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– ¿Los lavabos de la gran sala dan a la sala de reservas?

– No. No hay puerta.

– Pero ¿no hay una pequeña ventana?

El obispo reflexionó.

– Sí, sólo una. Pequeña pero suficientemente grande para pasar. Sólo que está situada a cuatro metros de altura. A menos que la persona lleve una escalera, no veo…

– ¿Por qué no una cuerda?

– Eso no cambia nada. Los lavabos son públicos. Uno corre el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento. Ese pasaje es impracticable. La persona tendría que dejarse encerrar por la noche…

– ¿Es posible?

– No. Creo que no.

– De todas formas existe una posibilidad entre mil de que eso fuese posible. No se puede descartar de oficio a ninguno de los lectores que frecuentan la gran sala, lo que nos proporciona centenares de sospechosos, y entre ellos los más sospechosos serían, por supuesto, los asiduos a la sección de archivos.

– No avanzamos.

– ¿Cuánta gente consulta regularmente los archivos?

– Una cincuentena más o menos. Puedo establecer una lista, si quiere, tratar de vigilarlos más de cerca, trabar conversación sobre el tema con los que conozco bien. Aunque no dispongo de mucho tiempo.

– Siempre podemos hacer eso en espera de algo mejor. Me gustaría ver a Maria Verdi.

– Lo acompaño.

Richard Valence tenía aversión a las bibliotecas porque, en ellas, uno debía abstenerse de todo, de hacer ruido con las palabras, de hacer ruido con los zapatos, de fumar, de moverse, de suspirar, en resumen, de hacer ruido con la misma vida. Hay gente que dice que estas limitaciones del cuerpo favorecen el pensamiento. En su caso, lo destruían instantáneamente.

Desde la puerta, contemplaba a Maria Verdi que removía las fichas sin emitir un solo sonido y que vivía desde hacía treinta años así, en medio de los murmullos de esta vida retenida. Le hizo entender por medio de signos que quería hablarle, y ella lo llevó a las reservas que se abrían tras su despacho.

– Las reservas -dijo con orgullo de propietaria.

– ¿Qué piensa de los robos, señora Verdi?

– Monseñor Vitelli me ha hablado del asunto. Es horrible, pero no tengo nada que decir al respecto, no le puedo ser de ninguna ayuda. Y, como se imaginará, conozco bien a todos los habituales de los archivos. Pero no veo a ninguno que hubiese podido hacer algo así. Conocí a uno, hace mucho tiempo, que recortaba los grabados con una cuchilla en la gran sala. No se puede decir que tuviese pinta de hacer eso, pero tampoco que tuviese un aspecto completamente normal. Pero, bueno, las pintas buenas o malas no quieren decir nada en el fondo.

– Quizás debamos buscar al ladrón entre los conocidos de Henri Valhubert. El editor Baldi, por ejemplo.

– Viene a menudo. Me resulta imposible sospechar de él. Se necesita coraje para actuar así y no creo que tenga el temperamento necesario.

– ¿Y Claudio Valhubert y sus dos amigos?

– ¿Los ha visto?

– Todavía no.

– ¿La policía sospecha de ellos? En ese caso, pierde realmente su tiempo. No están lo suficientemente interesados en los archivos como para que se les ocurra la idea de robar algo. Son unos chicos encantadores, aunque Nerón sea a menudo incómodo y ruidoso.

– ¿Es decir?

– Irrespetuoso. Es irrespetuoso. Cuando me devuelve un manuscrito, lo eleva a cincuenta centímetros de la mesa y lo deja caer de golpe a propósito, para volverme loca, imagino. Sabe muy bien que eso me saca de quicio. Pero lo hace siempre y dice en voz alta: «¡Aquí tienes el papiro, mi querida Maria!», o si no dice: «¡Te devuelvo este trapo, Santa Conciencia de los Archivos Sagrados!», o si no «Santa Conciencia» a secas, depende de los días, hay variantes, las inventa sin parar. Sé muy bien que entre ellos me llaman así: «Santa Conciencia de los Archivos». Si continúa con ese tipo de bromas, me veré obligada a prohibirle las consultas. Se lo he advertido pero continúa, parece que le da igual. Y si yo hiciese eso, los otros dos se pondrían furiosos.

