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– Me la sudan las patatas. Y entonces, ¿qué pasa con el Doríforo?

– Dirige una banda de maleantes en Roma. Es difícil cogerlo con las manos en la masa. La policía espera a que dé un gran golpe para asegurarse así de que le caerá una condena larga. Y mientras tanto nos encontramos con que Laura Valhubert, esposa de un rico editor parisino, tiene tratos con el Doríforo. ¿No dices nada, Tiberio?

– Continúe -dijo Tiberio en un susurro-. Cuénteme todo lo que tenga en la manga, después haremos una selección.

– Tiene tratos con el Doríforo y con su hampa barriobajera. Martelet sugería en su informe, como una hipótesis por verificar, que Laura pagaba con ello la manutención de Gabriella. Su posición social privilegiada, la notoriedad de su cuñado Édouard, sus idas y venidas regulares entre Roma y París, la designan como una ayudante de excepción para colocar mercancías comprometedoras. La banda roba en Roma y Laura Valhubert transfiere una parte del botín a los traficantes parisinos a cambio de un buen porcentaje. Esto explicaría que la policía se empeñe vanamente en buscar las puertas de salida del Doríforo y explicaría igualmente que Laura Valhubert se niegue a tomar el avión. El tren ofrece facilidades para el anonimato de las maletas. ¿Comprendes, Tiberio? Ella tiene que conseguir de una manera o de otra el dinero que desde hace veinticuatro años proporciona a Gabriella, puesto que Henri Valhubert no le ha dejado jamás la más mínima independencia material. Imposible sustraer ni siquiera unos céntimos del presupuesto conyugal sin que Henri Valhubert lo consigne en un registro. Por otro lado, los señores Delorme no tienen un duro. El dinero debía proceder entonces de otro sitio. Añade a esto que de niño el Doríforo, cuyo nombre verdadero es Vento Rietti, vivía a varias calles de la casa de los Delorme. Su asociación debió de comenzar con el nacimiento de Gabriella, primero de forma ocasional, hasta sistematizarse verdaderamente. Todos esos detalles quedan por demostrar, por supuesto, pero dispongo ya de elementos suficientes para una inculpación. ¿No es muy alegre, verdad?

– ¿De qué sirve todo eso? -se quejó Tiberio-. ¿Qué está intentando demostrar? Laura no ha podido asesinar a Henri desde su casa de campo. ¡Está descartada en este caso!

– Pero su hija hubiese podido hacerlo. Hubiesen podido ponerse de acuerdo. Imagina que de vuelta de su último viaje, hubiese buscado esos informes enviados por Martelet. Es muy probable que se haya sentido seguida en Roma y que, alertada, hubiese registrado el despacho de su marido. Martelet precisa, en efecto, en su último informe, que temía haber sido descubierto y que tendrían sin duda que cambiar de «topo». Supón, joven emperador, que ella hubiese encontrado entonces esos informes que la acusan. Supón además que Henri Valhubert, cuyo proyecto de viajar a Roma próximamente ella descubre, confirmase los últimos elementos descubiertos… ¿Qué queda entonces de la vida de Laura Valhubert? ¿La ruina, la condena, la prisión? Es grave, ¿no te parece? Y cuando el hombre que te amenaza de esta manera no te importa demasiado…

– ¡Laura no hubiese arrastrado jamás a su hija en un asunto de asesinato! -gritó Tiberio-. ¡No la conoce! ¡No puede suponer cosas tan mediocres! ¡Laura no actúa con intermediarios! Laura no ha disimulado ni ocultado nunca el más mínimo de sus sentimientos. Si Laura quiere a alguien lo besa, si Laura bebe, se emborracha y lo dice, si se aburre, deja la mesa en medio de la comida y dice que se aburre, y si quiere matar a alguien, lo mata. ¡Y lo mata ella misma y dice por qué! Así es como es Laura. Pero hay algo que usted no sabe, a Laura no le interesa lo más mínimo matar, a pesar de que la miseria no la atraiga.

– Ocultar a Gabriella y mentir a su marido durante tantos años no cuadra con lo que cuentas de ella, ¿no te parece?

– Eso es porque Henri, fuese cual fuese su inteligencia, era un imbécil que no hubiese aceptado a Gabriella. Con los imbéciles Laura economiza sus medios. Es lista. A nosotros, nunca nos ha ocultado a Gabriella.

– Y ¿por qué se habrá casado con ese imbécil? ¿Por el dinero?

– Eso es inexplicable. Es asunto suyo. Por el dinero, no.

– La idealizas, Tiberio. Y te alejas de la cuestión. Como todo el mundo, Laura Valhubert te desconcierta y te fanatiza. Incluso el inspector Ruggieri pierde la serenidad y no consigue interrogarla correctamente. Es así que una mujer como ella atraviesa todas las redes. Vuestro fanatismo me cansa. Yo, por mi parte, quiero acabar con esto y voy a hacerlo. Y comprenderéis que Laura Valhubert, con ese encanto prodigioso que saca de no se sabe dónde, no es más que una idea, una trampa, una imagen.

– Si no es capaz de ver la diferencia entre Laura y una imagen, lo compadezco, señor Valence. La vida no debe de ser divertida para usted.

Valence apretó los labios.

– ¿Estás al corriente de sus negocios con el Doríforo puesto que no te oculta nada?

– No estoy al corriente de nada. Laura no trafica.

– Mientes, Tiberio. Estás al corriente.

– Váyase a la mierda.

– ¿Qué cambiaría eso?

– Pero, a fin de cuentas, ¿qué quiere de ella? ¡Quiere destruirla, es evidente! ¿Y cómo piensa hacerlo? Pierde su tiempo. ¡Laura estaba en Francia! Y no se puede probar nada contra Gabriella.

Valence dejó de caminar.

– Joven emperador -dijo bajando la voz-, Laura Valhubert no estaba en Francia.

Tiberio se volvió bruscamente aferrándose al brazo de Valence.

– ¡Hijo de puta! ¡Estaba en Francia! Todos los informes lo dicen -murmuró.

– Estaba en Francia a última hora de la tarde. Estaba en Francia al día siguiente a última hora de la mañana. La casera le llevó el almuerzo a su habitación pasado el mediodía. ¿Quiere decir eso que pasase la noche en Francia?

– ¡Por supuesto que sí! -murmuró Tiberio.

– Por supuesto que no. La casa de campo de los Valhubert sólo está a veinte kilómetros de Roissy. Alrededor de las seis de la tarde salió a pasear y avisó a la casera de que cenaría fuera y volvería a casa tarde, como hace a menudo, por otro lado. Alrededor de las once y media, la casera vio cómo la luz del salón se encendía, y después la de la habitación y después cómo todo se apagaba alrededor de las dos de la madrugada. Pero a esas horas, Laura Valhubert ya había llegado a Roma en el vuelo de las ocho, que aterrizó a las veintidós horas exactamente. Tuvo largamente el tiempo de estar a las once y media en la plaza Farnesio, sin duda advertida por Gabriella de que Henri iría a buscar a su hijo a aquella fiesta. La muchedumbre ebria de vino le simplifica mucho las cosas. Lo mata. Vuelve a coger el avión de la mañana, que la deja en Francia a las once y diez minutos. Al mediodía llama a la casera y le pide el desayuno.