Raúl la miró fumar, cambiando de vez en cuando una sonrisa. Nada de lo que le había dicho lo tomaba de sorpresa, pero ahora lo sentía objetivamente, propuesto desde un segundo observador. El triángulo se cerraba, la medición se establecía sobre bases seguras. «Pobre intelectual, necesitado de pruebas», pensó sin amargura. El whisky empezaba a perder el gusto amargo del comienzo.
– Y vos -dijo Raúl-. Quiero saber de vos, ahora. Terminemos de emputecemos fraternalmente, la ducha está ahí al lado. Habla, confesa, el padre Costa es todo oídos.
– Estamos encantados de la buena idea que han tenido el señor doctor y el señor enfermo -dijo el maître-. Sírvase un gorro, a menos que prefiera una careta.
La señora de Trejo se decidió por un gorro violeta, y el maître alabó su elección. La Beba encontró que lo menos cache era una diadema de cartón plateado, con una que otra lentejuela roja. El maître iba de mesa en mesa distribuyendo las fantasías, comentando el progresivo (y tan natural) descenso de la temperatura, y tomando nota de las variaciones en materia de cafés e infusiones. En la mesa número cinco, asistidos por Nora y Lucio que tenían cara de sueño, don Galo y el doctor Restelli daban los últimos toques al orden del programa. De acuerdo con el maître se había decidido celebrar la velada en el bar; aunque más pequeño que el comedor se prestaba para ese género de fiestas (seguían ejemplos de viajes anteriores, y hasta un álbum con frases y firmas de pasajeros de nombres nórdicos). A la hora del café, el señor Trejo abandonó su mesa y completó solemnemente el triunvirato de los organizadores. Puro en mano, don Galo repasó la lista de participantes y la sometió a sus compañeros.
– Ah, aquí veo que el amigo López nos va a deslumbrar con sus habilidades de ilusionista -dijo el señor Trejo-. Muy bien, muy bien.
– López es un joven de notables condiciones -dijo el doctor Restelli-. Tan excelente profesor como amable contertulio.
– Me alegro de que esta noche prefiera el esparcimiento social a las actitudes exageradas y que le hemos visto últimamente -dijo el señor Trejo, aflautando la voz de manera de que López no pudiera enterarse-. Realmente ~esos jóvenes se dejan llevar por un espíritu de violencia nada loable, señores, nada loable.
– El hombre está amoscado -dijo don Galo- y se comprende que le hierva la sangre. Pero ya verán ustedes cómo se atemperan los ánimos después de nuestra fiestecita. Eso es lo que hace falta, que haya un poco de jolgorio. Inocente, claro.
– Así es -apoyó el doctor Restelli-. Todos estamos de acuerdo en que el amigo López se ha apresurado demasiado a proferir amenazas que a nada conducen.
Lucio miraba de cuando en cuando a Nora, que miraba el mantel o sus manos. Tosió, incómodo, y preguntó si no sería ya hora de pasar al bar. Pero el doctor Restelli sabía de buena fuente que el mozo y el maître estaban dando los últimos toques al arreglo del salón, colgando guirnaldas de cotillón y creando esa atmósfera propicia a las efusiones del espíritu y la civilidad.
– Exacto, exacto -dijo don Galo-. Efusiones del espíritu, eso es lo que yo digo. El jolgorio, vamos. Y en cuanto a esos gallitos, porque reparen ustedes que no se trata solamente del joven López, ya sabremos nosotros ponerlos en su sitio para que el viaje transcurra sin engorros. Bien recuerdo una ocasión en Pergamino, cuando el sub-gerente de mi sucursal…
Se oyó un amable batir de palmas, y el maître anunció que los señores pasajeros podían pasar a la sala de fiestas.
– Parece propio el Lunapar en carnaval -dictaminó el Pelusa, admirado de los farolitos de colores y los globos.
– Ay, Atilio, con esa careta me das un miedo -se quejó la Nelly -. Justamente te tenías que elegir la de gorila.
– Vos agárrate una buena silla y me guardas una, que yo voy a averiguar cuándo nos tenemos que preparar para el número. ¿Y su hermanito, señorita?
– Por ahí debe andar -dijo la Beba.
– Pero no vino a comer, no vino.
– No, dijo que le dolía la cabeza. Siempre le gusta hacerse el interesante.
– Qué le va a doler la cabeza -dijo el Pelusa, autoritario-. Seguro que le agarró algún calambre después del entrenamiento.
– No sé -dijo la Beba, desdeñosa-. Con lo consentido que lo tiene mamá, seguro que es un capricho para hacerse desear.
