– Te queda precioso -dijo Paula, arrodillándose para quitarle las zapatillas-. Ahora sos de veras mi Jamaica John, mi héroe casi invicto.
– Poneme alguna cosa aquí -murmuró López, señalándose el estómago-. No puedo respirar, pucha que soy flojo. Total, un par de pifias…
– Pero vos le habrás contestado -dijo Paula, buscando otra toalla y haciendo correr el agua caliente-. ¿No trajiste alcohol? Ah, sí, aquí hay un frasco. Soltate el pantalón, si podes… Espera, te voy a ayudar a sacarte esa campera que parece de amianto. ¿Te podes enderezar un poquito? Si no, date vuelta y la sacamos poco a poco.
López la dejaba hacer, pensando todo el tiempo en los amigos. No era posible que por un lípido de porra tuviera que quedar fuera de combate. Cerrando los ojos, sintió las manos de Paula que andaban por sus brazos, librándolo de la campera, y que después le soltaban el cinturón, desa botonaban la camisa, ponían algo tibio sobre su piel. Una o dos veces sonrió porque el pelo de Paula le hacía cosquillas en la cara. De nuevo le andaba suavemente en la nariz, cambiándole los algodones. Sin querer, sin pensar, López estiró un poco los labios. Sintió la boca de Paula contra la suya, liviana, un beso de enfermera. La apretó en sus brazos, respirando penosamente, y la besó mordiéndola, hasta hacerla gemir.
– Ah traidor -dijo Paula, cuando pudo soltarse-. Ah bellaco. ¿Qué clase de paciente sos?
– Paula.
– Cállese la boca. No me venga con arrumacos porque le han pegado una paliza. No hace media hora eras un frigidaire último modelo.
– Y vos -murmuró López, queriendo atraerla otra vez-. Y vos, más que mala. Cómo podes decir…
– Me vas a henar de sangre -dijo cruelmen te Paula-. Sé obediente, mi corsario negro. No estás ni vestido ni desvestido, ni en la cama ni fuera de ella… No me gustan las situaciones am biguas, sabés. ¿Sos mi enfermo o qué? Espera que te cambie otra vez el paño del estómago. ¿Puedo mirar sin ofensa a mi natural pudor? Sí, puedo mirar. ¿Dónde tenes la llave de tu preciosa cabina?
Lo tapó hasta el cuello con la manta y fue a mojar las toallas. López, después de buscar confusamente en los bolsillos del pantalón, le alcanzó la llave. Veía todo un poco borroso, pero lo bastante claro para darse cuenta de que Paula se estaba riendo.
– Si te vieras, Jamaica John… Ya tenes un ojo completamente cerrado, y el otro me mira con un aire… Pero esto te va a hacer bien, espera…
Cerró con llave, se acercó retorciendo una toalla. Así, así. Todo estaba bien. Más despacio, un poco de algodón en la nariz que todavía sangraba. Había sangre por todos lados, la almohada era un horror, y la manta, la camisa blanca que López se quitaba a manotazos. «Lo que voy a tener que lavar», pensó, resignada. Pero una buena enfermera… Se dejó abrazar quietamente, cediendo a las manos que la atraían, la apretaban contra su cuerpo, empezaban a correr por ella que tenía los ojos muy abiertos mientras sentía subir la vieja fiebre, la misma vieja fiebre que los mismos viejos labios enconarían y aliviarían, alternadamente, a lo largo de las horas que empezaban como las viejas horas, bajo los viejos dioses, para agregarse al viejo pasado. Y era tan hermoso y tan inútil.
XLI
– Déjenme ir delante, conozco bien esta parte.
Agachados, negándose a la pared de la izquierda, se movieron ep fila india hasta que Raúl llegó a la puerta de la cabina. «Todavía seguirá roncando entre los vómitos -pensó-. Si está ahí, si nos ataca, ¿le voy a pegar un tiro? ¿¿Y se lo voy a pegar porque nos ataca?» Abrió la puerta poco a poco, hasta encontrar al tanteo la llave de la luz. Encendió y volvió a apagar; sólo él podía medir el alivio rencoroso de no ver a nadie ahí adentro.
Como si su mando terminara exactamente en ese punto, dejó que Medrano subiera el primero la escalerilla. Pegados a él, arrastrándose casi sobre los peldaños, se asomaron a la oscuridad de un puente cubierto. No se veía más allá de un metro, entre el cielo y las sombras de la popa había apenas una diferencia de grado. Medrano esperó un momento.
– No se ve nada, che. Habrá que meterse en algún lado hasta que amanezca, si seguimos así nos van a quemar como quieran.
– Ahí hay una puerta -dijo el Pelusa-. Qué oscuro que está todo. Dios te libre.
Se deslizaron fuera de la escotilla y en dos saltos llegaron a la puerta. Estaba cerrada, pero Raúl golpeó en el hombro a Medrano para indicarle una segunda puerta a unos tres metros. El Pelusa llegó el primero, la abrió de golpe y se agachó hasta el suelo. Los otros esperaron un segundo antes de reunírsele; la puerta se cerró sin ruido. Inmóviles, escucharon. No se oía respirar, un olor a madera lustrada les recordó las cabinas de proa. Paso a paso Medrano fue hasta la ventanilla y corrió la cortina. Encendió un fósforo y lo apagó entre los dedos; la cabina estaba vacía.
