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– ¿Y la luz que se encendió?

– El programador, Tiberio. Es tan simple. Hay uno en la casa para defenderse de los robos.

– ¡Hijo de puta!

– Ella utilizó, por supuesto, un nombre falso para viajar, lo cual no resulta muy difícil con los papeles falsos que debe de proporcionarle el Doríforo por si acaso las cosas se tuercen. Ella sabía cuándo vendría a Roma Henri, tuvo todo el tiempo del mundo para poner a punto su propio viaje. Según las primeras informaciones que nos han llegado, la gente se acuerda de una mujer alta y morena que bajó del avión aquel día por la mañana. Está perdida. Está perdida, Tiberio.

– ¡No hay pruebas!

– He interrogado detalladamente a la casera, varias veces. Ha revisado los dos programadores de la luz. Los horarios que figuran coinciden. Un pequeño error de Laura Valhubert, ya ves. Por otro lado, cuando la casera entró para hacer la limpieza por la mañana, se dio cuenta de que la chimenea no estaba cubierta, cosa que la señora Valhubert hace cada noche. Para terminar, los vecinos de enfrente no oyeron volver a ningún vehículo aquella madrugada, pero algunos están seguros de haberlo oído frenar suavemente en la avenida hacia las doce menos cuarto del día siguiente. No estaba en Francia aquella noche.

– ¡No! Está equivocado. ¿Por qué se hubiese tomado el trabajo de venir hasta Roma para matarlo? Era más simple hacerlo en París, después de haber leído los informes, ¿no?

– Reflexiona un minuto, Tiberio. En París no tenía la más mínima posibilidad de encontrar una coartada tan buena. Ante la cual, por otro lado, todo el mundo ha bajado la cabeza, excepto yo mismo. Lo ves, tenía que venir a Roma. Está perdida, te lo digo.

– ¿Y no le importa nada? -aulló Tiberio.

– Sí. Un poco -dijo.

– De todas formas está contento, ¿verdad?

Valence se encogió de hombros.

– Tarde o temprano los mitos tienen que derrumbarse -dijo.

– ¿Y por qué?

– No lo sé.

Richard Valence alzó los ojos. Frente a él, Tiberio estaba destrozado por un dolor verdadero. El joven alzó la mano y abofeteó a Valence con violencia. Y, después, Valence lo vio vacilar, darse la vuelta y correr muy rápido en medio de la noche que caía. ¿Qué iba a hacer, ahora, el emperador Tiberio?

Valence enderezó su corbata, ciñó su chaqueta. Hacía algo de fresco. Era una pena destrozar así un rostro como el de Tiberio. Tiberio sabía muy bien que él tenía razón. Ni siquiera había defendido en realidad a Laura, sólo lo había hecho formalmente. Tiberio sabía lo de Gabriella, sabía lo del Doríforo y su hampa, quizás supiese incluso que Laura se había sentido vigilada en su último viaje. Es por eso que se inquietó tanto al verlo mezclado en la investigación y lo había vigilado sin descanso para interponerse entre Laura y él. Aquello no había servido para nada, al contrario. Valence decidió no pensar más. Tenía que acabar con aquello. Tenía que ir a hablar con Gabriella. A las diez, la muchacha ya no estaría durmiendo probablemente. Caminó sin darse prisa, ignorando los taxis que pasaban a su lado.

Gabriella no se encontraba sola. Es verdad, era viernes. Y monseñor Vitelli estaba a su lado, alto y severo, y no descruzó los brazos cuando Valence entró en la habitación.

– Tiberio acaba de irse, señor Valence. Buscaba a Laura -dijo el obispo.

– ¿Eso quiere decir que les ha contado toda nuestra conversación?

– En dos palabras. Es inmundo.

– ¿Que la señora Valhubert haya matado a su marido?

– No, usted, usted es inmundo. ¿Me equivoco o tenía por misión calmar el juego viniendo a Roma, entregar sus conclusiones en propia mano a su ministro?

– Exactamente.

– ¿Ha decidido jugarse su carrera?

– Es posible.

– ¿Por una mujer?

– No. Por la verdad. Está claro, ¿no?

– No tanto, me parece. ¿Te parece, querida Gabriella, que este hombre resulta claro?

