tiene que ver? -dijo Atilio, alineándose como un solo hombre en el bando atacado-. López es macanudo, uno puede hablar de cualquier cosa que no se da tono, les juro. Hace bien en tirarse el lance, cuantimás que a la final la que le da calce es ella.
– ¿Pero y el marido, entonces? -dijo la Nelly que admiraba a Raúl y no entendía su conducta-. Yo creo que él tendría que darse cuenta. Primero con uno, después con otro, después con otro…
– Ahí tienen, ahí tienen -dijo doña Rosita-. Se va uno y en seguida empieza a hablar con el profesor. ¿Qué les decía? Yo no comprendo cómo el marido le puede consentir.
– Es la juventud moderna -dijo la Nelly, privada de argumentos-. Está en todas las novelas.
Envuelta en una ola de autoridad moral y un solero azul y rojo, la señora de Trejo saludó a los presentes y ocupó una reposera junto a doña Rosita. Menos mal que el chico ya se había separado de la Lavalle, porque en esa forma… Doña Rosita se tomó su tiempo antes de buscar una apertura y entre tanto se discutió intensamente el rolido, el desayuno, el horror del tifus si no se toma a tiempo y se fumigan las habitaciones, y el malestar felizmente pasajero del simpático joven Trejo, tan parecido al papá en la forma de mover la cabeza. Aburrido, Atilio propuso a la Nelly que hicieran fúting para quitarse el frío del baño, y las señoras estrecharon filas y compararon los ovillos de lanas y el comienzo de las respectivas mañanitas. Más tarde (Jorge cantaba a gritos, acompañado por Persio cuya voz se parecía sorprendentemente a la de un gato) las señoras coincidieron en que Paula era un factor de perturbación a bordo y que no se debía permitir una cosa semejante, máxime cuando faltaba tanto tiempo para llegar a Tokio.
La discreta aparición de Nora fue recibida con un interés disimulado por cristiana amabilidad. Las señoras se mostraron en seguida dispuestas a levantar el estado de ánimo de Nora, cuyas ojeras confirmaban elocuentemente lo que debía haber sufrido. No era para menos, pobrecita, recién casada y con semejante picaflor que ya se le iba con otra a dar vueltas en la oscuridad y a hacer vaya a saber qué. Lástima que Nora no parecía demasiado dispuesta a las confidencias; fue necesaria toda la habilidad dialéctica de las señoras para hacerla intervenir poco a poco en la conversación, iniciada con una referencia a la buena calidad de la manteca de a bordo y seguida del análisis de las instalaciones de las cabinas, el ingenio desplegado por los marineros para construir la piscina en plena cubierta, lo buen mozo que era el joven Costa, el aire un poco triste que tenía esa mañana el profesor López, y lo joven que se veía al marido de Nora, aunque era raro que ella no hubiera ido a bañarse con él. A lo mejor estaba un poco mareada, las señoras tampoco se sentían en condiciones de concurrir a la piscina, aparte de que su edad…
– Sí, hoy no tengo ganas de bañarme -dijo Nora-. No es que me sienta mal, al contrario, pero no dormí mucho y… -se ruborizó violentamente porque doña Rosita había mirado a la señora de Trejo, que había mirado a doña Pepa, que había mirado a doña Rosita. Todas comprendían tan bien, alguna vez habían sido jóvenes, pero de todos modos Lucio debía portarse como un caballero galante y venir a buscar a su joven esposa para que lo acompañara a pasear al sol o a bañarse. Ah, los muchachos, todos iguales, muy exigentes para algunas cosas, sobre todo cuando acaban de casarse, pero después les gustaba andar solos o con los amigos, para contarse cuentos verdes mientras la esposa tejía sentada en una silla. A doña Pepa, sin embargo, le parecía (pero era solamente una opinión y además confusamente expresada) que una mujer recién casada no debía permitirle a su marido que la dejara sola, porque así le iba dando alas y al final empezaban a ir al café para jugar al truco con los amigos, después se iban solos al cine, después volvían tarde del trabajo, después uno ya no sabía de qué cosas eran capaces.
– Lucio y yo somos muy independientes -alegó débilmente Nora-. Cada uno tiene derecho a vivir su propia vida, porque…
– Así es la juventud de hoy -dijo doña Pepa, firme en sus trece-. Cada uno por su lado y un buen día descubren que… No lo digo por ustedes, m'hijita, ya se imagina, ustedes son tan simpáticos, pero yo tengo experiencia, yo la he criado a la Nelly, si le contara, qué lucha… Aquí mismo, para no ir más lejos, si usted y el señor Costa no se fijan un poco, no me extrañaría que… Pero no quisiera ser indiscreta.
– Eso no es ser indiscreta, doña Pepa -dijo vivamente la señora de Trejo-. Comprendo muy bien lo que quiere decir y estoy completamente de acuerdo. Yo también he de velar por mis hijos, créame.
Nora empezaba a darse cuenta de que se hablaba de Paula.
– A mí tampoco me gusta el comportamiento de esa señorita -dijo-. No es que me concierna personalmente, pero tiene una manera de coquetear…
– Justamente lo que estábamos diciendo cuando usted vino -dijo doña Rosita:-. Las mismas palabras. Una desvergonzada, eso.
– Bueno, yo no he dicho… Me parece que exagera su liberalidad, y claro que usted, señora…