– ¿Vos mirabas las estrellas con un telescopio, persio?
– Oh, no -dijo Persio-. Sabés, ciertas cosas nay que mirarlas con los ojos desnudos. No es que me oponga a la ciencia, pero pienso que sólo una visión poética puede abarcar el sentido de las figuras que escriben y conciertan los ángeles. Esta noche, aquí en este pobre café, puede haber una de esas figuras.
– ¿Dónde está la figura, Persio? -dijo Jorge, mirando para todos lados.
– Empieza con la lotería -dijo Persio muy serio-. Un juego de bolillas ha elegido a unos cuantos hombres y mujeres entre varios cientos de miles. A su vez los ganadores han elegido sus acompañantes, cosa que por mi parte agradezco mucho. Fíjese, Claudia, nada hay de pragmático ni de funcional en la ordenación de la figura. No somos la gran rosa de la catedral gótica sino la instantánea y efímera petrificación de la rosa del calidoscopio. Pero antes de ceder y deshojarse ante una nueva rotación caprichosa, ¿qué juegos se jugarán entre nosotros, cómo se combinarán los colores fríos y los cálidos, los lunáticos y los mercuriales, los humores y los temperamentos?
– ¿De qué calidoscopio estás hablando, Persio? -dijo Jorge.
Se oyó a alguien que cantaba un tango.
XI
Tanto la madre como el padre y la hermana del alumno Felipe Trejo opinaron que no estaría mal pedir un té con masas. Vaya a saber a qué hora se cenaría a bordo, y además no era bueno subir con el estómago vacío (a los helados no se les puede llamar comida, es algo que se derrite). A bordo convendría comer cosas secas al principio, y acostarse boca arriba. Lo peor para el mareo era la sugestión. Tía Felisa se mareaba de sólo ir al puerto, o en el cine cuando pasaban una de submarinos. Felipe escuchaba con un infinito aburrimiento las frases que se sabía de memoria. Ahora su madre diría que cuando era joven se había mareado en el Delta. Ahora el señor Trejo le haría notar que él le había aconsejado ese día que no comiera tanto melón. Ahora la señora de Trejo diría que el melón no había tenido la culpa porque lo había comido con sal y el melón con sal no hace daño. Ahora le hubiera gustado saber de qué hablaban en la mesa de Gato Negro y López; seguro que del Nacional, de qué iban a hablar los profesores. En realidad hubiera tenido que ir a saludar a los profesores pero para qué, ya se los encontraría a bordo. López no le molestaba, al contrario, era un tipo macanudo, pero Gato Negro, justamente esa secatura venir a ligarse un premio.
Inevitablemente volvió a pensar en la Negrita, que se había quedado en casa con una cara no muy triste pero un poco triste. No por él, claro. Lo que le dolía a la muy atorranta era no poder viajar con los patrones. En el fondo él había sido un idiota, total si exigía que viniera la Negrita su madre hubiera tenido que aflojar. O la Negrita o nadie. «Pero, Felipe…» «¿Y qué? ¿No te viene bien tener la mucama a bordo?» Pero ahí se hubieran dado cuenta de sus intenciones. Capaces de hacerle la porquería de que no era mayor de edad, aviso al juez y minga de crucero. Se preguntó si realmente los viejos hubieran sacrificado el viaje por eso. Seguro que no. Bah, al fin y al cabo qué le importaba la Negrita. Hasta el final no había querido que él subiera a su pieza por más que la toqueteaba en el pasillo y le hablaba de regalarle un reloj pulsera en cuanto le sacara plata al viejo. Chinita desgraciada, y pensar que con esas piernas… Felipe empezó a sentir ese dulce ablandamiento del cuerpo que anunciaba un fenómeno enteramente opuesto, y se sentó derecho en la silla. Eligió la masa con más chocolate, un décima de segundo antes que la Beba.
– El grosero de siempre. Angurriento.
– Acabala, dama de las camelias.
– Chicos… -dijo la señora de Trejo.
