Claudia suspiró, reponiéndose de la masacre. Pasó la mano por la frente de Jorge.
– ¿De veras te sentís bien?
– Y claro -dijo Jorge, que esperaba el momento de su número-. Persio, mira la que se viene.
A una señal entre amable e imperiosa de don Galo, la Nelly avanzó hasta quedar arrinconada entre la cola del piano y la pared del fondo. Como no había contado con el reflector en plena cara («Está emocionada, pobrecita», decía doña Pepa para que todos oyeran), parpadeaba violentamente y terminó por levantar un brazo y taparse los ojos. El maître corrió obsequioso y alejó el reflector un par de metros. Todos aplaudían para alentar a la artista.
– Voy a declamar «Reír llorando», de Juan de Dios Peza -anunció la Nelly, poniendo las manos como si estuviera por hacer sonar unas castañuelas-. Viendo a Garrick, ator de la Inglaterra, la gente al aplaudirlo le decía…
– Yo también lo sé ese verso -dijo Jorge-. ¿Te acordás que lo recité en el café la otra noche? Ahora viene la parte del médico.
– Victimas del esplín los altos lores, en sus noches más negras y pardas -declamaba la Nelly -, iban a ver al rey de los atores, y cambiaban su esplín por carcajadas.
– La Nelly nació artista -confiaba doña Pepa a doña Rosita- Desde chiquita, créamelo, ya declamaba el zapatito me apreta y la media me da calor.
– El Atilio no -dijo doña Rosita, suspirando-. Lo único que le gustaba era aplastar cucarachas en la cocina y dale a la pelota en el patio. Si me habrá roto malvones, con los chicos es una lucha si se quiere tener la casa hecha un chiche. Apoyados en el mostrador, atentos a cualquier deseo del público o los artistas, el maître y el barman asistían al espectáculo. El barman estiró la mano hasta la manecilla de la calefacción y la pasó de 2 a 4. El maître lo miró, los dos sonríe ron; no entendían gran cosa de lo que declamaba la artista. El barman sacó dos botellas de cerveza y dos vasos. Sin hacer el menor ruido abrió las botellas, llenó los vasos. Medrano, semidormi do en el fondo del bar, les tuvo envidia, pero era complicado abrirse paso entre las sillas. Se dio cuenta de que se le había apagado el pucho en la boca, lo desprendió con cuidado de los labios. Estaba casi contento de no haberse sentado junto a Claudia, de poder mirarla desde la sombra, exactamente. «Qué hermosa es», pensó. Sentía una tibieza, una leve ansiedad como al borde de un umbral que por alguna razón no se va a franquear, y la ansiedad y la tibieza nacían de no poder franquearlo y que estuviera bien así. «Nunca sabrá el bien que me ha hecho», se dijo. Lastimado, confuso, con todos sus papeles en desorden, roto el peine y sin botones las camisas, sacudido por un viento que le arrancaba pedazos de tiempo, de cara, de vida muerta, se asomaba otra vez, más profundamente, a la puerta entornada e infranqueable a partir de donde, quizá, algo sería posible con más derecho, algo nacería de él y sería su obra y su razón de ser, cuando dejara a la espalda tanto que había creído aceptable y hasta necesario. Pero aún estaba lejos.