Gabriella tuvo una mueca dubitativa y Valence tuvo la impresión de que ambos representaban aquella escena para hacerlo vacilar. Los dos parecían irónicos y distantes, cosa que él no se esperaba.

– Es evidente -dijo el obispo dirigiéndose a Gabriella y olvidando la presencia de Valence-. Este hombre no destruye su carrera por la verdad. La verdad es una palabra, no quiere decir nada. La destruye por una mujer, es decir, para ver el fin de esa mujer, para provocarlo él mismo. Es viejo como el mundo. «Ver al último romano en su último suspiro, ser yo sólo la causa y morir de placer», o algo por el estilo. Quiere destrozar a esa mujer, es decir, ya no puede evitar querer destrozarla. En realidad, este hombre, lo ves, Gabriella, ya no se controla. Arrastrado por sus instintos como un leño en un río desbordado. No se nota, pero está fuera de sí. Hay gente en la que eso no se ve. Es interesante. Está así desde que lo vi por segunda vez en el Vaticano, pálido y mudo. Se percibían ya sobre ese rostro los remolinos del río que anuncian su trágico desbordamiento y también las huellas de una huida que comienza. Resulta fastidioso, ¿verdad, señor Valence?, cuando dos personas se ponen a hacer comentarios sobre usted como si no estuviese presente.

– Me da igual -dijo Valence.

– Por supuesto. Ves, Gabriella, este hombre no es impresionable. Tiene una naturaleza bastante particular y, en resumen, bastante agraciada. Pero su historia es bastante simple, como todas las grandes historias. ¿Hay que contarla?

– ¿Es su sotana la que le da derecho a opinar sobre los otros, monseñor? -preguntó calmadamente Valence sirviéndose de beber.

– No, es la larga frecuentación de los confesionarios. No puede saber hasta qué punto se habla siempre de la misma cosa…

– Si penetra con tal claridad el corazón de todos esos seres simples, monseñor, hace tiempo que debe de haber descubierto la identidad del asesino de su amigo.

El obispo titubeó frunciendo las cejas.

– Eso creo. Pero yo no estoy seguro de llegar a decirlo algún día. Fui a verlo esta mañana para consultarle a ese respecto, pero ni siquiera tuvo el detalle de recibirme, absorto como estaba en su historia simple, arrastrado por la crecida de su río. Es una suerte, al fin y al cabo, porque yo me hubiese confiado y hubiese dicho cosas de las que esta noche me sentiría muy arrepentido. En este momento ya no tiene mi confianza y espero, sí, eso es, espero verle caer. La crecida, la cascada. La caída.

– Es una frase curiosa, viniendo de un obispo.

– Es que no veo otra solución para usted. Caer y revivir.

– Hablemos mejor de la caída de Laura Valhubert. ¿Qué piensa de su coartada trucada?

El obispo tuvo un movimiento de hombros indiferente.

– Todo el mundo -dijo- puede tener un día u otro necesidad de mentir para poder pasar una noche fuera de su casa. No es necesario cometer al mismo tiempo un crimen. Laura quizás se vea con algún amigo.

– Amante -rectificó Gabriella-. Mamá quizás se vea con un amante.

– Ve -dijo Vitelli sonriendo-, la niña está de acuerdo.

– Entonces a usted también lo hace alucinar, esa mujer, lo engaña -dijo Valence-. ¿Y el dinero? ¿Dónde se procura el dinero para su hija? ¿Acaso tiene alguna sospecha al menos?

– En el hampa -dijo Gabriella casi riendo.

Ahora Lorenzo Vitelli tenía aspecto de divertirse francamente. Valence apretaba los dedos sobre su vaso.

– Mamá me trae dinero todos los meses -canturreó Gabriella.

– El salario que recibe del Doríforo a cambio de mercancías robadas -precisó Valence.

– Perfectamente -dijo Gabriella-. Pero mamá no roba. Transporta únicamente cosas para poder dar de comer a su hija. Pronto se acabará, he encontrado un trabajo, un buen trabajo. Con Henri no había otra solución, nunca ha querido que se ganase la vida. Le daba vergüenza. El Doríforo es un tipo estupendo. Ha reparado toda la fontanería de esta casa.

Vitelli todavía sonreía.