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– No.

– No, ¿qué?

– No se lo pedirá.

– Si usted lo dice.

¿Acaso aquel tipo no podía ser como todo el mundo? Nervioso, Ruggieri se escapó de la mirada puesta sobre él y pidió por teléfono que le trajesen un almuerzo. Después sacó una foto de su cajón. Hizo mucho ruido cerrando aquel cajón. Una mirada se puede contrarrestar con ruido, a veces funciona.

– ¡Tome! Una foto de la señora Valhubert en la identificación del cadáver… ¿ha salido bien, no?

Valence rechazó la foto con la mano. También se estaba poniendo nervioso. Se levantó para irse.

– ¿No quiere saber lo que hemos descubierto hoy por la mañana? -preguntó Ruggieri.

– ¿Es capital?, ¿o se trata de otro de sus asombros amorosos?

– Es fundamental. Por curiosidad, me he informado sobre el círculo de amigos frecuentado por los tres emperadores. Entre ellos está una chica a la que ven muy a menudo y que se llama Gabriella.

– ¿Y qué?

– Y se llama Gabriella Delorme. Gabriella Delorme. Se trata de la hija natural de Laura Valhubert, Laura Delorme de soltera.

No se notó demasiado, pero Valence acusó el golpe. Ruggieri vio cómo su nuez subía y bajaba a través de la piel del cuello.

– ¿Qué dice de eso? -sonrió-. ¿Quiere un cigarrillo?

– Sí. Continúe.

– Gabriella es entonces, sencillamente, la hija de Laura Valhubert, y nació de padre desconocido, seis años antes de la boda de su madre. He verificado todo eso en el registro civil. Laura Delorme ha reconocido a la niña y la ha educado en casas particulares y después en internados, bastante acomodados, todo hay que decirlo. En el momento de su partida para París, Laura confió la tutela oficiosa de la niña a uno de sus amigos sacerdotes que quiso ayudarla.

– Sacerdote que se convirtió después en monseñor Lorenzo Vitelli, me imagino.

– Bingo. Tenemos cita con él en el Vaticano a las cinco.

Desorientado por la impasibilidad obstinada de Valence, Ruggieri daba vueltas por la habitación a grandes pasos.

– Resumiendo -continuó-, Laura Delorme tuvo esta niña ilegítima muy joven. La ocultó mejor que peor durante seis años y, con ocasión de su boda inesperada con Henri Valhubert, encargó a su fiel amigo de relevarla en su tarea. Es evidente que Valhubert hubiese roto el matrimonio si lo hubiese sabido, es normal.

– ¿Por qué normal?

– Una chica que da a luz con diecinueve años a un niño sin padre no demuestra un grado muy alto de moralidad, ¿no cree? Sobre todo, no parece un buen augurio para el futuro. Es natural que alguien dude en casarse con ella, especialmente si ese alguien ocupa la situación social de Valhubert.

Valence tecleaba lentamente en el borde de la mesa.

– Por otro lado -retomó Ruggieri-, todo esto da mucho que pensar sobre la idea que se hace monseñor Lorenzo Vitelli de una conciencia cristiana. Proteger a esa chica y a su hija y ayudarla a escamotear, durante años, la verdad al marido, que era pretendidamente amigo suyo, resulta, en cierto modo, un poco especial para un sacerdote, ¿no?

– Lorenzo Vitelli no da la impresión de ser un sacerdote ordinario.

– Es lo que me temo.

– Es lo que yo aprecio en él.

– ¿Verdaderamente?

Como Valence no respondía nada, Ruggieri volvió a su mesa para intentar mirarlo a la cara.

– ¿Quiere decir que si estuviese en la situación del obispo hubiese hecho lo mismo?

– Ruggieri, ¿está tratando de probar mi salud moral o de resolver este caso?

Decididamente no, no se podía mirar fijamente ese maldito rostro. Valence tenía los labios apretados y su rostro estaba impávido. Cuando alzaba sus ojos claros, no había otra posibilidad que irse por la tangente. Que se vaya a la mierda. Ruggieri recomenzó sus vueltas a través de la habitación para poder continuar hablando.

