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XXV

Valence volvió a pasar por su hotel para cambiarse completamente. Sacó el informe de su chaqueta y lo tiró sobre su mesa. Tendría que revisar todo aquello, después del nuevo asesinato. En unas horas, las cosas se habían embrollado, y lo peor era que en aquel instante se sentía incapaz de comprender nada. Desde que se levantó, los acontecimientos lo habían empujado de un lugar a otro como a una marioneta. El tren para Milán partiría dentro de dos horas, con su salvación al alcance de la mano. Aún tenía tiempo de abandonarlo todo, pero esa misma decisión le parecía demasiado compleja para debatirla. Se sintió casi feliz cuando descubrió que Tiberio estaba de nuevo en su puesto ante la puerta del hotel. Aquello le evitaría llegar solo hasta el despacho de Ruggieri. Por otro lado, le pareció casi natural encontrárselo en su camino con aquella fidelidad tenaz.

– No tienes buen aspecto -le dijo Valence.

– Tú tampoco -dijo Tiberio.

Valence recibió este tuteo repentino con un poco de rigidez. Pero se sentía demasiado mal para encontrar la energía necesaria y poner a Tiberio en su sitio.

– ¿Cómo se te ocurre tutearme? -dijo solamente.

– Los príncipes hacen ese honor a los moribundos -comentó Tiberio.

– Qué alegría.

– No es tan triste. Yo, por mi parte, he estado muerto ayer por la noche.

– ¿Ah, sí?

– Claudio y Nerón me han velado hasta las dos de la mañana. Después Nerón se derrumbó de sueño como un bloque sobre la acera y Claudio me sugirió que quizás era suficiente. Entonces se fueron a acostar y yo estuve caminando un rato antes de volver a casa. Y desde que Lorenzo me comunicó el asesinato de la Santa Conciencia, me encuentro mejor, aunque la apreciaba y el hecho de verla así, desparramada, me produjo náuseas durante dos horas. Entonces, si yo estoy mejor, es lógico que usted esté peor.

– Explícate.

– Laura no ha matado a la Santa Conciencia porque no tendría sentido. Esas dos mujeres no tenían ninguna relación entre ellas. ¿Qué podía saber la Santa Conciencia que amenazase a Laura? Nada. La Santa Conciencia no sabía gran cosa en general, a excepción de lo que concierne a los libros de la Vaticana. Volvemos entonces a la hipótesis del principio, el Miguel Ángel. Y Laura se le escapa. Se le escapa y yo respiro. Va a hacer falta correr de nuevo tremendamente para volverla a atrapar. Va a tener que reflexionar tremendamente.

– No consigo reflexionar, Tiberio. Caminemos.

– Usted no está bien y yo estoy encantado. Este asesinato no le conviene, ¿verdad? ¿Es incomprensible y odioso?

– Creí que había sido Laura la persona a la que habían degollado.

– ¿Se sintió decepcionado?

– No. Aliviado. Es por eso que ni siquiera he tenido tiempo de examinar el sentido de este nuevo asesinato. Sólo he tenido tiempo de convencerme de que Laura Valhubert estaba todavía con vida.

– ¿Aún la quiere? -preguntó Tiberio frunciendo el ceño.

Valence se detuvo y escrutó a Tiberio que, con las manos cruzadas tras la espalda, miraba a lo lejos ante él con aire inocente.

– ¿Te ha contado?

Tiberio asintió con la cabeza. Valence se puso a andar de nuevo.

– ¿Y bien? -prosiguió Tiberio-, no me ha contestado. ¿Aún la quiere?

Valence dejó pasar un nuevo silencio. No tenía la costumbre de que lo interrogasen tan crudamente.

– No -dijo.

– Mejor así -dijo Tiberio.

– ¿Por qué?

Tiberio se volvió.

– Porque, después de todo, usted estaba en Italia la noche de la muerte de Henri, ¿no? Milán no está lejos de Roma. Si hubiese amado desde siempre a Laura… Pero a nadie se le ha ocurrido siquiera preguntarle qué había hecho aquella noche.

– Eres un estúpido -dijo Valence-. Tengo cita con Ruggieri, te dejo.

– De todas maneras, lo espero fuera.

La puerta del despacho del inspector estaba abierta. Valence entró y se sentó.

