Extrañamente la gran guitarra ha callado en la altura, el Malcolm se mueve sobre un mar de goma, bajo un aire de tiza. Y como ya nada prevé de la popa, y su voluntad maniatada por el jadear de Jorge, por la desolación que arrasa la cara de su madre, cede a un presente casi ciego que apenas vale por unos metros de puente y de borda contra un mar sin estrellas, quizá entonces y por eso Persio se ahinca en la conciencia de que la popa es verdaderamente (aunque no le parezca a nadie así) su amarga visión, su crispado avance inmóvil, su tarea más necesaria y miserable. Las jaulas de los monos, los leones rondando los puentes, la pampa tirada boca arriba, el crecer vertiginoso de los cohihues, irrumpe y cuaja ahora en los muñecos que ya han ajustado sus caretas y sus pelucas, las figuras de la danza que repiten en un barco cualquiera las líneas y los círculos del hombre de la guitarra de Picasso (que fue de Apollinaire), y también son los trenes que salen y llegan a las estaciones portuguesas, entre tantos otros millones de cosas simultáneas, entre una infinidad tan pavorosa de simultaneidades y coincidencias y entrecruzamientos y rupturas que todo, a menos de someterlo a la inteligencia, se desploma en una muerte cósmica; y todo, a menos de no someterlo a la inteligencia, se llama absurdo, se llama concepto, se llama ilusión, se llama ver el árbol al precio del bosque, la gota de espaldas al mar, la mujer a cambio de la fuga al absoluto Pero los muñecos ya están compuestos y danzan delante de Persio; peripuestos, atildados,. algunos son funcionarios que en el pasado resolvían expedientes considerables, otros se llaman con nombres de a bordo y Persio mismo está entre ellos, rigurosamente calvo y súmero, servidor del zigurat, corrector de pruebas en Kraft, amigo de un niño enfermo. ¿Cómo no ha de acordarse a la hora en que todo parece querer violentamente resolverse, cuando ya las manos buscan un revólver en un cajón, cuando alguien boca abajo llora en una cabina, cómo no ha de acordarse Persio el erudito de los hombres de madera, de la estirpe lamentable de los muñecos iniciales? La danza en la cubierta es torpe como si danzaran legumbres o piezas mecánicas; la madera insuficiente de una torva y avara creación cruje y se bambolea a cada figura, todo es de madera, los rostros, las caretas, las piernas, los sexos, los pesados corazones donde nada se asienta sin cuajarse y agrumarse, las entrañas que amontonan vorazmente las sustancias más espesas, las manos que aferran otras manos para mantener de pie el pesado cuerpo, para terminar el giro. Agobiado de fatiga y desesperanza, harto de una lucidez que no le ha dado más que otro retorno y otra caída, asiste Persio a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano. Ahora serán abandonados por los dioses descontentos, ahora los perros y las vasijas y hasta las piedras de moler se sublevarán contra los torpes gólems condenados, caerán sobre ellos para hacerlos pedazos, y la danza se complicará de muerte, las figuras se llenarán de dientes y de pelos y de uñas; bajo el mismo cielo indiferente empezarán a sucumbir las imágenes frustradas, y aquí en este ahora donde también se alza Persio pensando en un niño enfermo y in una madrugada turbia, la danza seguirá sus figuras estilizadas, las manos habrán pasado por la manicura, las piernas calzarán pantalones, las entrañas sabrán del foie-gras y del muscadet, los cuerpos perfumados y flexibles danzarán sin saber que danzan todavía la danza de madera y que todo es rebelión expectante y que el mundo americano es un escamoteo, pero que debajo trabaron las hormigas, los armadillos, el clima con ventosas húmedas, los cóndores con piltrafas podridas, los caciques que el pueblo ama y favorece, las mujeres que tejen en los zaguanes a lo largo de sU vida, los empleados de banco y los jugadores de fútbol y los ingenieros orgullosos y los poetas empecinados en creerse importantes y trágicos, y los tristes escritores de cosas tristes, y las ciudades manchadas de indiferencia. Tapándose los ojos donde la popa entra ya como una espina, Persio siente, cómo el pasado inútilmente desmentido y aderezado se braza al ahora que lo parodia como los monos a los hombres de madera, como los hombres de carne a los hombres de madera. Todo lo que va a ocun ir será igualmente ilusorio, la sumersión en el desencadenamiento de los destinos se resolverá en un lujo de sentimientos favorecidos o contrariados, de derrotas y victorias igualmente dudosas. Una ambigüedad abisal, una irresolución insanable en el centro mismo de todas las soluciones: en un pequeño mundo igual a todos los mundos, a todos ios trenes, a todos los guitarreros, a todas las proas y a todas las popas, en un pequeño mundo sin dioses y sin hombres, los muñecos danzan en la madrugada. Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves.
