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– Oh, nada serio. Los Trejo, que están al borde de la histeria porque les ha desaparecido el chico. Lo disimulan, pero…

– No estaba en el bar, ahora me recuerdo. Creo que Presutti lo anduvo buscando.

– Primero Presutti y después Raúl.

Perra.

– Pues no andará muy lejos -dijo Claudia, indiferente-. Los muchachos tienen caprichos, a veces… Tal vez le dio por pasar la noche en la cubierta.

– Tal vez -dijo Paula-. Menos mal que vo no soy tan histérica como ellos, y puedo advertir que también Raúl se ha borrado del mapa.

Claudia la miró. Paula había esperado su mirada y la recibió con una cara lisa, inexpresiva. Alguien iba y venía por el pasillo, en el silencio los pasos ahogados por el linóleo se marcaban uno tras otro, más cerca, más lejos. Medrano, o Persio, o López, o el afligido Presutti, preocupado de veras por Jorge.

Claudia bajó los ojos, bruscamente fatigada. La alegría que le había dado ver a Paula se perdía de golpe, reemplazada por un deseo de no saber más, de no aceptar esa nueva contaminación todavía informulada, suspendida de una pregunta o un silencio capaz de explicarlo todo. Paula había cerrado los ojos y parecía indiferente a lo que pudiera seguir, pero movía de pronto los dedos, tamborileando sin ruido en los brazos del sillón.

– Por favor, no pueden ser celos -dijo como para ella-. Les tengo tanta lástima.

– Vayase, Paula.

– Oh, claro. En seguida -dijo Paula, levantándose bruscamente-. Perdóneme. Vine para otra cosa, quería acompañarla. De puro egoísta, porque usted me hace bien. En cambio…

– En cambio nada -dijo Claudia-. Siempre podremos hablar otro día. Vayase a dormir, ahora. No se olvide de los zapatos.

Obedeció, salió sin volverse una sola vez.

Pensó que era curioso cómo una cierta idea del método puede inducir a obrar de determinada manera, aun sabiendo perfectamente que se pierde el tiempo. No encontraría a Felipe en la cubierta, pero lo mismo la recorrió lentamente, primero por babor y luego por estribor, parándose en la parte entoldada para habituar los ojos a la oscuridad, explorando la zona vaga y confusa de los ventiladores, los rollos de cuerda y los cabrestantes. Cuando volvió a subir, oyendo al pasar los aplausos que venían del bar, estaba decidido a golpear en la puerta de la cabina número cinco. Una negligencia casi. desdeñosa, como de quien tiene todo el tiempo por delante, se mezclaba con una inconfesada ansiedad por lograr y por demorar a la vez el encuentro. Se rehusaba a creer (pero lo sentía, y era más hondo, como siempre) que la ausencia de Felipe fuera un signo de perdón o de guerra. Estaba seguro de que no iba a encontrarlo en la cabina, pero llamó dos veces y acabó por abrir la puerta. Las luces encendidas, nadie adentro. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Volvió a salir rápidamente, porque tenía miedo de que la hermana o el padre vinieran en su busca y lo aterraba la idea del escándalo barato, el por-qué-está-usted-en-una-cabina-que-no-es-la-suya, todo el repertorio insoportable. De golpe era el despecho (ya ahí, debajo de todo, mientras andaba displicente por la cubierta, retardando el zarpazo), porque otra vez Felipe lo había burlado yéndose por su cuenta a explorar el barco, reivindicando sus derechos ofendidos. No había ningún signo, no había ninguna tregua. La guerra declarada, quizá el desprecio. «Esta vez le voy a pegar -pensó Raúl-. Que se vaya todo al diablo, pero por lo menos le quedará un recuerdo debajo de la piel.» Franqueó casi corriendo la distancia que lo separaba de la escalerilla del pasadizo central, se tiró abajo de a dos peldaños. Y sin embargo era tan chico, tan tonto; quién sabe si al final de todos esos desplantes no esperaría la reconciliación avergonzada, quizá con condiciones, con límites precisos, amigos sí, pero nada más, usted se confunde… Porque era estúpido decirse que todo estaba perdido, en el fondo Paula tenía razón. No se podía llegar a ellos con la verdad en la boca y en las manos, había que sesgar, corromper (pero la palabra no tenía el sentido que le daba el uso); tal vez así, un día, mucho antes del término del viaje, tal vez así… Paula tenía razón, lo había sabido desde el primer momento y sin embargo había equivocado la táctica. Cómo no aprovechar de esa fatalidad que había en Felipe, enemigo de sí mismo, pronto a ceder creyendo que resistía. Todo él era deseo y pregunta, bastaba lavarlo blandamente de la educación doméstica, de los slogans de la barra, de la convicción de que unas cosas estaban bien y otras mal, dejarlo correr y tirarle suavemente de la brida, darle la razón y deslizarle a la vez la duda, abrirle una nueva visión de las cosas, más flexible y ardiente. Destruir y construir en él, materia plástica maravillosa, tomarse el tiempo, sufrir la delicia del tiempo, de la espera, y cosechar en su día, exactamente a la hora señalada y decidida.

