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Veía el cuello del rompevientos tapando la garganta; empezaba a distinguir las manchas negruzcas en la lana, el coágulo casi imperceptible en la comisura de los labios. Todo eso era por Jorge, es decir por ella; esa muerte era por ella y por Jorge, esa sangre, ese rompevientos que alguien había subido y arreglado, esos brazos pegados al cuerpo, esas piernas tapadas con una manta de viaje, ese pelo revuelto, esa mandíbula un poco levantada mientras la frente corría hacia atrás como resbalando en la almohada baja. No podría llorar por él, no tenía sentido llorar por alguien que apenas se conocía, alguien simpático y cortés y quizá ya un poco enamorado y en todo caso lo bastante hombre para no soportar la humillación de ese viaje, pero que no era nadie para ella, apenas unas horas de charla, una cercanía virtual, una mera posibilidad de cercanía, una mano firme y cariñosa en la suya, un beso en la frente de Jorge, una gran confianza, una taza de café muy caliente. La vida era esa operación demasiado lenta, demasiado sigilosa para mostrarse en toda su profundidad; hubieran tenido que pasar muchas cosas, o no pasar cosas y que eso fuera lo que pasaba, hubieran tenido que encontrarse poco a poco, con fugas y retrocesos y malentendidos y reconciliaciones, en todos los planos en que ella y Gabriel se asemejaban y se necesitaban. Mirándolo con algo que participaba del despecho y del reproche, pensó que él la había necesitado y que era una traición y una cobardía marcharse así, abandonarse a sí mismo a la hora del encuentro. Lo retó, inclinándose sobre él sin temor y sin lástima, le negó el derecho de morir antes de estar vivo en ella, de empezar verdaderamente a vivir en ella. Le dejaba un fantoche cariñoso, una imagen de veraneo, de hotel, le dejaba apenas su apariencia y algunos momentos en que la verdad había luchado por abrirse paso; le dejaba un nombre de mujer que había sido suya, frases que le gustaba repetir, episodios de infancia, una mano huesuda y firme; era la suya, una manera hosca de sonreír y de no preguntar. Se iba como si tuviera miedo, elegía la más vertiginosa de las fugas, la de la inmovilidad irremediable, la del silencio hipócrita. Se negaba a seguir esperándola, a merecerla, a apartar una por una las horas que los distanciaban del encuentro. De qué valía que besara esa frente fría, que peinara con dedos estremecidos ese pelo pegajoso y enredado, que algo suyo y caliente corriera ahora por una cara enteramente vuelta hacia adentro, más lejana que cualquier imagen del pasado. No podría perdonarlo jamás, mientras se acordara de él le reprocharía haberla privado de un posible tiempo nuevo, un tiempo donde la duración, el estar viva en el centro mismo de la vida, renaciera en ella rescatándola, quemándola, reclamándole lo que el tiempo de todos los días no le reclamaba. Como un sordo girar de engranajes en las sienes, sentía ya que el tiempo sin él se desarrollaba en un camino interminable igual al tiempo de antes, al tiempo sin León, al tiempo de la calle Juan Bautista Alberdi, al tiempo de Jorge que era un pretexto, la mentira materna por excelencia, la coartada para justificar el estancamiento, las novelas fáciles, la radio por la tarde, el cine por la noche, el teléfono a cada hora, los febreros en Miramar. Todo eso podría haber cesado si él no estuviese ahí con las pruebas del robo y el abandono, si no se hubiera hecho matar como un tonto para no llegar a vivir de verdad en ella y hacerla vivir con su propia vida. Ni él ni ella hubieran sabido jamás quién necesitaba del otro, así como dos cifras no saben el número que componen; de su doble incertidumbre hubiera crecido una fuerza capaz de transformarlo todo, de llenarles la vida de mares, de carreras, de inauditas aventuras, de reposos como miel, de tonterías y catástrofes hasta un fin más merecido, hasta una muerte menos mezquina. Su abandono antes del encuentro era infinitamente más torpe y más sórdido que el abandono de sus amantes pasadas. De qué podía quejarse Bettina al lado de su queja, qué reproche urdirían sus labios frente a ese desposeimiento interminablemente repetido, que ni siquiera nacía de un acto de su voluntad, ni siquiera era su propia obra. Lo habían matado como a un perro, eligiendo por él, acabándole la vida sin que pudiera aceptar o negarse. Y que no tuviera la culpa era así, frente a ella, muerto ahí frente a ella, la peor, la más insanable de las culpas. Ajeno, librado a otras voluntades, grotesco blanco para la puntería de cualquiera, su traición era como el infierno, una ausencia eternamente presente, una carencia llenando el corazón y los sentidos, un vacío infinito en el que ella caería con todo el peso de su vida. Ahora sí podía llorar, pero no por él. Lloraría por su sacrificio inútil, por su tranquila y ciega bondad que lo había llevado al desastre, por lo que había tratado de hacer y quizá había hecho para salvar a Jorge, pero detrás de ese llanto, cuando el llanto cesara como todos los llantos, vería alzarse otra vez la negativa, la fuga, la imagen de un amigo de dos días que no tendría fuerzas para ser su muerto de toda la vida. «Perdón por decirte todo esto -pensó desesperada-, pero estabas empezando a ser algo mío, ya entrabas por mi puerta con un paso que yo reconocía desde lejos. Ahora seré yo la que huya, la que pierda muy pronto lo poco que tenía de tu cara y de tu voz y de tu confianza. Me has traicionado de golpe, eternamente; pobre de mí, que perfeccionaré mi traición todos los días, perdiéndote de a poco, cada vez más, hasta que ya no seas ni siquiera una fotografía, hasta que Jorge no se acuerde de nombrarte, hasta que otra vez León entre en mi alma como un torbellino de hojas secas, y yo dance con su fantasma y no me importe».

XLIII

A las siete y media algunos pasajeros acataron el llamado del gongo y subieron al bar. La detención del Malcolm no los sorprendía demasiado; era previsible que después de las locuras insensatas de esa noche se empezarían a pagar las consecuencias. Don Galo lo proclamó con su voz más chirriante mientras untaba rabiosamente las tostadas, y las señoras presentes asintieron con suspiros y miradas cargadas de reproche y profecía. La mesa de los malditos recibía de tiempo en tiempo una alusión o un par de ojos condenatorios que se fijaban obstinados en la cara amoratada de López, en el pelo suelto y descuidado de Paula, en la sonrisa soñolienta de Raúl. La noticia de la muerte de Medrano había provocado un desmayo en doña Pepa y una crisis histérica en la señora de Trejo; ahora procuraban reponerse frente a las tazas de café con leche. Temblando de rabia al pensar en las horas que había pasado prisionero en el bar, Lucio apretaba los labios y se abstenía de comentarios; a su lado, Nora se sumaba oficiosamente al partido de la paz y se unía en voz baja a los comentarios de doña Rosita y de la Nelly, pero no podía impedirse mirar a cada momento hacia la mesa de López y Raúl, como si para ella al menos, las cosas distasen de estar claras. Imagen de la rectitud agraviada, el maître iba de una mesa a otra, recibía los pedidos, se inclinaba sin hablar, y de cuando en cuando miraba los hilos arrancados del teléfono y suspiraba.