TERCER DIA
XL
– Las tres y cinco -dijo López.
El barman se había ido a dormir a medianoche. Sentados detrás del mostrador, el maítre bostezaba de tiempo en tiempo pero seguía fiel a su palabra. Medrano, con la boca amarga de tabaco y mala noche, se levantó una vez más para asomarse a la cabina de Claudia.
A solas en el fondo del bar, López se preguntó si Raúl se habría ido a dormir. Raro que Raúl desertara en una noche así. Lo había visto un rato después de que llevaran a Jorge a su cabina; fumaba, apoyado en el tabique del pasillo de estribor, un poco pálido y con aire de cansado; pero había respondido en seguida al clima de excitación general provocado por la llegada del médico, mezclándose en la conversación hasta que Paula salió de la cabina de Claudia y los dos se fueron juntos después de cambiar unas palabras. Todas esas cosas se dibujaban perversamente en la memoria de López, que las reconstruía entre trago y trago de coñac o de café. Raúl apoyado en el tabique, fumando; Paula que salía de la cabina, con una expresión (¿pero cómo reconocer ya las expresiones de Paula, a Paula misma?); y los dos que se miraban como sorprendidos de encontrarse de nuevo -Paula sorprendida y Raúl casi fastidiado-, hasta echar a andar rumbo al pasadizo central. Entonces López había bajado a cubierta y se había quedado más de una hora solo en la proa, mirando hacia el puente de mando donde no se veía á nadie, fumando y perdiéndose en un vago y casi agradable delirio de cólera y humillación en el que Paula pasaba como una imagen de calesita, una y otra vez, y a cada paso él alargaba el brazo para golpearla, y lo dejaba caer y la desea ba, de pie y temblando la deseaba y sabía que no podría volver esa noche a su cabina, que era necesario velar, embrutecerse bebiendo o hablando, olvidarse de que una vez más ella se había negado a seguirlo y que estaba durmiendo al lado de Raúl o escuchando el relato de Raúl que le contaría lo que le había sucedido durante la velada, y entonces la calesita giraba otra vez y la imagen de Paula desnuda pasaba al alcance de sus manos, o Paula con la blusa roja, a cada vuelta distinta. Paula con su bikini o con un piyama que él no le conocía, Paula desnuda otra vez, tendida de espaldas contra las estrellas, Paula cantando Un jour tu verras, Paula diciendo amablemente que no, moviendo apenas la cabeza a un lado y a otro, no, no. Entonces López se había vuelto al bar a beber, y llevaba ya dos horas con Medrano, velando.
– Un coñac, por favor.
El maître bajó del estante la botella de Courvoisier.
– Sírvase uno usted -agregó López. Era gaucho el maître, era un poco menos de la popa que el resto de los glúcidos-. Y otro más, que ahí viene mí compañero.
Medrano hizo un gesto negativo desde la puerta.
– Hay que llamar otra vez al médico -dijo-. El chico está con casi cuarenta de fiebre.
El maître fue al teléfono y marcó el número.
– Tómese un trago de todos modos -dijo López-. Hace un poco de frío a esta hora.
– No, viejo, gracias.
El maître volvió hacia ellos una cara preocupada.
– Pregunta si ha tenido convulsiones o vómitos.
– No. Dígale que venga en seguida.