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– Querida -dijo López-. Muy querida.

Paula lo miró un momento, dudando.

– Es fácil pasar de la duda a la ternura, es casi un movimiento fatal. Lo he advertido muchas veces. Pero el péndulo vuelve a oscilar. Jamaica John, y ahora vas a dudar mucho más que antes porque te sentís más cerca de mí. Haces mal en ilusionarte, yo estoy lejos de todo. Tan lejos que me da asco.

– No, de mí no estás lejos.

– La física es ilusoria, querido mío, una cosa es que vea estés cerca de mí, y otra… Las cintas métricas se hacen pedazos cuando uno pretende medir cosas como éstas. Pero hace un rato… Sí, mejor te lo digo, es muy raro que yo tenga un momento de sinceridad o de honradez… ¿Por qué pones esa cara de escándalo? No vas a pretender conocerme en dos días mejor que yo en veinticinco años bien cumplidos. Hace un rato comprendí que sos un muchacho delicioso, pero sobre todo que sos más honrado de lo que yo había creído.

– ¿Cómo más honrado?

– Digamos, más sincero. Hasta ahora confesa que estabas haciendo la comedia de siempre. Se sube al barco, se estudia la situación reinante, se eligen las candidatas… Como en la literatura, aunque Raúl se divierta. Vos hiciste exactamente lo mismo, y si hubiera habido a bordo cinco o seis Paulas, en vez de lo que hay (vamos a dejar aparte a Claudia porque no es para vos, y no pongas esa cara de varón ofendido), a esta hora yo no tendría el honor de beber una cerveza bien helada con el señor profesor.

– Paula, todo eso que estás diciendo yo le llamo destino a secas. También vos podrías haberte encontrado a un montón de tipos a bordo, y a lo mejor a mí me tocaría mirarte desde lejos.

– Jamaica John, cada vez que oigo pronunciar la palabra destino siento ganas de sacar la pasta dentífrica. ¿Te fijaste que Jamaica John ya no queda tan lindo cuando te tuteo? Los piratas exigen un tratamiento más solemne, me parece. Claro que si te digo Carlos me voy a acordar de un perrito de tía Carmen Rosa. Charles… No, es de un snobismo horrendo. En fin, ya encontraremos, por el momento seguís siendo mi pirata predilecto. No, no voy a ir.

– ¿Quién dijo nada? -murmuró López, sobresaltado.

– Tes yeux, mon chéri. Tienen perfectamente dibujado el pasillo de abajo, una puerta, y el número uno en la puerta. Admito por mi parte que he tomado buena nota del número de tu cabina.

– Paula, por favor…

– Dame otro cigarrillo. Y no creas que has ganado mucho porque esté dispuesta a admitir que sos más honrado de lo que pensaba. Simplemente te aprecio, cosa que antes no ocurría. Creo que sos un gran tipo, y-que-el-cielo-me-juzgue si esto se lo he dicho a muchos antes que a vos. Por lo regular tengo de los hombres una idea perfectamente teratológica. Imprescindibles pero lamentables, como las toallas higiénicas o las pastillas Valda.

Hablaba haciendo muecas divertidas, como si quisiera quitarle todavía más peso a sus palabras.

– Creo que te equivocas -dijo López, hosco-. No soy un gran tipo como decís, pero tampoco me gusta tratar a una mujer como si fuera un programa.

– Pero soy un programa, Jamaica John.

– No.

– Sí, convéncete. Lo sabés con los ojos, aunque tu buena educación cristiana pretenda engañarte. Conmigo nadie se engaña, en el fondo; es una ventaja, créeme.

– ¿Por qué esa amargura?

– ¿Por qué esa invitación?

– Pero si no te he invitado o nada -porfió López furioso.

– Oh, sí, oh, sí, oh, sí.

– Me dan ganas de tirarte del pelo -dijo él con ternura-. Me dan ganas de mandarte al demonio.

– Sos muy bueno -dijo Paula, convencida-. Los dos, en realidad, somos formidables.

López se puso a reír, era más fuerte que él.

– Me gusta oírte hablar -dijo-. Me gusta que seas tan valiente. Sí, sos valiente, te expones todo el tiempo a que te entiendan mal, y eso es el colmo de la valentía. Empezando por lo de Raúl. No pienso insistir: le creo. Ya te lo dije antes, y te lo repito. Eso sí, no entiendo nada, a menos que… Anoche se me ocurrió…

Le habló de la cara de Raúl cuando volvían de su expedición, y Paula lo escuchó en silencio, reclinada en la banqueta) mirando cómo la ceniza crecía poco a poco entre sus dedos. La alternativa era tan sencilla: confiar en él o callarse. En el fondo a Raúl no le importaría gran cosa, pero se trataba de ella y no de Raúl. Confiar en Jamaica John o callarse. Decidió confiar. No habta vuelta que darle, era la mañana de las confidencias.

XXXVI

La noticia del desagradable altercado entre el profesor y el oficial corrió-como-un reguero de pólvora entre las señoras. Qué extraño en López, tan cortés y bien educado. Realmente a bordo se estaba creando una atmósfera muy antipática, y la Nelly, que volvía de una amable charla con su novio al abrigo de unos rollos de cuerda, se creyó en el caso de clamar que los hombres no hacían más que echar a perder las cosas buenas. Aunque Atilio se esforzó virilmente por defender la conducta de López, doña Pepa y doña Rosita lo arrollaron indignadas, la señora de Trejo se puso violenta de rabia, y Nora aprovechó la excitación general para volverse casi corriendo a la cabina, donde Lucio seguía penosamente una condensación de las experiencias de un misionero en Indonesia. No levantó la vista, pero ella se acercó al sillón y esperó. Lucio acabó por cerrar la revista con aire resignado.

– Ahí afuera ha habido un altercado muy desagradable -dijo Nora.

– ¿Qué me importa?

– Bajó un oficial y el señor López lo trató muy mal Lo amenazó con romper los vidrios a pedradas si no se arregla el asunto de la popa.

– Va a ser difícil que encuentre piedras -dijo Lucio.

– Dijo que iba a tirar un fierro.

– Lo meterán preso por loco. Me importa tres pitos.

– Claro, a mí tampoco -dijo Nora.

Empezó a cepillarse el pelo, y de cuando en cuando miraba a Lucio por el espejo. Lucio tiró la revista sobre su cama.

– Ya estoy harto. Maldito el día en que me saqué esa porquería de rifa. Pensar que otros se ganan un Chevrolet o un chalet en Mar de Ajó.

– Sí, el ambiente no es de lo mejor -dijo Nora.

– Ya lo creo, te sobran razones para decirlo.

– Me refiero a lo que pasa con la popa, y todo eso.

– Yo me refiero a mucho más que eso -dijo Lucio.

– Mejor no volvamos a tocar ese punto.

– Por supuesto. Completamente de acuerdo. Es tan estúpido que no merece que se lo mencione.

– No sé si es tan estúpido, pero mejor lo dejamos de lado.

– Lo dejamos de lado, pero es perfectamente estúpido.

– Como quieras -dijo Nora.

– Si hay una cosa que me revienta es la falta de confianza entre marido y mujer -dijo virtuosamente Lucio.

– Ya sabés muy bien que no somos marido y mujer.

– Y vos sabés muy bien que mi intención es que lo seamos. Lo digo para tu tranquilidad de pequeña burguesa, porque para mí ya lo somos. Y eso no me lo vas a negar.

– No seas grosero -dijo Nora-. Vos te crees que yo no tengo sentimientos.

Con mínimas excepciones los viajeros aceptaron colaborar con don Galo y el doctor Restelli para que la velada borrara toda sombra de inquietud que, como dijo el doctor Restelli, no hacía más que nublar el magnífico sol que justificaba el prestigio secular de las costas patagónicas. Profundamente resentido por el episodio de la mañana, el doctor Restelli había ido en busca de López tan pronto se enteró de lo ocurrido por conducto de las señoras y don Galo. Como López charlaba con Paula en el bar, se limitó a beber un indian tonic con limón en el mostrador, esperando la oportunidad de terciar en un diálogo que más de una vez lo obligó a volver la cara y hacerse el desentendido. Más de una vez también el señor Trejo, cuyo número de Omnibook parecería eternizarse entre los dedos, le echó unas miradas de inteligencia, pero el doctor Restelli apreciaba demasiado a su colega para darse por aludido. Cuando Raúl Costa apareció con aire de recién bañado, una camisa a la que Steinberg había aportado numerosos dibujos, y la más perfecta soltura para sentarse junto a Paula y López y entrar en la conversación como si aquello le pareciera de lo más natural, el doctor Restelli se consideró autorizado a toser y arrimarse a su turno. Afligido y amoscado a la vez, procuró que López le prometiera no tirar la tuerca contra los cristales del puente de mando, pero López, que parecía muy alegre y nada belicoso, se puso serio de golpe y dijo que su ultimátum era formal y que no estaba dispuesto a que siguieran tomándole el pelo a todo el mundo. Como Raúl y Paula guardaban un silencio marcado por bocanadas ie Chesterfield, el doctor Restelli: invocó razones de orden estético, y López condescendió casi en seguida a considerar la velada como una especie de tregua sagrada que expiraría a las diez de la mañana del día siguiente. El doctor Restelli declaró que López, aunque lamentablemente excitado por una cuestión que no justificaba semejante actitud, procedía en esa circunstancia como el caballero que era, y luego de aceptar otro indian tonic salió en busca de don Galo que reclutaba participantes en la cubierta.