– Claro que no, eso es porque le gusta el francés -dijo Vitelli sonriendo.
Se deshizo del mensaje que acababa de escribir. Puesto que Valence era tan descortés, a partir de ahora se las arreglaría sin él.
– No está bien decir esas cosas -dijo el botones.
– Está bien poder decirlo todo -dijo Vitelli.
XX
Richard Valence ya llevaba dos horas sin hacer nada. Había clasificado sus notas, vaciado su mesa y se había sentado completamente inmóvil en su silla: contemplaba los tejados de Roma por la ventana abierta. La noche caería pronto. Lo que pudiesen decirle Ruggieri y monseñor Vitelli no le interesaba. Había terminado su informe, entregaría un duplicado a la policía italiana, le enviaría otro a Édouard Valhubert, guardaría el original para sí, como recuerdo, y se volvería mañana para Milán. El asunto explotaría a sus espaldas. Todo había terminado.
Todo había terminado y él seguía allí, pesado e inmóvil, contemplando los techos de Roma. Eran un verdadero galimatías, los techos de Roma. Entregaría el informe y se iría. Había terminado.
Édouard Valhubert se pondría lívido de furia: lo había enviado aquí para silenciar el asunto y, en vez de hacerlo, había provocado la eclosión de un desenlace terrible e insospechado para todos. Su intervención iba a producir el efecto inverso al que habían deseado en París. Por supuesto, aún estaba a tiempo de hacer que este informe pasase de sus manos a las manos del ministro. Y nadie sabría nada. Era lo que hubiese debido hacer. Ir a saludar a Ruggieri, entregar sus conclusiones a Édouard Valhubert y dejar que el ministro decidiese los pasos que habían de darse. Es decir, ninguno, por supuesto. Encontrarían un chivo expiatorio inasible para darle así una salida conveniente a aquella lamentable historia.
Pues eso era exactamente lo que él no iba a hacer. Había descubierto la verdad, la daría a conocer y nadie conseguiría disuadirlo. Tenía muchas ganas, en realidad, de que esta verdad se supiese y haría todo lo posible para que fuese así.
Apoyó las dos manos sobre la mesa y se enderezó lentamente con las rodillas entumecidas. Dobló su informe y lo deslizó dentro de su chaqueta.
Recorrió el pasillo del hotel con los puños apretados en los bolsillos. No vio a Tiberio hasta el último segundo, hasta el momento en que el joven le cortó el acceso al ascensor.
– No se puede pasar.
Valence retrocedió. Tiberio parecía exhausto y sobreexcitado. Llevaba barba de dos días y no parecía haberse cambiado de ropa desde la última vez que lo vio en su propia casa. Su pantalón negro estaba cubierto del polvo del verano de Roma y uno hubiese podido creer que se había visto envuelto en alguna peripecia penosa, sin dormir y sin comer. En realidad, tenía un aspecto bastante amenazador. Valence veía su cuerpo tenso, impidiéndole el paso. Tanto su resolución como el polvo sobre su ropa lo dotaban de una especie de elegancia novelesca que Valence apreció. Pero Tiberio no le impresionaba.
– Quítate de mi camino, Tiberio -dijo con calma.
Tiberio se puso rígido para contrarrestar el movimiento de Valence. Apoyó las manos en la estructura metálica de la cabina, bloqueando a lo ancho toda la puerta del ascensor, y flexionó las piernas. Piernas sólidas, polvorientas pero sólidas.
– ¿Qué buscas, joven emperador?, ¿qué quieres de mí?
– Quiero que hable conmigo de inmediato -dijo Tiberio, enfatizando cada palabra-. Hace cuatro días que algo grave toma cuerpo en su espíritu granítico y en su jodida habitación cerrada. No pasará sin haberme dicho antes de qué se trata.
– ¿Me das órdenes? ¿A mí?
– Si le ocurre algo a Laura, estaré ahí para impedirlo. Más vale que lo sepa.
– No me hagas reír. ¿Qué te hace pensar que pueda estar implicada?
– Porque sé que usted desea ardientemente que le ocurra algo. Y yo, yo deseo ardientemente que no le ocurra nada.
– ¿Sabes que la señora Valhubert es suficientemente mayor para arreglárselas sin ti?
– Soy yo el que no tiene la intención de arreglárselas sin ella.
– Ya veo. ¿Qué te hace creer que va a ocurrirle algo? Laura Valhubert estaba en Francia cuando mataron a su marido, ¿no?
– Dos mil kilómetros de coartada no van a asustarle si tiene metida en la cabeza la idea de hundirla. Y sé que quiere hundirla.
