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– Muy buenos días, señores -dijo el oficial, con sendas inclinaciones de cabeza a Medrano, Raúl y López.

Más allá, Claudia y Persio asistían a la escena sin querer intervenir. Lucio y Nora habían desaparecido, y las señoras seguían charlando con Atilio y don Galo, entre risas y cacareos.

– Buenos días -dijo López-. Ayer, si no me equivoco, usted dijo que el médico de a bordo vendría a vernos. No ha venido.

– Oh, lo siento mucho -el oficial parecía querer quitarse una pelusa de la chaqueta de hilo blanco, miraba atentamente la tela de las mangas-. Espero que la salud de ustedes sea excelente.

– Dejemos la salud de lado. ¿Por qué no vino el médico?

– Supongo que habrá estado atareado con nuestros enfermos. ¿Han notado ustedes algún… algún detalle que puede alarmarlos?

– Sí -dijo blandamente Raúl-. Hay una atmósfera general de peste que parece de una novela existencialista. Entre otras cosas usted no debería prometer sin cumplir.

– El médico vendrá, pueden estar seguros. No me gusta decirlo, pero por razones de seguridad que no dejarán de comprender es conveniente que entre ustedes y… nosotros, digamos, haya el menor contacto posible… por lo menos en estos primeros días.

– Ah, el tifus -dijo Medrano-. Pero si alguno de nosotros estuviera dispuesto a arriesgarse, yo, por ejemplo, ¿por qué no habría de pasar con usted a la popa y ver al médico?

– Pero es que después usted tendría que volver, y en ese caso…

– Ya empezamos de nuevo -dijo López, maldiciendo a Medrano y a Raúl porque no lo dejaban darse el gusto-. Oiga, ya estoy harto, me entiende, lo que se dice harto. No me gusta este viaje, no me gusta usted, sí, usted, y todo el resto de los glúcidos empezando por su capitán Smith. Ahora escuche: puede ser que tengan algún lío allá atrás, no sé qué, la tifus o las ratas, pero quiero prevenirle que si las puertas siguen cerradas estoy dispuesto a cualquier cosa para abrirme paso. Y cuando digo cualquier cosa me gustaría que me lo tomara al pie de la letra.

Le temblaban los labios de rabia, y Raúl le tuvo un poco de lástima, pero Medrano parecía de acuerdo y el oficial se dio cuenta de que López no hablaba solamente por él. Retrocedió un paso, inclinándose con fría amabilidad.

– No quiero abrir opinión sobre sus amenazas, señor -dijo-, pero informaré a mi superior. Por mi parte lamento profundamente que…

– No, no, déjese de lamentaciones -dijo Medrano, cruzándose entre él y López cuando vio que éste apretaba los puños-. Mándese mudar, mejor, y como tan bien lo dijo, informe a su superior. Y lo antes posible.

El oficial clavó los ojos en Medrano, y Raúl tuvo la impresión de que había palidecido. Era un poco difícil saberlo bajo esa luz casi cenital y la piel tostada del hombre. Saludó rígidamente y dio media vuelta. Paula lo dejó pasar sin cederle más que un trocito de peldaño donde apenas cabía el zapato, y luego se acercó a los hombres que se miraban entre ellos un poco desconcertados.

– Motín a bordo -dijo Paula-. Muy bien, López. Estamos cien por cien con usted, la locura es más contagiosa que el tifus 224.

López la miró como si se despertara de un mal sueño. Claudia se había acercado a Medrano; le tocó apenas el brazo.

– Ustedes son la alegría de mi hijo. Vea la cara maravillada que tiene.

– Me voy a cambiar -dijo bruscamente Raúl, para quien la situación parecía haber perdido todo interés. Pero Paula seguía sonriendo.

– Soy muy obediente, Jamaica John. Nos encontramos en el bar.

Subieron casi juntos las escalerillas, pasando ai lado de la Beba Trejo que fingía leer una revista. A López le pareció que la penumbra del pasillo era como una noche de verdad, sin sueños donde alguien que no lo merecía tomaba posesión de una jefatura. Se sintió exaltado y cansadísimo a la vez. «Hubiera hecho mejor en romperle ahí nomás la cara», pensó, pero casi le daba igual.

Cuando subió al bar, Paula había pedido ya dos cervezas y estaba a la mitad de un cigarrillo.

– Extraordinario -dijo López-. Primera vez que una mujer se viste más rápido que yo.

