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Casi nadie había preguntado por Jorge, la truculencia podía más que la caridad. Capitaneadas por la señora de Trejo, doña Pepa, la Nelly y doña Rosita habían pretendido meterse muy temprano en la cabina mortuoria para adoptar las diversas disposiciones en que descuella la necrofilia femenina. Atilio, que había tenido una pelea a grito pelado con la familia, les adivinó la intención y fue a plantarse como fierro frente a la puerta. A la cortante invitación de la señora de Trejo para que las dejase entrar a cumplir sus deberes cristianos, respondió con un: «Vayasén a bañar», que no admitía dudas. Al ademán que hizo la señora de Trejo como para abofetearlo, el Pelusa respondió con un gesto tan significativo que la digna señora, vejada en lo más hondo, retrocedió con el rostro empurpurado mientras reclamaba a gritos la presencia de su esposo. Pero el señor Trejo no aparecía por ninguna parte, y las damas acabaron por marcharse, la Nelly bañada-en-lágrimas, doña Pepa y doña Rosita aterradas por la conducta del hijo y futuro yerno, la señora de Trejo en plena crisis de urticaria nerviosa. En cierto modo el desayuno se proponía como una tirante tregua en la que todos se observaban de reojo, con la desagradable sensación de que el Maícolm se había detenido en medio del mar, es decir que el viaje se interrumpía y algo iba a suceder, vaya a saber qué.

A la mesa de los malditos acababa de sumarse el Pelusa, a quien Raúl invitó con un ademán apenas lo vio asomar a la puerta. Iluminada la cara por una sonrisa de felicidad, el Pelusa corrió a instalarse entre sus amigos, mientras la Nelly bajaba los ojos hasta casi tocar las tostadas, y su madre se iba poniendo más y más roja. Dándoles la espalda, el Pelusa se sentó entre Paula y Raúl que se divertían una barbaridad. López, masticando con muchas precauciones un bizcocho, le guiñó el ojo que le quedaba abierto.

– Me parece que a su familia no le entusiasma su presencia en esta mesa contaminada -dijo Paula.

– Yo tomo la leche donde quiero -dijo Atilio-. Que me dejen de incordiar, a la qué tanto.

– Seguro -dijo Paula, y le ofreció pan y manteca-. Asistamos ahora a la llegada majestuosa del señor Trejo y del doctor Restelli.

La voz cascada de don Galo saltó como un tapón de champaña. Se alegraba de ver que los amigos habían podido dormir un par de horas por lo menos, después de la incalificable noche que habían pasado prisioneros. Por su parte le había sido imposible conciliar el sueño a pesar de una doble dosis de Bromural Knoll. Pero ya tendría tiempo de dormir una vez que se hubieran deslindado las responsabilidades y sancionado ejemplarmente a los inconscientes fautores de tan tamaña barbaridad.

– Aquí se va a armar antes de dos minutos -murmuró Paula-. Carlos, y vos, Raúl, quédense quietos.

– Ma sí, ma sí -decía el Pelusa, metido en su cafe con leche-. Qué escombro que hacen por nada.

López miraba curioso al doctor Restelli, que se cuidaba de devolverle la mirada. De la mesa de las señoras brotó un: «¡Osvaldo!» imperioso, y el señor Trejo, que se encaminaba a un sitio vacío, pareció recordar una obligación y, cambiando 5e rumbo, se acercó a la mesa de los malditos y encaró a Atilio que luchaba con un bocado algo excesivo de pan con dulce de frutilla.

– ¿Se puede saber, joven, con qué derecho ha pretendido impedir el paso de mi esposa en la… en la capilla ardiente, digamos?

El Pelusa tragó el bocado con singular esfuerzo, y su nuez de Adán pareció a punto de reventar.

– Ma si lo único que querían era escorchar la paciencia -dijo

– ¿Cómo dice? ¡Repita eso!

A pesar de que Raúl le hacía señas de que no se moviera, el Pelusa echó atrás la silla y se levantó.

– Mejor acábela -dijo, juntando los dedos de la mano izquierda y metiéndolos debajo de la nariz del señor Trejo-. ¿Pero usté quiere que yo me enoje de veras? ¿No le alcanzó con el castigo? ¿No estuvo bastante en penitencia, usted y todos ésos, manga de cagones?

– ¡Atilio! -dijo virtuosamente Paula, mientras Raúl se retorcía de risa.

