Fred Vargas
Los Que Van A Morir Te Saludan
Título originaclass="underline" Ceux qui vont mourir te saluent
© De la traducción, Blanca Riestra
I
Los dos chicos mataban el tiempo en la estación central de Roma.
– ¿A qué hora llega su tren? -preguntó Nerón.
– Dentro de una hora y veinte -dijo Tiberio.
– ¿Y piensas quedarte todo el rato así? ¿Vas a esperar a esa mujer sin moverte ni un ápice?
– Sí.
Nerón suspiró. La estación estaba vacía, eran las ocho de la mañana, y ahí estaba: esperando ese maldito Palatino proveniente de París. Miró a Tiberio, que se había acostado sobre un banco con los ojos cerrados. Podía perfectamente marcharse sin hacer ruido y volverse a meter en la cama.
– Quieto ahí, Nerón -dijo Tiberio sin abrir los ojos.
– No me necesitas para nada.
– Quiero que la veas.
– Bueno.
Nerón volvió a sentarse pesadamente.
– ¿Qué edad tiene?
Tiberio hizo un cálculo mental. No sabía con exactitud qué edad podía tener Laura. Cuando se conocieron, en el colegio, él tenía trece años y Claudio doce y, por entonces, el padre de Claudio llevaba ya bastante tiempo casado en segundas nupcias con Laura. Eso quería decir que debía de tener casi veinte años más que ellos. Durante mucho tiempo él había creído que Laura era la madre de Claudio.
– Cuarenta y tres años -dijo.
– Ah.
Nerón tardó un momento en responder. Había encontrado una lima en su bolsillo y se entretenía redondeándose las uñas.
– He conocido al padre de Claudio -dijo-. No tiene nada de especial. Explícame por qué Laura se ha casado con un tipo que no tiene nada de especial.
Tiberio se encogió de hombros.
– Nadie se lo explica. Supongo que ama a Henri a pesar de todo, por alguna razón que todos ignoramos.
En verdad Tiberio se había hecho con frecuencia esa pregunta. ¿Qué demonios hacía la singular y magnífica Laura en brazos de un tipo tan serio y tan intransigente? Era inexplicable. Daba la impresión, incluso, de que Henri Valhubert ni siquiera se daba cuenta de hasta qué punto su mujer era singular y magnífica. Tiberio se hubiese muerto de aburrimiento de haber tenido que vivir con Henri, pero Laura no parecía morirse en absoluto. Incluso Claudio encontraba inaudito que su padre hubiese conseguido casarse con una mujer como Laura. «Se trata probablemente de un milagro, aprovechémonos», decía. Se trataba de un problema sobre el cual Claudio y él habían dejado de pensar desde hacía tiempo y que siempre habían resuelto concluyendo: «Es inexplicable».
– Es inexplicable -repitió Tiberio-. ¿Qué demonios haces con esa lima de uñas?
– Aprovecho nuestra espera para perfeccionar mi apariencia. Si estás interesado -añadió tras un silencio-, poseo una segunda lima.
Tiberio se preguntó si era realmente una buena idea presentar Nerón a Laura. Laura también tenía su lado frágil. Era capaz de desmoronarse con un golpe.
II
A Henri Valhubert no le gustaban las cosas perturbadoras. Abrió la mano y la dejó caer sobre la mesa con un suspiro.
– Sí, lo es -dijo.
– ¿Está seguro? -preguntó su visitante.
Henri Valhubert alzó una ceja.
– Discúlpeme -dijo el hombre-. Si usted lo dice.
– Se trata de un boceto de Miguel Ángel -continuó Valhubert-, un fragmento de torso y un muslo, y nos lo encontramos circulando por París.
– ¿Un boceto?
– Exactamente. Es un boceto tardío, y vale millones porque no proviene de ninguna colección privada o pública conocida. Es un inédito, lo nunca visto. Un esbozo de muslo circulando por París. Cómprelo y hará un negocio estupendo. A menos, claro, que se trate de un robo.
– Hoy en día ya no se puede robar un Miguel Ángel. No es que abunden.
– En el Vaticano, sí. En los inmensos fondos de archivo de la Biblioteca Vaticana… Este papel huele a la Vaticana.
– ¿Huele?