– Usted debe tener una idea romana de la ducha, a juzgar por lo que ha tardado.

– Tal vez, no me acuerdo bien. Creo que me quedé un rato largo; el agua fría estaba tan buena. Me siento mejor ahora.

El señor Trejo interrumpió la lectura de un Omnibook para saludarlos con una cortesía ligeramente glacial, cosa que, según Paula, venía muy bien en vista del calor. Sentados en la banqueta del rincón más alejado de la puerta, veían solamente al señor Trejo y al barman, ocupado en trasvasar el contenido de unas botellas de ginebra y vermouth. Cuando López encendió su cigarrillo con el de Paula, acercando la cara, algo que debía ser la felicidad se mezcló con el humo y el rolido del barco. Exactamente en medio de esa felicidad sintió caer una gota amarga, y se apartó, desconcertado.

Ella seguía esperando, tranquila y liviana. La espera duró mucho.

– ¿Todavía sigue con ganas de matar al pobre glúcido?

– Bah, qué me importa ese tipo.

– Claro que no le importa. El glúcido hubiera pagado por mí. Es a mí a quien tiene ganas de matar. Es un sentido metafórico, por supuesto.

López miró su cerveza.

– Es decir que usted entra en su cabina en traje de baño, se desnuda como si tal cosa, se baña, y él entra y sale, se desnuda también, y así vamos, ¿no?

– Jamaica John -dijo Paula, con un tono de cómico reproche-. Manners, my dear.

– No entiendo -dijo López-. No entiendo realmente nada. Ni el barco, ni a usted, ni a mí, todo esto es una ridiculez completa.

– Querido, en Buenos Aires uno no está tan enterado de lo que pasa dentro de las casas. Cuántas chicas que usted admiraba illo tempore se desvestirían en compañía de personas sorprendentes… ¿No le parece que de a ratos le nace una mentalidad de. vieja solterona?

– No diga pavadas.

– Pero es así, Jamaica John, usted está pensando exactamente lo mismo que pensarían esas pobres gordas metidas debajo de las lonas si supieran que Raúl y yo no estamos casados ni tenemos nada que ver.

– Me repugna la idea porque no creo que sea cierto -dijo López, otra vez furioso-. No puedo creer que Costa… ¿Pero entonces qué pasa?

– Use su cerebro, como dicen en las traducciones de novelas policiales.

– Paula, se puede ser liberal, eso puedo comprenderlo de sobra, pero que usted y Costa…

– ¿Por qué no? Mientras los cuerpos no contaminen las almas… Ahí está lo que lo preocupa, las almas. Las almas que a su vez contaminan los cuerpos y, como consecuencia, uno de los cuerpos se acuesta con el otro.

– ¿Usted no se acuesta con Costa?

– No, señor profesor, no me acuesto con Costa ni me acuesto con cuesta. Ahora yo contesto por usted: «No lo creo.» Vio, le ahorré tres palabras. Ah, Jamaica John, qué fatiga, qué ganas de decirle una mala palabra que tengo ya a la altura de las muelas del juicio. Pensar que usted aceptaría una situación así en la literatura… Raúl insiste en que tiendo a medir el mundo desde la literatura. ¿No sería mucho más inteligente si usted hiciera lo mismo? ¿Por qué es tan español, López archilópez de superlópez? ¿Por qué se deja manejar por los atavismos? Estoy leyendo en su pensamiento como las gitanas del Parque Retiro. Ahora baraja la hipótesis de que Raúl… bueno, digamos que una fatalidad natural lo prive de apreciar en mí lo que exaltaría a otros nombres. Está equivocado, no es eso en absoluto.

– No he pensado tal cosa -dijo López, un poco avergonzado-. Pero reconozca que a usted misma le tiene que parecer raro que…

– No, porque soy amiga de Raúl desde hace diez años. No tiene por qué parecerme raro.

López pidió otras dos cervezas. El barman les hizo notar que se acercaba la hora del almuerzo y que la cerveza les quitaría el apetito, pero las pidieron lo mismo. Suavemente, la mano de López se posó en la de Paula. Se miraron.

– Admito que no tengo ningún derecho para hacerme el censor. Vos… Sí, déjame que te tutee. Déjame, querés.

– Por supuesto. Te salvaste por poco de que yo empezara, cosa que también te habría deprimido porque hoy estás con los nueve puntos, como dice el chico da la sirvienta de casa.