A bordo quién sabe si habría pibas para trabajarse. Se acordó -sin ganas pero inevitablemente- de Ordóñez, el capo de la barra de quinto año, sus consejos en un banco del Congreso una noche de verano. «Apílate firme, pibe, ya sos grande para hacerte la paja.» A su negativa desdeñosa pero un poco azorada, Ordóñez había contestado con una palmada en la rodilla. «Anda, anda, no te hagas el machito conmigo. Te llevo dos años y sé. A tu edad es pura María Muñeca, che. ¿Qué tiene de malo? Pero ahora que ya vas a las milongas no te podes conformar con eso. mirá, la primera que te dé calce te la llevas a •remar al Tigre, ahí se puede coger en todas partes. Si no tenes guita me avisas, yo le digo a mi hermano el contador que te deje el bulín una tarde. Siempre en la cama es mejor, te imaginas…» Y una serie de recuerdos, de detalles, de consejos de amigo. Con toda su vergüenza y su rabia, Felipe le había estado agradecido a Ordóñez. Qué diferencia con Alfieri, por ejemplo. Claro que Alfieri…
– Aquí parece que va a haber música -dijo la señora de Trejo.
– Qué chabacano -dijo la Beba -. No deberían permitir.
Cediendo a los gentiles pedidos de parientes y amigos, el popular cantor Humberto Roland se había puesto de pie mientras el Pelusa y el Rusito ayudaban con gran reparto de empujones y argumentos a que los tres bandoneonistas pudieran instalarse cómodos y desenfundar los instrumentos. Se oían risas y algunos chistidos, y la gente se agolpaba en las ventanas que daban a la Avenida. Un vigilante miraba desde Florida con evidente desconcierto.
– ¡Fenómeno, fenómeno! -gritaba el Rusito-. ¡Che Pelusa, qué grande que es tu hermano!
El Pelusa se había instalado otra vez al lado de la Nelly y hacía gestos para que se callara la gente.
– ¡Che, a ver si atienden un poco! Mama mía, este local es propiamente la escomúnica.
Humberto Roland tosió y se alisó el pelo.
– Tendrán que perdonar que no pudimos venir con la sección rítmica -dijo-. Se hará lo que se pueda.
– Eso, pibe, eso.
– En despedida a mi querido hermano y a su simpática novia, les voy a cantar el tango de Visca y Cadícamo, Muñeca brava.
– ¡Fenómeno! -dijo el Rusito.
Los bandoneones culebrearon la introducción y Humberto Roland, luego de colocar la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y proyectar la derecha en el aire, cantó:
– Che madám que parlas en francés
y tirás ventolín a dos manos,
que cenas con champán bien frapé
y en el tango enredas tu ilusión…
Era perceptible en el London una repentina cuanto sorprendente inversión acústica, pues al quedar la mesa del Pelusa sumida en cadavérico silencio, las charlas de los alrededores se volvían más conspicuas. El Pelusa y el Rusito pasearon miradas furibundas, mientras Humberto Roland engolaba la voz.
– Tenés un camba que te acamala
y veinte abriles, que son diqueros…
Carlos López se sintió perfectamente feliz, y se lo hizo saber a Medrano. El doctor Restelli estaba visiblemente molesto -según dijo- por el cariz que tomaban los acontecimientos.
– Soltura envidiable de esa gente -dijo López-. Hay casi una perfección en la forma en que actúan dentro de sus posibilidades, sin la menor sospecha de que el mundo sigue más allá de los tangos y de Racing.
– Miren a Don Galo -dijo Medrano-. El viejo se está asustando, me parece.
Don Galo había pasado de la estupefacción a las señas conminatorias al chófer que entró corriendo, escuchó a su amo y volvió a salir. Lo vieron que hablaba con el vigilante que asistía a la escena desde la ventana de Florida. También vieron el gesto del vigilante, consistente en juntar jos cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.
– Seguro -comentó Medrano-. ¿Qué tiene de malo, al fin y al cabo?
– Te llaman todos muñeca brava
porque a los giles mareas sin grupo…
Paula y Raúl gozaban enormemente de la escena, mucho más que Lucio y Nora, visiblemente desconcertados. Una helada prescindencia contraía a la familia de Felipe, quien observaba fascinado las fulgurantes marchas y contramarchas de los dedos de los bandoneonistas. Más allá Jorge entraba en su segundo helado, y Claudia y Persio andaban perdidos en su charla metafísica. Por sobre todos ellos, por encima de la indiferencia o el regocijo de los habitúes del London, Humberto Roland llegaba al desenlace melancólico de tanta gloria porteña: