De alguna manera, tirado en plena pampa, metido en una bolsa sucia o simplemente desbarrancado de un caballo mañero, Persio cara a las estrellas siente avecinarse el informe cumplimiento. Nada lo distingue a esa hora del payaso que alza una cara de harina hacia el agujero negro de la carpa, contacto con el cielo. El payaso no lo sabe, Persio no sabe qué es esa pedrea amarilla que rebota en sus ojos enormemente abiertos. Y porque no lo sabe, todo le es dado a sentir con más vehemencia, el casco reluciente de la noche austral gira paulatino con sus cruces y sus compases, y en los oídos penetra poco a poco la voz de la llanura, el crujir del pasto que germina, la ondulación temerosa de la culebra que sale al rocío, el leve tamborileo del conejo aguzado por un deseo de luna. Huele ya la seca crepitación secreta, de la pampa, toca con pupilas mojadas una tierra nueva que apenas trata con el hombre y lo rechaza como lo rechazan sus potros, sus ciclones y sus distancias. Los sentidos dejan poco a poco de ser parte de él para extraerlo y volcarlo en la llanura negra; ahora ya no ve ni oye ni huele ni toca, está salido, partido, desatado, enderezándose como un árbol abarca la pluralidad en un solo y enorme dolor que es el caos resolviéndose, el cristal que cuaja y se ordena, la noche primordial en el tiempo americano. Qué puede hacerle ya el sigiloso desfile de sombras, la creación renovada y deshecha que se alza en torno, la sucesión espantosa de abortos y armadillos y caballos lanudos y tigres de colmillos como cuernos, y malones de piedra y barro. Poyo inmutable, testigo indiferente de la revolución de cuerpos y eones, ojo posado como un cóndor de alas de montaña en la carrera de miríadas y galaxias y plegamientos, espectador de monstruos y diluvios, de escenas pastorales o incendios seculares, metamorfosis del magma, del siál, de la flotación indecisa de continentes ballenas, de islas tapires, australes catástrofes de piedra, parto insoportable de los Andes abriendo en canal una sierra estremecida, y no poder descansar un segundo ni saber con certeza si esa sensación de la mano izquierda es una edad glacial con todos sus estrépitos o nada más que una babosa que pasea de noche en busca de tibieza.
Si renunciar fuera difícil, renunciaría acaso a esa osmosis de cataclismos que lo sume en una densidad insoportable, pero se niega empecinado a la facilidad de abrir o cerrar los ojos, levantarse y salir al borde del camino, reinventar de golpe su cuerpo, la ruta, una noche de mil novecientos cincuenta y pico, el socorro que llegará con faros y exclamaciones y una estela de polvo. Aprieta los dientes (pero es quizá una cordillera que nace, una trituración de basaltos y arcillas) y se ofrece al vértigo, al andar de la babosa o la cascada por su cuerpo inmerso y confundido. Toda creación es un fracaso, vuelan las rocas por el espacio, animales innominados se derrumban y chapalean patas arriba, revientan en astillas los cohihues, la alegría del desorden aplasta y exalta y aniquila entre aullidos y mutaciones. ¿Qué debía quedar de todo eso, solamente una tapera en la pampa, un pulpero socarrón, un gaucho perseguido y pobre diablo, un °eneralito en él poder? Operación diabólica en que cifras colosales acaban en un campeonato de fútbol, un poeta suicida, un amor amargo por las esquinas y las madreselvas. Noche del sábado, resumen de la gloria, ¿es esto lo sudamericano? En cada gesto de cada día, ¿repetimos el caos irresuelto? En un tiempo de presente indefinidamente postergado, de culto necrofílico, de tendencia al hastío y al sueño sin ensueños, a la mera pesadilla que sigue a la ingestión del zapallo y el chorizo en grandes dosis, ¿buscamos la coexistencia del destino, pretendemos ser a la vez la libre carrera del ranquel y el último progreso del automovilismo profesional? De cara a las estrellas, tirados en la llanura impermeable y estúpida, ¿operamos secretamente una renuncia al tiempo histórico, nos metemos en ropas ajenas y en discursos vados que enguantan las manos del saludo del caudillo y el festejo de las efemérides, y de tanta realidad inexplorada elegimos el antagónico fantasma, la antimateria del antiespíritu, de la antiargentinidad, por resuelta negativa a padecer como se debe un destino en el tiempo, una carrera con sus vencedores y vencidos? Menos que maniqueos, menos que hedónicos vividores, ¿representamos en la tierra el lado espectral del devenir, su larva sardónica agazapada al borde de la ruta, el antitiempo del alma y el cuerpo, la facilidad barata, el no te metas si no es para avivarte? Destino de no querer un destino, ¿no escupimos a cada palabra hinchada, a cada ensayo filosófico, a cada campeonato clamoroso, la antimateria vital elevada a la carpeta de macramé, a los juegos florales, a la escarapela, al club social y deportivo de cada barrio porteño o rosarino o tucumano?