La llave de la puerta había quedado del lado de adentro. Cerraron y se sentaron en el suelo a fumar y a esperar. No había nada que hacer hasta que amaneciera. Atilio se inquietaba, quería saber si Medrano o Raúl tenían algún plan. Pero no lo tenían, simplemente esperar hasta qué el alba permitiera entrever la popa, y entonces abrirse paso de alguna manera hasta la cabina de radio.
– Fenómeno -dijo el Pelusa.
En la oscuridad, Medrano y Raúl sonrieron. Se estuvieron callados, fumando, hasta que la respiración de Atilio empezó a subir de tono. Hombro contra hombro, Medrano y Raúl encendieron un nuevo cigarrillo.
– Lo único que me preocupa es que alguno de los glúcidos se largue a la proa y descubra que le hemos metido preso a un colega y a un par de lípidos.
– Poco probable -dijo Medrano-. Si hasta ahora no iban aunque los llamáramos a gritos, difícil que de golpe les dé por cambiar de hábitos. Más miedo le tengo al pobre López, es capaz de creerse obligado a reunirse con nosotros, y está desarmado.
– Sería una lástima -dijo Raúl-. Pero no creo que venga.
– Ah.
– Mi querido Medrano, su discreción es deliciosa. Un hombre capaz de decir: «Ah» en vez de preguntarme las razones de mi parecer…
– En realidad me las puedo imaginar.
– Por supuesto -dijo Raúl-. De todos modos creo que hubiera preferido la pregunta. Será la hora, esta oscuridad fragante de fresno, o la perspectiva de que nos rompan la cabeza antes de mucho… No es que sea particularmente sentimental ni que me entusiasmen las confidencias, pero no me molestaría decirle lo que eso representa para mí.
– Dígalo, che. Pero no levante la voz.
Raúl estuvo un rato callado.
– Supongo que busco un testigo, como siempre. Por las dudas, claro; bien podría suceder que me pasara algo desagradable. Un mensajero, más bien, alguien que le diga a Paula… Ahí está la cosa: ¿qué le va a decir? ¿A usted le gusta Paula?
– Sí, mucho -dijo Medrano-. Me da pena que no sea feliz.
– Pues alégrese -dijo Raúl-. Aunque le parezca raro de mi parte, estoy seguro de que a esta hora Paula está siendo todo lo feliz que puede serlo en esta vida. Y eso es lo que el mensajero tendría que repetirle, llegado el caso, como una expresión de buenos deseos. To Althea, going to the wars -agregó como para él.
Medrano no dijo nada y se quedaron un rato escuchando el ruido de las máquinas y algún chapoteo que les llegaba desde lejos. Raúl suspiró, cansado.
– Me alegro de haberlo conocido -dijo-. No creo que tengamos mucho en común, salvo la preferencia por el coñac de a bordo. Sin embargo aquí estamos juntos, no se sabe bien por qué.
– Por Jorge, supongo -dijo Medrano.
– Oh, Jorge… Había ya tantas cosas detrás de Jorge.
– Cierto. Tai vez el único que está aquí realmente por Jorge es Atilio.
– Right you are.
Estirando la mano, Medrano descorrió un poco la cortina. El cielo empezaba a palidecer. Se preguntó si todo aquello tendría algún sentido para Raúl. Aplastando cuidadosamente la colilla contra el suelo, se quedó mirando la débil raja grisácea. Habría que despertar a Atilio, prepararse a salir. «Había yi tantas cosas detrás de Jorge», había dicho Raúl. Tantas cosas, pero tan vagas, tan revueltas. ¿Para todos sería como para él, sobrepasado de golpe por un amontonamiento confuso de recuerdos, de bruscas fugas en todas direcciones? La forma de la mano de Claudia, la voz de Claudia, la búsqueda de una salida… Afuera aclaraba poco a poco, y él hubiera querido que también su ansiedad saliera hacia el día al mismo tiempo, pero nada era seguro, nada estaba prometido. Deseó volver a Claudia, mirarla largamente en los ojos, buscar allí una respuesta. Eso lo sabía, de eso por lo menos se sentía seguro, la respuesta estaba en Claudia aunque ella lo ignorara, aunque también se creyera condenada a preguntar. Así, alguien manchado por una vida incompleta podía, sin embargo, dar plenitud en su hora, marcar un camino. Pero ella no estaba a su lado, la oscuridad de la cabina, el humo del tabaco eran la materia misma de su desconcierto. Cómo ordenar por fin todo aquello que había creído tan ordenado antes de embarcarse, crear una perspectiva donde la cara enmarañada de lágrimas de Bettina no fuera ya posible, alcanzar de alguna manera el punto central desde donde cada elemento discordante pudiera llegar a ser visto como un rayo de la rueda. Verse a sí mismo andando, y saber que eso tenía un sentido; querer, y saber que su cariño tenía un sentido; huir, y saber que la fuga no sería una traición más. No sabía si amaba a Claudia, solamente hubiera querido estar junto a ella y a Jorge, salvar a Jorge para que Claudia perdonara a León. Sí, para que Claudia perdonara a León, o dejara de amarlo, o lo amara todavía más. Era absurdo, era cierto: para que Claudia perdonara a León antes de perdonarlo a él, antes de que Bettina lo perdonara, antes de que otra vez pudiera acercarse a Claudia y a Jorge para tenderles la mano y ser feliz.