– ¡Ma sí, ya que me vienen a buscar me van a oír! -gritó el Pelusa con una voz que rajaba los platos-. ¡Manga de atorrantes, meta hablar y hablar, y que sí y que no, y entre tanto el pibe se estaba muriendo, se estaba! ¿Qué hicieron, dígame un poco? ¿Se movieron, ustedes? ¿Fueron a buscar ai doctor, ustedes? ¡Fuimos nosotros, pa que lo sepa! ¡Nosotros, aquí el señor, y el señor que bien que le rompieron la cara! Y el otro señor… sí, el otro… y después va a pretender que yo deje entrar a cualquiera en el camarote…

Se atragantaba, demasiado emocionado para seguir. Tomándolo del brazo, López trató de que se sentara, pero el Pelusa se resistía. Entonces López se levantó a su vez y miró en la cara al señor Trejo.

– Vox populi, vox Dei -dijo-. Vaya a tomar su desayuno, señor. En cuanto a usted, señor Porrino, ahórrenos sus comentarios. Y ustedes también, señoras y señoritas.

– ¡Incalificable! -vociferó don Galo, entre un coro de gemidos y exclamaciones femeninas-. ¡Abusan de su fuerza!

– ¡Deberían haberlos matado a todos! -gritó la señora de Trejo, derramándose sobre el respaldo del sillón.

Tan sincero deseo sirvió para que los demás empezaran a callarse, sospechando que habían ido demasiado lejos. El desayuno continuó entre sordos murmullos y una que otra mirada iracunda. Persio, que llegaba tarde, pasó como un duende entre las mesas y arrimó una silla junto a López.

– Todo es paradoja -dijo Persio, sirviéndose café-. Los corderos se han vuelto locos, el partido de la paz es ahora el partido de la guerra.

– Un poco tarde -dijo López-. Harían mejor en quedarse en sus cabinas y esperar… me pregunto qué.

– Es un mal sistema -dijo Raúl bostezando-. Yo traté de dormir sin resultado. Se está mejor afuera al sol. ¿Vamos?

– Vamos -aceptó Paula, y se detuvo en el momento de levantarse-. Tiens, miren quién llega.

Enjuto y caviloso, el glúcido de cabello gris «à la brosse» los miraba desde la puerta. Numerosas cucharitas se posaron en los platos, algunas sillas dieron media vuelta.

– Buenos días, señoras, buenos días, señores.

Se oyó un débiclass="underline" «Buen día, señor», de la Nelly.

El glúcido se pasó la mano por el pelo.

– Deseo comunicarles en primer término que el médico acaba de visitar al enfermito y lo ha encontrado mucho mejor.

– Fenómeno -dijo el Pelusa.

– En nombre del capitán les informo que las restricciones de seguridad conocidas por ustedes serán levantadas a partir de mediodía.

Nadie dijo nada, pero el gesto de Raúl era demasiado elocuente como para que el glúcido lo pasara por alto.

– El capitán lamenta que un malentendido haya sido causa de un deplorable accidente, pero comprenderán que la Magenta Star declina toda responsabilidad al respecto, máxime cuando todos ustedes sabían que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa.

– Asesinos -dijo claramente López-. Sí, eso que ha oído: asesinos.

El glúcido se pasó la mano por el pelo.

– En circunstancias como ésta, la emoción y el estado nervioso explican ciertas acusaciones absurdas -dijo, desechando la cuestión con un encogimiento de hombros-. No quisiera retirarme sin prevenir a ustedes que quizá fuera conveniente que prepararan su equipaje.

En medio de los gritos y preguntas de las señoras, el glúcido parecía más viejo y cansado. Dijo unas palabras al maître y salió, pasándose con insistencia la mano por el pelo.

Paula miró a Raúl, que encendía aplicadamente la pipa.

– Qué macana, che -dijo Paula-. Y yo que había subalquilado mi departamento por dos meses.

– A lo mejor -dijo Raúl- podes conseguir el de Medrano, si te adelantas a Lucio y a Nora que deben tener unas ganas oárbaras de conseguir casa.

– No le tenes respeto a la muerte, vos.

– La muerte no me va tener respeto a mí, che.

– Vamos -«Jijo bruscamente López a Paula-. Vamos a tomar el sol, estoy harto de todo esto.

– Vamos, Jamaica John -dijo Paula, mirándolo de reojo. Le gustaba sentirlo enojado. «No, querido, no te la vas a llevar de arriba -pensó-. Machito orgulloso, ya vas a ver cómo detrás de los besos está siempre mi boca, que no cambia así nomás. Mejor que trates de entenderme, no de cambiarme…» Y lo primero que tenía que entender era que la vieja alianza no estaba rota, que Raúl sería siempre Raúl para ella. Nadie le compraría su libertad, nadie la haría cambiar mientras no lo decidiera por su cuenta.