No había nadie en la cámara. Raúl miró la puerta del fondo y vaciló. No podía ser que hubiera tenido la audacia… Pero sí, podía ser. Tanteó la puerta, entró en el pasillo. Vio la escalera. «Ha llegado a la popa -pensó deslumbrado-. Ha llegado antes que nadie a la popa.» Le latía el corazón como un murciélago suelto. Olió el tabaco, lo reconoció. Por las junturas de la puerta de la izquierda filtraba una luz sorda. La abrió lentamente, miró. El murciélago se deshizo en mil pedazos, en un estallido que estuvo a punto de cegarlo. Los ronquidos de Bob empezaron a marcar el silencio. Tumbado entre Felipe y la pared, el águila azul alzaba y bajaba estertorosamente las alas a cada ronquido. Una pierna velluda, cruzada sobre las de Felipe, lo mantenía preso en un lazo ridículo. Se olía a vómito, a tabaco y a sudor. Los ojos de Felipe, desmesuradamente abiertos, miraban sin ver a Raúl parado en la puerta. Bob roncaba cada vez más fuerte, hizo un movimiento como si fuera a despertarse. Raúl dio dos pasos y se apoyó con una mano en la mesa. Sólo entonces Felipe lo reconoció. Se llevó las manos al vientre, estúpidamente, y trató de zafarse poco a poco del peso de la pierna que acabó resbalando mientras Bob se agitaba balbuceando algo y todo su cuerpo grasiento se sacudía como en una pesadilla. Sentándose en el borde de los colchones, Felipe estiró la mano buscando la ropa, tanteando en un suelo regado por su vómito. Raúl dio la vuelta a la mesa y con el pie empujó la ropa desparramada. Sintió que también él iba a vomitar y retrocedió hasta el pasillo. Apoyado en la pared, esperó. La escalerilla que llevaba a la popa no estaba a más de tres metros, pero no la miró ni una sola vez. Esperaba. Ni siquiera era capaz de llorar.

Dejó que Felipe pasara primero y lo siguió. Recorrieron la primera cámara y el pasadizo violeta. Cuando llegaban a la escalerilla, Felipe se tomó del pasamanos, giró en redondo y se dejó caer poco a poco en un peldaño.

– Déjame pasar -dijo Raúl, inmóvil frente a él.

Felipe se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Parecía mucho más pequeño, un niño crecido que se ha lastimado y no puede disimularlo. Raúl se tomó del pasamanos, y con una flexión trepó a los peldaños superiores. Pensaba vagamente en el águila azul, como si fuera necesario pensar en el águila azul para resistir todavía la náusea, llegar a su cabina sin vomitar en los pasillos. El águila azul, un símbolo. Exactamente el águila, un símbolo. No se acordaba para nada de la escalera de popa. El águila azul, pero claro, la pura mitología deliciosamente concentrada en un digest digno de los tiempos, águila y Zeus, pero claro, clarísimo, un símbolo, el águila azul.

H

Una vez más, quizá la última, pero quién podría decirlo; nada es claro aquí, Persio presiente que la hora de la conjunción ha cerrado la justa casa, vestido los muñecos con las justas ropas. Desatados tos oíos, respirando penosamente, solo en su cabina o en el puente, ve contra la noche dibujarse los muñecos, ajustarse las pelucas, continuar la velada interrumpida. Cumplimiento, alcance: las palabras más oscuras caen como gotas de sus ojos, tiemblan un momento al borde de sus labios. Piensa: "Jorge", y es una lágrima verde, enorme, que resbala milímetro a milímetro enganchándose en los pelos de la barba, y por fin se transmuta en una sal amarga que no se podría escupir en toda la eternidad. Ya no le importa prever la popa, lo que más allá se abre a otra noche, a otras caras, a una voluntad de puertas Stone. En un momento de tibia vanidad se creyó omnímodo, vidente, llamado a las revelaciones, y lo ganó la oscura certidumbre de que existía un punto central desde donde cada elemento discordante podía llegar a ser visto como un rayo de la rueda.