– En realidad, todos los datos de la investigación se encuentran alterados. El asunto del Miguel Ángel robado, en efecto, podría no ser más que un pretexto para cubrir una intriga mucho más complicada. Y usted y su ministro van a tener dificultades para silenciar todo esto, a mi parecer. Porque, supongamos que Claudio Valhubert estuviese al corriente del secreto de su madrastra, lo que yo creo: hubiese podido suprimir a su padre para proteger a Laura, por la que siente adoración. Una adoración muy comprensible, por otro lado. Gabriella también hubiese podido hacerlo.

– ¿Para qué?

– Porque, a la muerte de su marido, Laura Valhubert, que hasta ahora no posee ningún bien propio, hereda una fortuna considerable. Está claro que su hijastro se beneficiará de este hecho, de la misma manera que su hija, que podrá finalmente salir de la sombra, dejar su escondite de Trastevere, sin miedo a las represalias de su padrastro. Dése cuenta de que Henri representaba un verdadero obstáculo en su existencia. Bien es cierto que para que la hipótesis resulte válida Henri Valhubert tendría que haber descubierto recientemente la existencia de esta Gabriella, y el resto de la familia debiera haberlo sabido y haberse puesto en estado de alerta. En el caso de que Henri hubiese decidido divorciarse como consecuencia de este descubrimiento, el porvenir tranquilo de Laura y Gabriella se vería en entredicho. Vuelta inmediata a la miseria de las afueras de Roma. Pero tendríamos que demostrar que Henri Valhubert lo había descubierto todo.

– Yo me ocupo de ello -dijo Valence.

Ruggieri no tuvo siquiera tiempo de tenderle la mano. La puerta de su oficina se cerró violentamente. Descolgó el teléfono suspirando y pidió hablar con su superior.

– Al francés le pasa algo -dijo.

XVI

Valence volvió rápidamente a su hotel y pidió que le sirviesen el almuerzo en su habitación. Le dolían las mandíbulas a fuerza de tener los dientes apretados los unos contra los otros. Trataba de liberarlos relajando su mentón pero éste volvía a apretarse de forma involuntaria. Contrariamente a lo que se cree, los maxilares pueden de vez en cuando llevar una vida propia, sin consultarnos, y esta insubordinación no tiene nada de agradable. ¿Cómo Henri Valhubert hubiese podido de pronto descubrir la existencia de Gabriella? La respuesta no era demasiado difícil de imaginar.

Sentado en el borde de su cama, arrastró el teléfono hasta sus pies y encontró sin demasiada dificultad el número de la secretaria particular de Henri Valhubert. Era una chica rápida, en seguida comprendió lo que Valence buscaba. Dijo que volvería a llamarlo una vez que tuviese la información. Él alejó el teléfono con un pie. En una hora, o quizás en dos, tendría la respuesta. Y si era tal y como creía, no iba a resultar agradable para nadie. Pasó los dedos por su cabello y dejó que su cabeza descansase sobre sus manos. Aceptar esta misión había resultado un error porque ahora no tenía ganas de silenciar el caso, todo lo contrario. Estaba dominado por un afán de saber que lo crispaba de impaciencia. No tenía ganas de deslizar furtivamente la verdad, que presentía, hasta dejarla en manos de Édouard Valhubert. Tenía, a la inversa, ganas de decir lo que sabía, por todas partes y a voz en grito, de proseguir esta investigación hasta el final y hacer que el caso vomitase sus bajezas desatando el más trágico escándalo y ríos de lágrimas y vísceras. Era así. ¿Qué era lo que no funcionaba? Se sentía violento y sanguinario, y esto lo inquietaba. Un deseo tal de drama no era habitual en él, y su propio estremecimiento, mal controlado, lo dejaba exhausto. Podía siempre tratar de tomar algo y dormir antes de reunirse con Ruggieri en el Vaticano. Le hubiese encantado masacrar a Ruggieri.

El obispo Lorenzo Vitelli miraba alternativamente los rostros de Ruggieri y de Valence que estaban sentados frente a él. Esos dos no iban bien juntos. La determinación demasiado severa de Valence, la comodidad demasiado ligera de Ruggieri, ni una ni otra debían de facilitar las cosas entre esos dos hombres. Mientras tanto, ambos tenían aspecto de esperar algo de él.