XXXVIII
Por lo demás los juegos flores regocijaban siempre a Medrano, asistente irónico. La idea se le ocurrió mientras bajaba a cubierta después de acompañar a Claudia y a Jorge, que de golpe había querido dormir la siesta. Pensándolo mejor, el doctor Restelli hubiera debido proponer la celebración de juegos florales a bordo; era más espiritual y educativo que una simple velada artística, y hubiera permitido a unos cuantos la perpetración de bromas enormes. «Pero no se conciben los juegos florales a bordo», pensó, tirándose cansado en su reposera y eligiendo despacio un cigarrillo. Retardaba a propósito el momento en que dejaría de interesarse por lo que veía en torno para ceder deliciosamente a la imagen de Claudia, a la reconstrucción minuciosa de su voz, de la forma de sus manos, de su manera tan simple y casi necesaria de guardar silencio o hablar. Carlos López se asomaba ahora a la escalerilla de babor y miraba encandilado el horizonte de las cuatro de la tarde. El resto de los pasajeros se había marchado hacía rato; el puente de mando seguía vacío. Medrano cerró los ojos y se preguntó qué iba a ocurrir. El plazo se cerraba cuando el último número de la velada diera paso a los aplausos corteses y a la dispersión general de los espectadores, empezaría la carrera del reloj del tercer día. «Los símbolos de siempre, el aburrimiento de una analogía no demasiado sutil», pensó. El tercer día, el cumplimiento. Los hechos más crudos eran previsibles: la popa se abriría por sí sola a la visita de los hombres, o López cumpliría su amenaza con el apoyo de Raúl y de él mismo. El partido de la paz se haría presente, iracundo, acaudillado por don Galo; pero a partir de ahí el futuro se nublaba, las vías se bifurcaban, trifurcaban… «Va a estar bueno», pensó, satisfecho sin saber por qué. Todo se daba en una escala ridicula, tan absolutamente antidramática que su satisfacción terminaba por impacientarlo. Prefirió volver a Claudia, recomponer su rostro que ahora, cuando se despedía de él en la puerta de la cabina, le había parecido veladaraente inquieto. Pero no había dicho nada y él había preferido no darse por enterado, aunque le hubiera gustado estar todavía con ella, velando juntos el sueño de Jorge, hablando en voz baja de cualquier cosa. Otra vez lo ganaba un oscuro sentimiento de vacío, de desorden, una necesidad de compaginar algo -pero no sabía qué-, de montar un puzzle tirado en mil pedazos sobre la mesa. Otra fácil analogía, pensar la vida como un puzzle, cada día un trocho de madera con una mancha verde, un poco de rojo, una nada de gris, pero todo mal barajado y amorfo, los días revueltos, parte del pasado metida como una espina en el futuro, el presente libre quizá de lo precedente y lo subsiguiente, pero empobrecido por una división demasiado voluntaria, un seco rechazo de fantasmas y proyectos. El presente no podía ser eso, pero sólo ahora, cuando mucho de ese ahora era ya pérdida irreversible, empezaba a sospechar sin demasiado convencimiento que la mayor de sus culpas podía haber sido una libertad fundada en una falsa higiene de vida, un deseo egoísta de disponer de sí mismo en cada instante de un día reiteradamente único, sin lastres de ayer y de mañana. Visto con esa óptica todo lo que llevaba andado se le aparecía de pronto como un fracaso absoluto. «¿Fracaso de qué?», pensó, desasosegado. Nunca se había planteado la existencia en términos de triunfo; la noción de fracaso carecía entonces de sentido. «Sí, lógicamente -pensó-. Lógicamente.» Repetía la palabra, la hacía saltar en la lengua. Lógicamente. Pero el estómago, el sueño sobresaltado, la sospecha de que algo se acercaba que lo sorprendería desprevenido y desarmado, que había que prepararse. «Qué diablos» -pensó-, no es tan fácil echar por la borda las costumbres, este se parece mucho el surmenage. Como aquella vez que creí volverme loco y resultó un comienzo de septicemia…» No, no era fácil. Claudia parecía comprenderlo, no le había hecho ningún reproche a propósito de Bettina, pero curiosamente Medrano pensaba ahora que Claudia hubiera debido reprocharle lo que Bettina representaba en su vida. Sin ningún derecho, por supuesto, y mucho menos como una posible sucesora de Bettina. La sola idea de sucesión era insultante cuando se pensaba en una mujer como Claudia. Por eso mismo, quizá, ella hubiera podido decirle que era un canalla, hubiera podido decírselo tranquilamente, mirándolo con ojos en los que su propia intranquilidad brillaba como un derecho bien ganado, el derecho del cómplice, el reproche del reprochable, mucho más amargo y más justo y más hondo que el del juez o del santo. Pero por qué tenía que ser Claudia quien le abriera de golpe las puertas del tiempo, lo expulsara desnudo en el tiempo que empezaba a azotarlo obligándolo a fumar cigarrillo tras cigarrillo, morderse los labios y desear que de una manera u otra el puzzle acabara por recomponerse, que sus manos inciertas, novicias en esos juegos, buscaran tanteando los pedazos rojos, azules y grises, extrajeran del desorden un perfil de mujer, un gato ovillado junto ai fuego, un fondo de viejos árboles de fábula. Y que todo eso fuera más fuerte que el sol de las cuatro y media, el horizonte cobalto que entreveía con los ojos entornados, oscilando hacia arriba y hacia abajo con cada vaivén del