– Parece que sabes muchas cosas, Tiberio. ¿Quién te informa de todo eso?
– Mis ojos. Lo he visto sobre su frente, en sus labios, en sus ojos cuando ha hablado de ella. Quiere destrozarla porque sí.
– Déjame pasar, Tiberio.
– No.
– Déjame pasar.
– No.
Tiberio era fuerte y más joven que él, pero Valence era consciente de que, de todas formas, podría con él si se decidía a golpearlo. Titubeó. Tiberio sostenía su mirada, estaba preparado. Valence no tenía demasiadas ganas de hacerle daño, si podía encontrar algún otro medio. No hubiese extraído ningún placer aplastándole la cara. Y puesto que, después de todo, estaba decidido a divulgar sus resultados en contra de las órdenes del ministro, podía perfectamente hablar con Tiberio de inmediato. Porque tarde o temprano, antes del día de mañana, Tiberio descubriría la verdad. Por eso quizás fuese mejor que la supiese por él, rápida y directamente.
– Ven -dijo Valence-, vamos fuera. Bajemos por la escalera. Estoy harto de esta habitación.
Tiberio soltó la estructura metálica del ascensor. Descendieron la escalera el uno al lado del otro con bastante rapidez. Valence tiró la llave sobre el mostrador y Tiberio lo siguió hasta la calle.
– Y entonces, joven Tiberio, ¿qué es lo que te interesa?
– Sus pensamientos.
– Nada que hacer. No los tendrás. Tendrás simplemente los hechos.
– Empecemos por ahí.
– Tienes suerte de que consienta en responderte. Jamás se me ha ocurrido responder a quien me preguntaba. No sé por qué hago una excepción contigo.
– Porque soy emperador -dijo Tiberio sonriendo.
– No cabe duda. Los hechos no son muy numerosos, pero son suficientes para que lo comprendamos todo, si no disolvemos los lazos que los unen a fuerza de complicaciones y comparsas inútiles. Hace seis días, Henri Valhubert llegó bruscamente a Roma. Aquella misma noche fue asesinado delante del palacio Farnesio, en el momento en que trataba de encontrar a su hijo. Y, en el lugar, se hallaban Claudio, tú mismo y Nerón, al igual que Gabriella Delorme, que no había comunicado su presencia a nadie. Durante algún tiempo la policía ha indagado la pista del Miguel Ángel, encargando incluso a Lorenzo Vitelli que le sirviese de contacto en el seno del Vaticano. El descubrimiento de la filiación de Gabriella ha cambiado las cosas y modificaría el móvil del asesinato, si existiese una prueba de que Gabriella era el objeto del viaje de Valhubert. He pasado cuatro días investigando y telefoneando a París y he obtenido la seguridad formal de que, en efecto, tal era el caso. En estos últimos tiempos, Henri Valhubert se inquietaba por los viajes tan frecuentes de su mujer a Roma, que ya carecían de justificación desde que los señores Delorme se habían mudado bastante lejos de la capital. Debió de temer la existencia de un amante y contrató a un detective para que siguiese los pasos de su esposa, procedimiento sórdido pero eficaz, bastante en la línea de lo que sabemos del personaje. Este detective, Marc Martelet, vigilaba a Laura Valhubert en sus estancias en Roma, durante los últimos cuatro meses. No me preguntes de dónde he sacado esta información, no hay nada más simple. La secretaria de Valhubert había anotado las citas entre su jefe y Martelet. No tuve más que llamar a Martelet, a quien el asesinato de Henri Valhubert liberaba del secreto profesional. Martelet le había confiado ya algunas fotos de Gabriella y tres informes: de ellos podía extraerse que la señora Valhubert tenía una hija en Roma, que venía a verla desde hacía dieciocho años y que le aseguraba un nivel de vida muy correcto. ¿De dónde procedía el dinero? Martelet ignoraba todavía la respuesta. Pero, mientras tanto, tuvo lugar recientemente un hecho bastante curioso: una noche, Laura Valhubert se reunió con un grupo de hombres en una calle cercana al hotel Garibaldi. Caminaron juntos un minuto o dos y se separaron en silencio al final de la calle. Ella volvió sola al hotel sin que ninguno de los hombres la acompañase. Martelet siguió a uno de estos hombres, el que parecía la cabeza del grupo, y consiguió identificarlo. La policía romana lo conoce bajo el curioso nombre de «Doríforo». Por las patatas, parece. Las doríforas se comen las hojas de las patatas. Bueno, no está muy claro.