– Huele, en efecto.
¡Qué estupidez! Henri Valhubert sabía muy bien que cualquier papel viejo huele exactamente igual que otro papel viejo. Sin embargo, lo apartó molesto. ¿Por qué estaba tan turbado? No era el mejor momento para pensar en Roma. Claro que no. Aquel calor de entonces, cuando en la Biblioteca Vaticana se había visto envuelto en una búsqueda frenética de imágenes barrocas, y los papeles crujían en medio del silencio al ser hojeados. ¿Se sentía frenético en la actualidad? Ya no, en absoluto. Dirigía cuatro negocios de edición artística, manejaba un montón de pasta, la gente se apresuraba a pedirle su opinión, se disculpaba antes de dirigirle la palabra, su hijo lo evitaba; e incluso Laura, su mujer, titubeaba antes de interrumpirle. Sin embargo cuando se habían conocido, a Laura no le importaba lo más mínimo interrumpirlo. Venía a esperarlo por las tardes bajo las ventanas del palacio Farnesio en Roma, con una gran camisa blanca de su padre ceñida a la cintura. Él le contaba lo que había sacado en limpio de aquella jornada calurosa en la vieja Vaticana, y Laura lo escuchaba gravemente con el perfil arqueado. Y luego, de repente, le daba igual y lo interrumpía.
Ahora, en cambio, ya no. Ya habían pasado dieciocho años e incluso Miguel Ángel lo llenaba de melancolía. Henri Valhubert detestaba los recuerdos. ¿Por qué venía este tipo a ponerle delante de las narices aquel apestoso papel? ¿Y por qué seguía él siendo aún lo bastante esnob como para disfrutar diciendo «La Vaticana», igual que si se tratase de una vieja amiga, en vez de decir «la Biblioteca Vaticana» como todo el mundo, con respeto? ¿Y por qué Laura se iba a Roma casi todos los meses? ¿Acaso sus padres, que se pudrían lejos de la gran urbe, exigían tal cantidad de viajes?
Ni siquiera tenía ganas de revelar su descubrimiento a aquel tipo, y eso que le resultaba muy fácil. El tipo podía guardarse su muslo de Miguel Ángel, si tal era su deseo, a él le resultaba completamente indiferente.
– Después de todo -continuó-, puede provenir perfectamente de cualquier pequeña colección italiana. ¿Qué aspecto tenían los dos hombres que se lo ofrecieron?
– No tenían ningún aspecto en concreto. Me dijeron que se lo habían comprado a un particular en Turín.
Valhubert no respondió.
– Entonces, ¿qué hago? -preguntó el hombre.
– Ya se lo he dicho, ¡cómprelo! Está tirado. Y sea amable. Hágame llegar un cliché y avíseme si encuentra otros. Nunca se sabe.
En cuanto estuvo solo, Henri Valhubert abrió de par en par la ventana de su despacho con la intención de aspirar el aire de la calle de Seine y ahuyentar aquel olor a papel viejo y a la Vaticana. Laura debía de estar llegando en estos momentos a la estación de Roma. Y ese joven majara de Tiberio estaría probablemente esperándola para llevarle las maletas. Como siempre.
III
El Palatino acababa de entrar en la estación. Los viajeros descendían blandamente. Tiberio señaló de lejos a Laura, para que Nerón la viese.
– Tiberio… -dijo Laura-. ¿Cómo no estás trabajando? ¿Llevas mucho tiempo aquí?
– Languidezco aquí desde las primeras luces. Cuando tú dormías en la frontera, yo ya estaba aquí. En aquel rincón. ¿Cómo estás? ¿Has podido dormir en la litera? Dame tu bolsa.
– No estoy cansada -dijo Laura.
– Claro que lo estás. Sabes perfectamente que el tren cansa. Mira, Laura, te presento a nuestro amigo Nerón, la tercera punta satánica del triángulo demoníaco que baña la ciudad de Roma de sangre y fuego… Lucius Domitius Nero Claudius, sexto César… ¡Avanza Nerón! Mucho cuidado con él, Laura… Está completa y rematadamente loco. Es el loco más completo que Roma haya jamás acogido entre sus muros desde hace mucho tiempo… Pero Roma aún no lo sabe. Ése es el inconveniente.