– ¿Te sentís mejor, ahora?
– Seguro. La ducha hace bien después del ejercicio.
– Sí, y sobre todo después de ciertos ejercicios. Hoy no me entendiste cuando te dije que tenías un lindo cuerpo. Lo que te quería preguntar era si te gusta que las mujeres te lo digan.
– Bueno, claro que a uno le gusta -dijo Felipe, empleando el «uno» después de vacilar imperceptiblemente.
– ¿Ya te tiraste a muchas, o solamente a una?
– ¿Y usted? -dijo Felipe, poniéndose los calzoncillos.
– Contéstame, no tengas vergüenza.
– Yo soy joven, todavía -dijo Felipe-. Para qué me voy a darte corte.
– Así me gusta. Así que todavía no te tiraste ninguna.
– Tanto como ninguna no. En los clandestinos… Claro que no es lo mismo.
– Ah, fuiste a los clandestinos. Yo creía que ya no quedaba ninguno en las afueras.
– Quedan dos o tres -dijo Felipe, peinándose frente al espejo-. Tengo un amigo de quinto año que me pasó el dato. Un tal Ordóñez.
– ¿Y te dejaron entrar?
– Seguro que me dejaron entrar. No ve que iba con Ordóñez que ya tiene libreta. Fuimos dos veces.
– ¿Te gustó?
– Y claro.
Apagó la luz del cuarto de baño y pasó junto a Raúl que no se había movido. Lo oyó que abría un cajón, buscando una camisa o unas zapatillas. Se quedó un momento más en la sombra húmeda, preguntándose por qué… Pero ya ni siquiera valía la pena hacerse la pregunta. Entró en la cabina y se sentó en un sillón. Felipe se había puesto unos pantalones blancos; todavía tenía el torso desnudo.
– Si no te gusta que hablemos de mujeres, me lo decís y basta -dijo Raúl-. Yo pensé que ya estabas en edad de interesarte por esas cosas.
– ¿Quién dijo que no me interesa? Qué tipo raro es usted, a ratos me hace recordar a uno que conozco…
– ¿También te habla de mujeres?
– A veces. Pero es raro… Hay tipos raros, ¿no? No quise decir que usted…
– Por mí no te preocupes, me imagino que a veces te debo parecer raro. Así que ése que conoces… Habíame de él, total podemos fumarnos una pipa juntos. Si querés.
– Claro -dijo Felipe, mucho más seguro dentro de su ropa. Se puso una camisa azul, dejándola por fuera de los pantalones, y sacó su pipa. Se sentó en el otro sillón y esperó a que Raúl le alcanzara el tabaco. Tenía una sensación de haber escapado a algo, como si todo lo que acababa de ocurrir hubiera podido ser muy distinto. Ahora se daba cuenta de que todo el tiempo había estado crispado, agazapado casi, esperando que Raúl hiciera alguna cosa que no había hecho, o dijera alguna cosa que no había dicho. Tenía casi ganas de reírse, cargó torpemente la pipa y la encendió usando dos fóstoros. Empezó a contar cosas de Alfieri, lo púa que era Alfieri y cómo se había tirado a la mujer del abogado. Elegía los recuerdos, después de todo Raúl había hablado de mujeres, no tenía por qué contarle las historias de Viana y de Freilich. Con Alfieri y Ordóñez tenía para un buen rato de cuentos.
– Para eso se precisa mucho vento, claro. Las mujeres quieren que uno las lleve a la milonga, meta taxi, y arriba hay que pagar la amueblada…
– Si estuviéramos en Buenos Aires yo te podría arreglar todo eso, sabés. Cuando volvamos ya verás. Te lo prometo.
– Usted debe tener un cotorro bacán, seguro.
– Sí. Te lo pasaré cuando te haga falta.
– ¿De verdad? -dijo Felipe, casi asustado-. Sería fenomenal, así uno puede llevarse a una mujer aunque no tenga mucha plata -se puso colorado, tosió-. Bueno, algún día me parece que podríamos compartir los gustos. Tampoco es cosa de que usted…
Raúl se levantó y se le acercó. Empezó a acariciarle el pelo, que estaba empapado y casi pegajoso. Felipe hizo un movimiento para apartar la cabeza.
– Vamos -dijo-. Me va a despeinar. Si entra el viejo…
– Cerraste la puerta, creo.
– Sí, pero lo mismo. Déjeme.
Le ardían las mejillas. Trató de levantarse del sillón, pero Raúl le apoyó una mano en el hombro y lo mantuvo quieto. Volvió a acariciarle levemente el pelo.
– ¿Qué pensás de mí? Decime la verdad, no me importa.
Felipe se zafó y se puso de pie. Raúl dejó caer los brazos, como ofreciéndose a que lo golpeara. «Si me golpea es mío», alcanzó a pensar. Pero Felipe retrocedió uno o dos pasos, moviendo la cabeza como decepcionado.
– Déjeme -dijo con un hilo de voz-. Ustedes… ustedes son todos iguales.
– ¿Ustedes? -dijo Raúl, sonriendo levemente.
– Sí, ustedes. Alfieri es igual, todos son iguales.
Raúl seguía sonriendo. Se encogió de hombros, hizo un movimiento hacia la puerta.
– Estás demasiado nervioso, hijo. ¿Qué tiene de malo que un amigo le haga una caricia a otro? Entre dar la irano o pasarla por el pelo, ¿qué diferencia hay?
– Diferencia… Usted sabe que hay diferencia.
– No, Felipe, sos vos que desconfías de mí porque, te parece raro que yo quiera ser tu amigo. Desconfías, me mentís. Te portas como una mujer, si querés que te diga lo que pienso.
– Sí, ahora agárreselas conmigo -dijo Felipe, acercándose un poco-. ¿Yo le miento a usted?
– Sí. Me diste un poco de lástima, mentís muy mal, eso se aprende poco a poco y vos todavía no sabés. Yo también volví allá abajo, y me enteré por uno de los lípidos. ¿Por qué me dijiste que habías estado con el más chico de los dos?
Felipe hizo un gesto como para negarle importancia a la cuestión.
– Puedo aceptar muchas veces cosas tristes de vos -dijo Raúl, hablándole en voz baja-. Puedo comprender que no me quieras, o que te parezca inadmisible la idea de ser mi amigo, o que tengas miedo de que los otros interpreten mal… Pero no me mientas, Felipe, ni siquiera por una tontería como esa.
– Pero si no había nada de malo -dijo Felipe. Contra su voluntad lo atraía la voz de Raúl, sus ojos que lo miraban como esperando otra cosa de él-. De veras, lo que pasó es que me daba rabia que ustedes no me llevaron ayer, y quise… Bueno, fui por mi cuenta, y lo que hice allá abajo es cosa mía. Por eso no le contesté la verdad.
Le dio bruscamente la espalda y se acercó al ojo de buey. La mano con la pipa le colgaba, blanda. Se pasó la otra por el pelo, arqueó un poco los hombros. Por un momento había temido que Raúl le reprochase alguna otra cosa que no alcanzaba a precisar, cualquier cosa, que hubiera querido flirtear con Paula, o algo por el estilo. No quería mirarlo porque los ojos de Raúl le hacían daño, le daban ganas de llorar, de tirarse en la cama boca abajo y llorar, sintiéndose tan chiquilín y desarmado frente a ese hombre que le mostraba unos ojos tan desnudos. De espaldas a él, sintiéndole acercarse lentamente, sabiendo que de un momento a otro los brazos de Raúl iban a ceñirlo con toda su fuerza, sintió que la pena se hacía miedo y que detrás del miedo había como una especie de tentación de seguir esperando y saber cómo sería ese abrazo en el que Raúl reconunciaría a toda su superioridad para no ser más que una voz suplicante y unos ojos mansos como de perro, vencido por él, vencido a pesar de su abrazo. Bruscamente comprendía que los papeles se cambiaban, que era él quien podía dictar la ley. Se volvió de golpe, vio a Raúl en el preciso instante en que sus manos lo buscaban, y se le rio en la cara, histéricamente, mezclando risa y llanto, riéndose a sollozos agudos y quebrados, con la cara llena de muecas y de lágrimas y de burla.
Raúl le rozó la cara con los dedos, y esperó una vez más que Felipe le pegara. Vio el puño que se alzaba, lo esperó sin moverse. Felipe se tapó la cara con las dos manos, se agachó y saltó fuera de distancia. Era casi fatal que fuese hasta la puerta, la abriera y se quedara esperando. Raúl le pasó al lado sin mirarlo. La puerta sonó como un tiro a su espalda.
G
Tal vez sea necesario el reposo, tal vez en algún momento el guitarrista azul deja caer el brazo y la boca sexual calla y se ahueca, entra en sí misma como horriblemente se ahueca y entra en sí mismo un guante abandonado en una cama. A esa hora de desapego y de cansancio (porque el reposo es eufemismo de derrota, y el sueño máscara de una nada metida en cada poro de la vida), la imagen apenas antropomórfica, desdeñosamente pintada por Picasso en un cuadro que fue de Apollinaire, figura más que nunca la comedia en su punto de fusión, cuando todo se inmoviliza antes de estallar en el acorde que resolverá la tensión insoportable. Pero pensamos en términos fijos y puestos ahí delante, la guitarra, el músico, el barco que corre hacia el sur, las mujeres y los hombres que entretejen sus pasos como los ratones blancos en la jaula. Qué inesperado revés de la trama puede nacer de una sospecha última que sobrepase lo que está ocurriendo y lo que no está ocurriendo, que se sitúa en ese punto donde quizá alcanza a operarse la conjunción del ojo y la quimera, donde la fábula arranca a pedazos la piel del carnero, donde la tercera mano entrevista apenas por Persio en un instante de donación astral, empuña por su cuenta la vihuela sin caja y sin cuerdas, inscribe en un espacio duro como mármol una música para otros oídos. No es cómo entender la antiguitarra como no es cómodo entender la antimateria, pero la antimateria es ya cosa de periódicos y comunicaciones a congresos, el antiuranio, el antisilicio destellan en la noche, una tercera mano sideral se propone con la más desaforada de las provocaciones para arrancar al vigía de su contemplación. No es cómodo presumir una antilectura, un anti-ser, una antihormiga, la tercera mano abofetea anteojos y clasificaciones, arranca los libros de los estantes, descubre la razón de la imagen en el espejo, su revelación simétrica y demoníaca. Ese antiyó y ese antitú están ahí, y qué es entonces de nosotros y de la satisfactoria existencia donde la inquietud no pasaba de una parva metafísica alemana o francesa, ahora que en el cuero cabelludo se posa la sombra de la antiestrella, ahora que en el abrazo del amor sentimos un vértigo de antiamor, y no porque ese palíndroma del cosmos sea la negación (¿por qué tendría que ser la negación el antiuniverso?) sino la verdad que muestra la tercera mano, la verdad que espera él nacimiento del hombre para entrar en la alegría!