XXXIX
A mitad del pasillo se dio cuenta de que tenía la pipa en la mano, y volvió a enfurecerse. Después pensó que si llevaba también el tabaco podría convidar a Bob y demostrarle que sabía lo que era fumar. Se metió la lata en el bolsillo y volvió a salir, seguro de que a esa hora no había nadie en ios pasillos. Tampoco en el pasadizo central, tampoco en el largo pasaje donde la lamparilla violeta parecía más débil que nunca. Si esta vez tenía suerte y Bob lo dejaba pasar a la popa… La esperanza de vengarse lo hacía correr, lo ayudaba a luchar contra el miedo. «Pero fíjense, justamente el más jovencito resultó el más valiente, él solo ha descubierto la manera de llegar…» La Beba, por ejemplo, y hasta el viejo, pobre, la cara de rata ahogada en orina que pondría cuando todos lo alabaran. Pero eso no era nada al lado de Raúl. «Cómo, Raúl, ¿usted no sabía? Pero sí, Felipe se animó a meterse en la boca del lobo…» Los tabiques del pasadizo eran más estrechos que la vez anterior; se detuvo a unos dos metros de las puertas, miró hacia atrás. La verdad, el pasadizo parecía más estrecho, lo ahogaba. Abrir la puerta de la derecha fue casi un alivio. La luz de las bombillas colgando desnudas lo dejó medio ciego. No había nadie en la cámara, revuelta como siempre, llena de pedazos de correas, lonas, herramientas sobre el banco de trabajo. Tal vez por eso la puerta del fondo se recortaba mejor, como esperándolo. Felipe volvió a cerrar despacio, y avanzó en puntas de pie. A la altura del banco de trabajo se quedó inmóvil. «Hace un calor bárbaro aquí abajo», pensó. Oía con fuerza las máquinas, los ruidos venían de todas partes a la vez, se agregaban al calor y a la luz enceguecedora. Franqueó los dos metros que lo separaban de la puerta y probó despacio el picaporte. Alguien venía por el pasillo. Felipe se pegó a la pared para quedar cubierto por la puerta en caso de que la abrieran. «No era un ruido de pasos», pensó, angustiado. Un ruido, solamente. También ahora era un alivio entreabrir la puerta y mirar. Pero antes, como había leído en una novela policial, se agachó para que su cabeza no quedara a la altura de un balazo. Adivinó un pasillo angosto y oscuro; cuando sus ojos se habituaron, empezó a distinguir a unos seis metros los peldaños de una escalera. Sólo entonces se acordó de las palabras de Bob. Es decir que… Si volvía en seguida al bar y buscaba a López o a Medrano, a lo mejor entre dos podrían llegar sin peligro. ¿Pero qué peligro? Bob lo había amenazado nada más que para asustarlo. ¿Qué peligro podía haber en la popa? El tifus ni contaba, aparte de que él no se contagiaba nunca las enfermedades, ni las paperas siquiera.
Cerró despacio la puerta a su espalda y avanzó. Respiraba con dificultad en el aire espeso que olía a alquitrán y a cosas rancias. Vio una puerta a la izquierda y se adelantó hacia la escalerilla. Su propia sombra surgió delante de él, dibujándolo por un instante en el suelo, inmóvil y con un brazo alzado sobre la cabeza en un gesto de defensa. Cuando atinó a girar, Bob lo miraba desde la puerta abierta de par en par. Una luz verdosa salía de la cabina.
– Hasdala, chico.
– Hola -dijo Felipe, retrocediendo un poco. Sacó la pipa dei bolsillo y la tendió hacia la zona iluminada. No encontraba las palabras, la pipa temblaba entre sus dedos-. Ve, me acordé que usted… íbamos a charlar de nuevo, y entonces…
– Sa -dijo Bob-. Entra, chico, entra.
Cuando le llegó el turno, Medrano tiró el cigarrillo y fue a sentarse al piano con aire un tanto soñoliento. Acompañándose bastante bien se puso a cantar bagualas y zambas, imitando desvergonzadamente el estilo de Atahualpa Yupanqui. Lo aplaudieron largo rato y lo obligaron a cantar otras tonadas. Persio, que lo siguió, fue recibido con el respeto desconfiado que suscitan los clarividentes. Presentado por el doctor Restelli como un investigador de arcanos remotos, se puso a leer las líneas de la mano de los voluntarios, diciéndoles el repertorio corriente de banalidades entre las que, de cuando en cuando, deslizaba alguna frase sólo comprendida por el interesado y que bastaba para dejarlo estupefacto. Aburriéndose visiblemente, Persio terminó su ronda quiromántica y se acercó al mostrador para cambiar el porvenir por un refresco. El doctor Restelli recopilaba su vocabulario más escogido para presentar al benjamín de la tertulia, al promisor cuanto inteligente Jorge Lewbaum, en quien los pocos años no eran óbice para los muchos méritos. Este niño, notable exponente de la infancia argentina, haría las delicias de la velada gracias a su personalísima interpretación de algunos monólogos de los cuales era autor, y el primero de los cuales se titulaba «Narración del octopato».
– Yo lo escribí pero Persio me ayudó -dijo lealmente Jorge avanzando entre cerrados aplausos. Saludó muy tieso, coincidiendo por un instante con la descripción del doctor Restelli.
– Narración del octopato, por Persio y Jorge Lewbaum -dijo, y tendió una mano para apoyarse en la cola del piano. Dando un salto, el Pelusa llegó a tiempo para tomarlo del brazo antes de que se golpeara de boca contra el suelo.
Vaso de agua, aire, recomendaciones, tres sillas para tender al desmayado, botones que repentinamente se enconan y no ceden. Medrano miró a Claudia, inclinada sobre su hijo, y se acercó al mostrador.