– ¡Mirá, mirá, ya estamos en el río, si te fijas bien se ve el puente de Avellaneda! ¡Qué cosa, pensar que para ir le pusimos más de tres días y ahora volvemos en dos patadas!
– Son los adelantos -dijo doña Rosita, que miraba a su hijo con una mezcla de temor y desconfianza-. Ahora cuando lleguemos le telefonearemos a tu padre para que en todo caso nos vengan a buscar con el camioncito.
– Pero no, señora, si el inspector dijo que iban a poner taxis -afirmó la Nelly -. Por favor sentate, Atilio, me haces venir tan nerviosa cuando te movés. Me parece que el avión se va a ladear, te juro.
– Como en esa cinta en que mueren todos -dijo doña Rosita.
El Pelusa soltó una carcajada despectiva, pero se sentó lo mismo. Le costaba estarse quieto y tenía todo el tiempo la sensación de que había que hacer algo. No sabía qué, le sobraban energías para hacer cualquier cosa si López o Raúl se lo pedían. Pero López y Raúl estaban callados, fumando, y Atilio se sentía vagamente decepcionado. A la final los viejos y los tiras se iban a salir con la suya, era una vergüenza, seguro que si estaba Medrano no se la llevaban de arriba.
– Qué nervioso que te pones -dijo doña Rosita-. Vos parecería que no te basta con todas las barrabasadas de ayer. Mirala a la Nelly, mirala. Se te tendría que caer la cara de vergüenza de verla cómo ha sufrido la pobre. Yo nunca vi llorar tanto, te juro Ay, doña Pepa, los hijos son una cruz, créame. Lo bien que estábamos en ese camarote todo de madera terciada y con el señor Porrino tan divertido, y justamente estos cabeza loca se van a meter en un lío.
– Acabala, mama -pidió el Pelusa, arrancándose un pellejo de un dedo.
– Tiene razón tu mamá -dijo débilmente la Nelly -. No ves que te engañaron esos otros, ya lo dijo el inspector. Te hicieron creer cada cosa y vos, claro…
El Pelusa se enderezó como si le hubieran clavado un alfiler.
– ¿Pero vos querés que yo te lleve al altar sí o no? -vociferó-. ¿Cuántas veces te tengo de decir lo que pasó, papanata?
La Nelly se largó a llorar, protegida por los motores y el cansancio de los pasajeros. Arrepentido y furioso, el Pelusa prefería mirar Buenos Aires. Ya estaban cerca, ya se ladeaban un poco, se veían las chimeneas de la compañía de electricidad, el puerto, todo pasaba y desaparecía, oscilando en una niebla de humo y calor de mediodía. «Qué pizza que me voy a mandar con el Humberto y el Rusito -pensó el Pelusa-. Eso sí que no había en el barco, hay que decir lo que es.»
– Sírvase, señora -dijo el impecable oficial de policía.
La señora de Trejo tomó la estilográfica con una amable sonrisa, y firmó al pie de la hoja donde se amontonaban ya diez u once firmas.
– Usted, señor -dijo el oficial.
– Yo no firmo eso -dijo López.
– Yo tampoco -dijo Raúl.
– Muy bien, señores. ¿Señora?
– No, no firmaré -dijo Claudia.
– Ni yo -dijo Paula, dedicando al oficial una sonrisa especialísima.
El oficial se volvió hacia el inspector y le dijo algo. El inspector le mostró una lista donde figuraban los nombres, profesiones y domicilios de los viajeros. El oficial sacó un lápiz rojo y subrayó algunos nombres.
– Señores, pueden salir del puerto cuando quieran -dijo, golpeando los talones-. Los taxis y el equipaje esperan ahí afuera.
Claudia y Persio salieron llevando de la mano a Jorge. El calor espeso y húmedo del río y los olores del puerto repugnaron a Claudia, que se pasó una mano por la frente. Sí, Juan Bautista Alberdi al setecientos. Al lado de su taxi se despidió de Paula y López, saludó a Raúl. Sí, el teléfono figuraba en guía: Lewbaum.
López prometió a Jorge que iría un día, armado de un calidoscopio sobre el que Jorge se hacía grandes ilusiones. El taxi salió, llevándose también a Persxo que parecía medio dormido.
