– Está claro que todo el mundo se las ha arreglado muy bien para reírse de Henri Valhubert -dijo Ruggieri.
– Ya se lo he dicho, desaprobé la decisión de Laura. Si usted piensa ahora que me he convertido en cómplice de maldad cuando acepté ayudar a la niña, incluso en estas circunstancias, es su problema. Yo volvería a hacer lo mismo si tuviese que hacerlo.
– Entonces, ¿no se ha sentido nunca violento con respecto a su amigo Henri Valhubert?
– Jamás. Después de todo, ¿hasta qué punto era asunto suyo? Si lo hubiese descubierto, era el tipo de hombre que se hubiese sentido deshonrado, y eso no hubiese arreglado nada. Quizás haya también en la actitud de Laura elementos que ignoramos: el miedo, por ejemplo, a que el marido intente, cueste lo que cueste, encontrar al padre y amenazarlo. ¡Imagínese que Laura conoce al padre, contrariamente a lo que me ha dicho siempre, y que lo teme! Todo es posible, ¿sabe?, en este tipo de asuntos. Más vale, sin duda, hacer lo que ella ha hecho, dejar las cosas decantarse suavemente en vez de precipitarlo todo.
– Tiene puntos de vista singulares, monseñor.
– Es que ahí arriba el aire es más fresco -dijo Vitelli sonriente-. Tome, encontrará aquí dentro algunas fotos de Laura y de su niña.
Lorenzo Vitelli miraba al policía hojear el álbum. Valence echó un vistazo por encima de sus hombros. Al obispo no le gustaba que la policía se acercase tanto a Gabriella. ¿Acaso tenían la intención de someterla a interrogatorio?
– ¿Por qué toda esta agitación? -le preguntó a Ruggieri-. ¿Es tan extraordinario que una mujer tenga una hija?
– Supongamos que Henri Valhubert no hubiese venido a Roma por el Miguel Ángel sino porque hubiese descubierto la existencia de Gabriella Delorme. Eso explicaría su viaje repentino, que no resulta, parece ser, habitual en él. Supongamos que hubiese querido dar la impresión de venir a investigar en la Vaticana, pero que su intención fuese en realidad verificar la ascendencia de Gabriella. En ese caso, el escándalo, que amenazaba con desencadenarse sin tardanza, hubiese dañado irreparablemente a Laura Valhubert. Él se hubiese divorciado. Usted sabe perfectamente que Laura no tiene un céntimo.
– Laura estaba en Francia cuando mataron a su marido -dijo Vitelli.
– Claro, no es culpable. Pero Laura Valhubert no es una persona cualquiera y muchos sienten devoción por ella. ¿No es cierto, monseñor? Claudio o Gabriella, por ejemplo, estarían dispuestos a hacer muchas cosas para protegerla. Eso sin contar que ambos tenían cuentas pendientes con Henri Valhubert y que su muerte, además, los convierte en personas ricas. Entonces, todo esto combinado incita al asesinato.
El obispo se había levantado otra vez y dominaba al policía. Tenía de nuevo sus manos apretadas sobre el cinturón violeta de su hábito. Valence lo miró con complacencia y, en esta pose un poco guerrera, lo encontró apuesto.
– ¿Se permite acusar a Gabriella? -preguntó Vitelli.
– Digo simplemente que tenía excelentes razones.
– Es demasiado.
– Es la verdad.
– La noche de la fiesta, estaba en casa de un amigo, lo sé.
– No, monseñor. Siento apenarlo pero el hijo de su portera la vio la noche del asesinato en la plaza Farnesio. Quiso hablar con ella pero Gabriella no pareció reconocerlo.
Ruggieri había bajado el tono. Había suavizado su voz y había tendido instintivamente una mano hacia Vitelli como para detener su reacción. Lamentaba haber sido tan brusco desde el principio porque ahora la pena perceptible que marcaba el rostro del obispo le resultaba molesta. Hubiese querido dar marcha atrás para formular las cosas de otra manera.
– Váyase -dijo Vitelli-. ¡Váyanse los dos! Ya tienen lo que quieren.
Ruggieri y Valence salieron lentamente. La voz del obispo los llamó mientras descendían la escalera. Alzaron el rostro hacia él.
– Además, ¡ya les he dicho que yo tengo una pista! -les gritó Vitelli-. ¡Yo encontraré al ladrón de la Vaticana y comprenderán que es también el asesino de Henri! ¿Lo oye, Ruggieri? ¡Usted, el policía, no es más que un mediocre! ¡Y transforma el oro en plomo!
El obispo se alejó de la balaustrada, les dio la espalda y se fue a grandes pasos. La puerta del despacho se volvió a cerrar con violencia. Ruggieri se quedó paralizado sobre el escalón, agarrado a la barandilla. Transformaba el oro en plomo. Cuando buscó a Valence con la mirada, éste ya había desaparecido sin dar ninguna explicación.
XVII
Richard Valence había vuelto directamente a su hotel. Salió a última hora de la tarde con un talante prácticamente invencible. Se había pasado varias horas telefoneando, relacionando las informaciones que obtenía y las que se presentaban espontáneamente a su comprensión. Había sido suficiente situarse en la buena dirección para que lo inexplicable se ordenase en una serie de transparencias. El resultado era definitivo y de una simplicidad mortal. A nadie parecía habérsele ocurrido. Sin embargo, si reflexionaba detenidamente, él mismo había cedido la clave del asunto a Ruggieri en su primer encuentro.
Ahora acababa de obtener de éste la autorización para adelantarse e interrogar a los tres emperadores el primero. En un principio, Ruggieri se había negado con firmeza. Pero Valence sabía vencer cualquier resistencia porque la suya era pétrea, sin esas fisuras de debilidad que hacen que los otros cedan bajo la presión o el tiempo. Ruggieri había resistido diez minutos antes de rendirse. Era mucho tiempo. Ruggieri era un poli resistente.
En el reflejo de un coche Valence se ajustó la corbata y se echó para atrás el cabello. Se sentía dueño de sí mismo, y los tres emperadores, a pesar del retrato indulgente que de ellos había trazado el obispo, no lo enternecían. Para ser exacto, desconfiaba de ese tipo de amistades maravillosas.
La puerta del apartamento era baja y tuvo que inclinarse para entrar. Claudio, que la había abierto, lo dejó solo en una habitación sobrecargada, de función indefinible, probablemente la habitación común, ungida de las manías de cada uno. Claudio se había excusado para ir a llamar a Nerón y a Tiberio, que estaban en sus habitaciones. Valence había captado de inmediato el tipo de Claudio. Tenía, en realidad, un rostro guapo pero febril y una silueta muy delgada que debía de ser la cuarta parte de la suya. Tenía la sensación de que hubiese podido desplazarlo de un manotazo, de que Claudio no tenía raíces que lo aferrasen al suelo.