– Entonces, señor Valence -dijo Ruggieri-, ¿se ha repuesto de sus emociones?

Valence alzó los ojos con rapidez. Ruggieri hizo de inmediato un ademán tranquilizador.

– Por favor -dijo-, no he querido ofenderle. No vale la pena saltar a la más mínima chispa.

Valence estiró sus piernas ante él.

– ¿Cómo han podido hacer que esa mujer saliera en plena noche para, así, cortarle el cuello? -preguntó.

– No la hicieron salir. Los íntimos de Maria Verdi conocen sus manías. A ella le encantaba contarlas. Una o dos veces por semana, Maria bajaba para calmar sus insomnios a la via della Conciliazione, que está muy cerca de su casa, y se instalaba delante de San Pedro, a quien dirigía una oración silenciosa. Era una vieja costumbre, iniciada una noche en la que había creído ver «algo blanco» que iluminaba la cúpula de nuestra gran iglesia.

– Admitámoslo. ¿Quién estaba enterado?

– Todos los que se acercaban con alguna regularidad a la biblioteca y todos los que comentaban la historia entre risas; me imagino que todos los lectores, por ejemplo. Para el asesino era bastante más fácil matarla en la calle que en su casa. Nadie ha presenciado el crimen. El asesino debió de agarrarla por detrás, bloquearle los brazos sobre los riñones y pasar la hoja por la garganta de un solo golpe y sin titubeos. Hace falta una fuerza colosal o una determinación colosal para propinar con éxito un golpe semejante. Después arrastraron el cuerpo y lo escondieron bajo una furgoneta aparcada. Es por eso que no fue descubierto hasta bastante tarde esta mañana.

– ¿Qué opina?

– Es simple. Maria Verdi no tiene nada que ver con los dramas internos de la familia Valhubert. Claro, conocía a Gabriella como todo el mundo en el Vaticano. Pero sus relaciones con los Valhubert no iban más allá. Por eso es muy probable que María Verdi haya muerto a causa de la biblioteca. Era ella la que expedía las fichas de préstamo y velaba sobre las reservas.

– ¿Quiere decir que volvemos al Miguel Ángel?

– Tras un largo rodeo, sí. Hay que creer que Henri Valhubert decía la verdad cuando expuso la razón de su viaje y que el ladrón, sintiéndose perseguido, se deshizo de él lo antes posible. Ahora, todo hace pensar que Maria Verdi, alertada tras el asesinato, había descubierto algo concreto en relación con estos robos y que se traicionó por simpleza. Todo el mundo está de acuerdo en decir que no había inventado la electricidad. Me inclino a pensar que el ladrón debe de haber sido un usuario a quien ella conocía bien, al que apreciaba incluso, y que Maria habría tratado de hablar con él para hacerlo entrar en razón con la confianza cándida que le era característica.

– En ese caso, ¿no podría ayudarnos de nuevo el obispo?

– Le mandé llamar en cuanto se descubrió el cadáver de María Verdi. He tratado de hacerlo hablar pero sigue mostrándose poco claro. Puede que María Verdi le hubiese confiado alguna cosa, puede que no. Por el momento, calla, dice que no ve qué puede decir al respecto. Si sigue haciendo rancho aparte, será el próximo que correrá peligro. Si estoy bien informado, se presentó ayer por la mañana en su hotel pues tenía que hablar urgentemente con usted, ¿verdad?

– Está bien informado, pero no quise recibirlo. Lo volví a ver por la noche pero él ya había decidido en última instancia guardárselo todo para él.

– Debe de tener una excelente razón para callarse y seguro que no es el miedo a ser la próxima víctima. Tal y como percibo a este individuo, no carece de valor físico. Por el contrario es capaz de afectos profundos, tenemos los ejemplos de Gabriella o de los tres chicos que se han puesto bajo su tutela.

– O de Laura Valhubert.

– Claro. Por otro lado es un hombre que, manifiestamente, ha adquirido a través de la práctica del confesionario una concepción muy personal de la justicia y del bien y del mal. Lo que nosotros tildaríamos de complicidad, él lo llamaría secreto de confesión. Imagino que para él las faltas pueden ser tratadas directamente con la esencia divina, sin pasar por el tribunal terrestre. Y lo creo capaz por todas esas razones de callarse para proteger a alguien que le importe. Y me temo que nada podría alterar ese tipo de mutismo.