– Bueno, ya ven que nos dejaron salir -dijo Raúl-. Nos vigilarán un tiempo, pero después… Saben de sobra lo que hacen. Cuentan con nosotros, por supuesto. Yo, por ejemplo, seré el primero en preguntarme qué debo hacer, y cuándo lo voy a hacer. Me lo preguntaré tantas veces que al final… ¿Tomamos el mismo taxi, pareja encantadora?
– Claro -dijo Paula-. Hace poner aquí tus valijas.
Atilio se acercó corriendo, con la cara sudorosa. Estrechó la mano de Paula hasta machucársela, palmeó sonoramente a López en la espalda,;hocó los cinco con Raúl. El saco color ladrillo lo devolvía de llene a todo lo que lo estaba esperando.
– Lo tenemo que ver -dijo el Pelusa, entusiasta-. Présteme la lapicera y le dejo la dirección. Un domingo vienen y comemos un asado, eh. El viejo va a estar encantado de conocerlos.
– Pero claro -dijo Raúl, seguro de que no volverían a verse.
El Pelusa los miraba, resplandeciente y emocionado. Volvió a palmear a López y anotó sus direcciones y teléfonos. La Nelly lo llamaba a gritos, y él se alejó apenado, quizá comprendiendo o sintiendo algo que no comprendía.
Desde el taxi vieron cómo el partido de la paz se dispersaba, cómo el chófer metía a don Galo en un gran auto azul. Algunos mirones presenciaban la escena, pero había más policías que particulares.
Prensada entre López y Raúl, Paula preguntó adonde iban. López calló esperando, pero Raúl tampoco decía nada, mirándolos entre burlón y divertido.
– Como primera medida podríamos tomarnos un copetín -dijo entonces López.
– Sana idea -dijo Paula, que tenía sed.
El chófer, un muchacho sonriente, se volvió a la espera de la orden.
– Y bueno -dijo López-. Vamos al London, che. Perú y Avenida.
NOTA
Esta novela fue comenzada con la esperanza de alzar una especie de biombo que me aislara lo más posible de la afabilidad que aquejaba a los pasajeros de tercera clase del Claude Bernard (ida) y del Conte Grande (vuelta). Como probablemente el lector la escogerá con intenciones análogas, puesto que los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, me parece justo señalarle tan fraternal coincidencia en el arte de la fuga.
También quisiera decirle, tal vez curándome en salud, que no me movieron intenciones alegóricas y mucho menos éticas. Si hacia el final algún personaje alcanza a entreverse a sí mismo, mientras algún otro recae blandamente en lo que el orden bien establecido lo insta a ser, son esos los juegos dialécticos cotidianos que cualquiera puede contemplar a su alrededor o en el espejo del baño, sin pensar por ello en darles trascendencia.
Los soliloquios de Persio han perturbado a algunos amigos a quienes les gusta divertirse en línea recta. A su escándalo sólo puedo contestar que me fueron impuestos a lo largo del libro y en el orden en que aparecen, como una suerte de supervisión de lo que se iba urdiendo o desatando a bordo. Su lenguaje insinúa otra dimensión o, menos pedantescamente, apunta a otros blancos. Jugando al sapo ocurre que después de cuatro tejos perfectamente embocados, mandamos el quinto a la azotea; no es una razón para… Ahí está: no es una razón. Y precisamente por eso el quinto tejo corona quizá el juego en algún marcador invisible, y Persio puede farfullar aquellos versos que presumo anónimos y españoles: «Nadie con el tejo dio Y yo con el tejo di.»
Por último, sospecho que este libro desconcertará a aquellos lectores que apoyan a sus escritores preferidos, entendiendo por apoyo el deseo y casi la orden de que sigan por el mismo camino y no salgan con un domingo siete. El primer desconcertado he sido yo, porque empecé a escribir partiendo de la actitud central que me ha dictado otras cosas muy diferentes; después, para mi maravilla y gran diversión, la novela se cortó sola y tuve que seguirla, primer lector de episodios que jamás había pensado que ocurrirían a bordo de un barco de la Magenta Star. ¿Quién me iba a decir que el Pelusa, que no me era demasiado simpático, se agrandaría tanto al final? Para no mencionar lo que me pasó con Lucio, porque yo quería que Lucio… Bah, dejémoslos tranquilos, aparte de que cosas parecidas ya le sucedieron a Cervantes y les suceden a todos los que escriben sin demasiado plan, dejando la puerta bien abierta para que entre el aire de la calle y hasta la pura luz de los espacios cósmicos, como no hubiera dejado de agregar el doctor Restelli.