Persio tomaba una segunda taza de café y pensaba en el regreso. Las calles de Chacarita desfilaban por su memoria. Tendría que preguntarle a Claudia si era legal seguir faltando al empleo aunque estuviera de vuelta en Buenos Aires. «Detalles jurídico delicados -pensó Persio-. Si el gerente me ve en la calle y yo he dicho que iba a hacer un viaje por mar…»
I
Pero si el gerente lo ve en la caite y él ha dicho que va a hacer un viaje por mar, ¿qué demonios importa? ¿Qué demonios? Esto lo subraya Persio mirando el poso de su segunda taza de café, salido y distante, oscilando como un corcho en otro corcho más grande en una vaga zona del océano austral. En toda la noche no ha podido velar, desconcertado por el olor de pólvora, las carreras, la vana quiromancia sobre manos falseadas por el talco, los volantes de automóviles y las asas de las valijas. Ha visto la muerte cambiar de idea a pocos metros de la cama de Jorge, pero sabe que esto es una metáfora. Ha sabido que hombres amigos han roto el cerco y llegado a la popa, peto no ha encontrado el hueco por donde reanudar el contacto con la noche, coincidir con el descubrimiento precario de esa gente. El único que ha sabido algo de la popa ya no puede hablar. ¿Subió las escaleras de la iniciación? ¿Vio las jaulas de fieras, vio los monos colgados de los cables, oyó las voces primordiales, encontró la razón o el contentamiento? Oh terror de los antepasados, oh noche de la raza, pozo ciego y borboteante, ¿qué oscuro tesoro custodiaban los dragones de idioma nórdico, qué reverso esperaba allí para mostrarle a un muerto su verdadera cara? Todo el resto es mentira y esos otros, los que han vuelto o los que no han ido lo saben igualmente, los unos por no mirar o no querer mirar, los otros por inocencia o por la dulce canallería del tiempo y las costumbres. Mentira las verdades de los exploradores, mentira las mentiras de los cobardes y los prudentes; mentira las explicaciones, mentira los desmentidos. Sólo es cierta e inútil la gloria colérica de Atilio, ángel de torpes manos pecosas, que no sabe lo que ha sido pero que se yergue ya, marcado para siempre, distinto en su hora perfecta, hasta que la conjuración inevitable de la Isla Maciel lo devuelva a la ignorancia satisfactoria. Y sin embargo allá estaban las Madres, por darles un nombre, por creer en sus vagas figuraciones, alzándose en mitad de la pampa, sobre la tierra que está maleando la cara de sus hombres, el porte de sus espaldas y sus cuellos, el color de sus ojos, la voz que ansiosa reclama el asado de tira y el tango de moda, estaban los arquetipos, los ocultos pies de la historia que enloquecida corre por las versiones oficiales, por el-veinticinco-de-mayo-amaneció-frio-y-lluvioso, por Liniers misteriosamente héroe y traidor entre la página treinta y la treinta y cuatro, los pies profundos de la historia esperando la llegada del primer argentino, sedienta de entrega, de metamorfosis, de extracción a la luz. Pero una vez más sabe Persio que el rito obsceno se ha cumplido, que los antepasados siniestros se han interpuesto entre las Madres y sus distantes hijos, y que su terror acaba por matar la imagen del dios creador, sustituirlo por un comercio favorable de fantasmas, un cerco amenazante de la ciudad, una exigencia insaciable de ofrendas y apaciguamientos. Jaulas de monos, fieras sueltas, guindos de uniforme, efemérides patrias, o solamente una cubierta lavada y gris de amanecer, cualquier cosa basta para ocultar lo que temblorosamente esperaba del otro lado. Muertos o vivos han regresado de allá abajo con los ojos turbios, y una vez más ve Persio dibujarse la imagen del guitarrista en un cuadro que fue de Apollinaire, una vez más ve que el músico no tiene cara, no hay más que un vago rectángulo negro, una música sin dueño, un ciego acaecer sin raíces, un barco flotando a la deriva, una novela que se acaba.
EPILOGO
XLIV
A las once y media empezó a hacer calor y Lucio, cansado de tomar sol y explicar a Nora una cantidad de cosas que Nora no parecía considerar como irrefutables, optó por subir a darse una ducha. Estaba harto de hablar cara al sol, maldiciendo a los que habían estropeado el viaje; harto de preguntarse qué iba a ocurrir y por qué se hablaba de preparar los equipajes. La respuesta lo alcanzó cuando subía la escalerilla de estribor: un zumbido imperceptible, una mancha en el cielo, una segunds mancha. Los dos hidroaviones Catalina giraron sobre el Malcolm un par de veces antes de amerizar a cien metros. Solo en la punta de la proa, Felipe los miró sin interés, perdido en un semisueño que la Beba atribuía malignamente al alcohol.