No era un capricho, tampoco un dolor de cabeza. Felipe había dejado venir la noche sin moverse de la cabina. Entró su padre, satisfecho de un truco ganado en ruda batalla, se bañó y volvió a salir, y luego la Beba hizo una corta aparición destinada presumiblemente a buscar unas partituras de piano que no aparecían en su valija. Tirado en la cama, fumando sin ganas, Felipe sentía descender la noche en el azul del ojo de buey. Todo era como un descenso, lo que pensaba deshilachadamente, el gusto cada vez más áspero y pegajoso del cigarrillo, el barco que a cada cabeceo le daba la impresión de hundirse un poco más en el agua. De un primer repertorio de injurias repetidas hasta que las palabras habían perdido todo sentido, derivaba a un malestar interrumpido por vaharadas de satisfacción maligna, de orgullo personal que lo hacían saltar de la cama, mirarse en el espejo, pensar en ponerse la camisa a cuadros amarillos y rojos y salir a cubierta con el aire de desafío o la indiferencia. Casi en seguida reingresaba a la humillada contemplación de su conducta, de sus manos tiradas sobre la cama y que no habían sido capaces de cortarle la cara a trompadas. Ni una sola vez se preguntó si realmente había sentido el deseo o la necesidad de cortarle la cara a trompadas; prefería reanudar los insultos o dejarse absorber por fantasmas en donde los actos de arrojo y las explicaciones al borde de las lágrimas terminaban en una voluptuosidad que le exigía desperezarse, encendei otro cigarrillo y dar una vuelta incierta por la cabina, preguntándose por qué se quedaba ahí encerrado en vez de sumarse a los otros que ya debían estar por cenar. En una de esas era seguro que iba a venir su madre, con las preguntas como metralla, impaciente y asustada a la vez. Tirándose otra vez en la cama, admitió de mala gana que después de todo él había sacado ventaja. «Debe estar desesperado», pensó, empezando a encontrar palabras para su pensamiento; La idea de Raúl desesperado era casi inconcebible, pero seguramente tenía que ser así, había salido de la cabina como si lo fueran a matar ahí mismo, blanco como un papel. «Blanco como un papel», pensó, satisfecho. Y ahora estaría solo, mordiéndose los puños de rabia. No era fácil imaginar a Raúl mordiéndose los puños; cada vez que se esforzaba por someterlo a la peor de las humillaciones morales, lo veía con su cara tranquila y un poco burlona, recordaba el gesto con que le había ofrecido la pipa o se le había acercado para acariciarle el pelo. A lo mejor estaba tan pancho tirado en la cama, fumando como si nada.
«No tanto -se dijo, vengativo-. Seguro que es la primera vez que lo sacan carpiendo en esa forma.» Eso le iba a enseñar a meterse con un hombre, maricón del diablo. Y pensar que hasta ese momento había estado engañado, había creído que era el único amigo con quien podría contar a bordo, en ese viaje sin mujeres que trabajarse, ni farra, ni por lo menos otros muchachos de su edad para divertirse en la cubierta. Ahora estaba listo, casi lo mejor era no salir de la cabina, total… Hacía un rato que la imagen de Paula se le aparecía como una sorpresa sumada a la otra, si en realidad la otra había sido una sorpresa. Pero Paula, ¿qué diablos representaba en el asunto? Barajaba dos o tres hipótesis instantáneas, igualmente crudas e insatisfactorias, y otra vez volvía a preocuparlo -pero precisamente entonces le nacían como vahos de satisfacción, momentos de gloria que le llenaban el pecho de aire y de humo de cigarrillo, ya no de pipa porque la pipa estaba tirada cerca de la puerta, y exactamente sobre ella, en la pared, la marca del choque rabioso-, otra vez lo preocupaba por qué tenía que haber sido él y no cualquier otro, por qué Raúl lo había buscado a él en seguida, casi la misma noche del embarque, en vez de irse a mariposear con otro. Casi no le importaba admitir que no había otro posible, que el repertorio era limitado y como fatal; en el hecho de que Raúl lo hubiera elegido encontraba al mismo tiempo la fuerza para estrellar una pipa contra la pared y para respirar profundamente, con los ojos entornados, como saboreando un privilegio especialísimo. Cómo se la iba a pagar, de eso podía estar bien seguro, se la iba a pagar pedacito a pedacito, hasta que aprendiera para siempre a no equivocarse. «Carajo. no es que yo le haya dado calce -se dijo enderezándose-. No soy Viana, yo, no soy Freilich, qué joder.» Le iba a demostrar hora por hora lo que era un hombre de verdad, aunque pretendiera sobrarlo con su cancha de pitucón platudo, con su pelirroja de puro cuento. Demasiado le había consentido que le diera consejos, que pretendiera ayudarlo. Se había dejado sobrar, y el otro había confundido una cosa con otra. Oyó un ruido en la puerta y se estremeció. Pucha que estaba nervioso. También… Miró de reojo a la Beba que olía el aire de la cabina frunciendo la nariz.