Se rió un poco.

– Sobre todo, no vaya por ahí contando estas niñerías. Ni siquiera sé por qué se las he contado yo misma, por otro lado. Bueno, ellos son así.

– Tendría que incrementar su vigilancia, señora Verdi. Evitar la mínima distracción que permita al ladrón dar su golpe. ¿Ha dejado alguna vez el acceso a las reservas sin vigilancia?

– Señor, con los archivos, las distracciones no están autorizadas. Desde hace treinta años, no se me escapa aquí ningún movimiento. Desde mi mesa e incluso si trabajo, veo a todos los lectores. Si se hace algo sospechoso, lo noto de inmediato. Hay por ejemplo documentos que no se pueden hojear sin pinzas, para no mancharlos. Pues bueno, si alguien le pone una uña encima, lo sé.

Valence asintió con la cabeza. Maria era como un animal especializado. Llevaba treinta años consagrando la energía de sus cinco sentidos a velar por la biblioteca. En la calle debía de estar tan disminuida como un topo al aire libre, pero aquí era difícil imaginar, en efecto, cómo alguien hubiese podido escapar a su percepción.

– La creo -dijo Valence-. De todas formas si ocurre algo anormal…

– Pero es que no ocurre nada anormal.

Valence sonrió y se fue. Maria no podía considerar la posibilidad de que se robase en la Vaticana. Era normal. Es como si hubiesen intentado deshonrarla personalmente. Y como nadie parecía querer deshonrar a Maria, nadie robaba en la Vaticana. Era lógico.

Empezaba a hacer mucho calor fuera. Valence llevaba un traje oscuro. Había romanos que caminaban llevando su chaqueta sobre el brazo, pero Valence prefería buscar la sombra en vez de ponerse en mangas de camisa. Ni siquiera había desabrochado su chaqueta, estaba fuera de toda cuestión.

Encontró a Ruggieri con la camisa remangada hasta los codos, en su despacho, con las persianas entornadas. Los brazos del italiano eran delgados y feos, y a pesar de todo los descubría. A Valence no le daban vergüenza sus brazos, eran sólidos y bien hechos, pero no por eso se le hubiese ocurrido enseñarlos. Haciéndolo, tendría la sensación de hacerse más vulnerable, de ofrecer a sus interlocutores un terreno de entente animal, sensación que lo atemorizaba más que cualquier otra cosa. Si no enseñas tus brazos, nadie puede estar seguro de qué tienes, y ésa es la mejor manera de guardar las distancias.

Ruggieri no parecía guardarle rencor por lo de anoche en la morgue. Le hizo sentar con precipitación.

– ¡Llegamos al fondo, señor Valence! -dijo estirándose-. ¡Hemos encontrado algo increíble esta mañana!

– ¿Qué ha pasado?

– Usted tenía razón ayer por la noche. La señora Valhubert me había perturbado un poco. Lástima, de todas formas, que se haya perdido por poco su entrada en la morgue. Jamás he asistido a una entrada similar en un lugar semejante. ¡Qué rostro y qué porte! Tiene que darse cuenta de que yo no sabía ni siquiera cómo formular mis frases, y eso que no soy de naturaleza tímida, me imagino que ya se habrá percatado. No me atrevería a aproximarme a ella más de tres metros, excepto para ponerle un abrigo sobre los hombros. ¡O a menos que ella me lo pidiese, por supuesto! E incluso así, señor Valence, incluso entonces, estoy seguro de que todavía estaría azorado, es increíble, ¿no?

Ruggieri rompió a reír y se encontró con el rostro inexpresivo de Valence.

– ¿Y entonces? ¿Se lo ha pedido? -dijo Valence.

– ¿El qué?

– ¿Que se acerque a ella?

– ¡Claro que no!

– Y, entonces, ¿de qué estamos hablando?

– No sé, es un decir.

– ¿Y usted tiene ganas de que se lo pida?

– Claro que no. Eso no se hace durante una investigación. Pero después de la investigación, me pregunto si quizás podría pedírmelo…