La sirena del Malcolm sonó tres veces, y se vio brillar un heliógrafo a bordo de uno de los hidroaviones. Tirados en sus reposeras, López y Paula miraron alejarse una chalupa en cuya proa iba un glúcido gordo. El tiempo parecía alargarse indefinidamente a esa hora, la chalupa tardó en llegar al costado de uno de los hidroaviones, vieron que el glúcido trepaba al ala y desaparecía.
– Ayúdame a hacer las valijas -pidió Paula-. Tengo todo tirado por el suelo.
– Bueno, pero es que estamos tan bien aquí.
– Quedémonos -dijo Taula, cerrando los ojos.
Cuando volvieron a interesarse por lo que pasaba, la chalupa se desprendía del hidroavión con varios hombres a bordo. Desperezándose, López consideró llegado el momento de poner sus cosas en orden, pero antes de subir estuvieron un momento apoyados en la borda, cerca de Felipe, y reconocieron la silueta y el traje azul oscuro del que venía hablando animadamente con el glúcido gordo. Era el inspector de la Dirección de Fomento.
Media hora después, el maître y el mozo recorrieron las cabinas y la cubierta para convocar a los pasajeros en el bar, donde el inspector los esperaba acompañado del glúcido de pelo gris. El doctor Restelli llegó el primero, respirando un optimismo que su forzada sonrisa desmentía. En el intervalo había conferenciado con el señor Trejo, Lucio y don Galo, cambiando ideas sobre la mejor manera de presentar las cosas (en caso de que se abriera una información sumaria o se pretendiera dar por terminado el crucero al cual todos, salvo los revoltosos, tenían pleno derecho). Las señoras arribaron con sus mejores saludos y sonrisas, ensayando unos: «¡Cómo! ¿Usted por aquí? ¡Qué sorpresa!», que el inspector contestó estirando levemente los labios y levantando la mano derecha con la palma hacia adelante.
– Ya estamos todos, creo -dijo, mirando el maître que pasaba revista. Se hizo un gran silencio, en medio del cual el fósforo que frotaba Raúl restalló con fuerza.
– Buenos días, señoras y señores.-dijo el inspector-. Está de más que les señale cuánto lamenta la Dirección los inconvenientes producidos. El radiograma enviado por el capitán del Malcolm era de un carácter tan urgente que, como pueden ustedes apreciar, la Dirección no trepidó en movilizar inmediatamente los recursos más eficaces.
– El radiograma lo mandamos nosotros -dijo Raúl-. Para ser exacto, lo mandó el hombre que asesinaron ésos.
El inspector miraba la punta del dedo de Raúl, que señalaba al glúcido. El glúcido se pasó la mano por el pelo. Sacando un silbato, el inspector sopló dos veces. Entraron tres jóvenes con unifor me de la policía de la capital, marcadamente incongruente en esa latitud y en ese bar.
– Les agradeceré que me dejen terminar lo que he venido a comunicarles -dijo el inspector, mientras los policías se situaban, detrás de los pasajeros-. Es muy lamentable que la epidemia estallara una vez que el barco había salido de la rada de Buenos Aires. Nos consta que la oficialidad del MalcQlm tomó todas las medidas necesarias para proteger la salud de ustedes, forzándolos incluso a una disciplina un tanto molesta, pero que se imponía necesariamente.
– Exacto -dijo don Galo-. Todo eso, perfecto. Lo dije desde el primer momento. Ahora permítame usted, estimado señor…
– Permítame usted -dijo el inspector-. A pesar de esas precauciones, hubo dos alarmas, la segunda de las cuales obligó al capitán a telegrafiar a Buenos Aires. El primer caso no pasó por fortuna de una falsa alarma, y el médico de a bordo ya ha dado de alta al enfermito; pero el segundo, provocado por la imprudencia de la víctima, que franqueó indebidamente las barreras sanitarias y llegó hasta la zona contaminada, ha sido fatal. El señor… -consultó una libreta, mientras crecían los murmullos-. El señor Medrano, eso es. Muy lamentable, ciertamente. Permítanme, señores. ¡Silencio! Permítanme. En estas circunstancias, y luego de conferenciar con el capitán y el médico, se ha lfegado a la conclusión de que la presencia de ustedes a bordo del Malcolm resulta peligrosa para la salud de todos. La epidemia, aunque en curso de desaparición, podría tener un nuevo brote de este lado, máxime cuando el caso fatal ha llegado a su desenlace en una de las cabinas de proa. Por todo ello, señoras y señores, les ruego se preparen a embarcarse en los aviones dentro de un cuarto de hora. Muchas gracias.