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XXVIII

Al llegar al hotel de Valence, Tiberio trataba todavía de limpiarse las manos de la grasa indeleble y francamente apestosa que había preparado Nerón. Desanimado, enrolló su pañuelo en una bola, lo metió en su bolsillo y llamó a la puerta de la habitación. Tiberio interrumpió a Valence que estaba echado en su cama sin dormir y visiblemente sin pensar. Estaba en traje y descalzo y Tiberio encontró el contraste interesante por haberlo explorado a menudo él mismo.

– ¿Tienes la intención de venir a instalarte sobre mi felpudo para vigilarme mientras descanso? -preguntó Valence levantándose.

– Nerón acaba de estar radiante a propósito de la Santa Victoria de los Apetitos Corporales. Se lo cuento y me voy.

Valence volvió a tenderse en la cama y escuchó el relato de Tiberio con las manos bajo la nuca.

– Claudio encuentra este razonamiento ridículo pero yo lo encuentro formidable -dijo Tiberio para concluir.

– Es verdad que está bien pensado.

– Nerón no piensa.

– Pero yo no me imagino al obispo corriendo el riesgo de escribir billetes de este tipo. Debe de tener otro motivo. Por el momento, no se me ocurre cuál puede ser.

– Desde esta mañana no se le ocurre nada. A mí eso me conviene, pero ¿a usted no le preocupa?

Valence hizo una mueca.

– No sé, Tiberio.

– Cuando mira el techo de esta habitación, ¿qué ve?

– El interior de mi cabeza.

– ¿Y cómo es?

– Opaco. Ruggieri me ha llamado hace un momento. Han encontrado huellas recientes de dedos masculinos en casa de la Santa Conciencia. No se sabe a quién pertenecen pero probablemente las ha dejado el visitante. Aparte de eso, no ha descubierto nada de especial registrando el apartamento, al margen de unas confesiones púdicas donde no ocurre nada grave. ¿Le hablamos de la idea de vuestro amigo Nerón a Ruggieri? Con las huellas será fácil verificar si tiene razón.

– Mejor no hablar de ello. Quizás monseñor tenga motivos imperiosos. Puede que sea inconveniente revelárselos a los polis sin conocer en qué situación se encuentra.

– Entonces, esperamos. Iré a ver al obispo mañana. Tú, sobre todo, no te muevas.

– ¿En qué está la cosa en lo que concierne a Laura?

– Me bastaría un impulso para delatarla.

– Ahorre sus energías.

Valence le hizo un gesto con los párpados y Tiberio se fue batiendo la puerta.

XXIX

Habían pasado exactamente ocho días desde su primera visita matinal al Vaticano. Valence subió por la escalera de piedra, que ya le resultaba familiar, y encontró la puerta del despacho de Vitelli entreabierta. En el umbral, Valence notó que el obispo estaba preocupado. No había ningún libro sobre la mesa, no estaba trabajando.

– Dése prisa -dijo Vitelli con cansancio-. Dígame por qué ha vuelto y después déjeme solo.

Valence lo observaba. El rostro del obispo estaba sumido en una reflexión exigente. Se le veía reacio a atender toda intervención exterior. Era evidente que le costaba trabajo hablar. Valence ya había experimentado ese tipo de ensimismamiento y cada vez que le había ocurrido se había quedado un poco atontado. En aquel momento, Lorenzo Vitelli estaba un poco atontado.

– Ruggieri ha debido de informarle sobre el allanamiento, constatado ayer en casa de Maria Verdi. Ha debido de describirle al visitante.

– Sí.

– ¿Qué hubiese podido ocultar Maria Verdi?

Vitelli alzó los brazos y los dejó caer sobre la mesa.

– Las mujeres… -dijo solamente.

Valence dejó pasar algunos segundos.

– Nerón piensa que fue usted el que estuvo registrando la casa de Maria Verdi.

– ¿Le interesan ahora las peroratas de Nerón?

– A veces.

– ¿Y por qué yo?

– El anillo en la mano derecha le habría obligado a tender la mano izquierda.

– ¿Y el motivo de mi visita?

– Podemos suponer cualquier cosa.

– No pase apuro, veo muy bien el tipo de cosa que puede suponer Nerón. ¿Qué piensa Ruggieri de esta singular hipótesis?

– Ruggieri no está al corriente. Pero, en cambio, cuenta con las huellas dejadas por el visitante.

– Ya veo la situación -dijo lentamente el obispo.

Se levantó, pasó las manos por detrás de su hábito y caminó por la habitación.

– Tengo muchas dificultades para encontrar un sustituto fiable para Maria Verdi. Hemos tenido que cerrar la biblioteca y los lectores van a impacientarse. Me pregunto si el escriba Prizzi podría verdaderamente convenirnos.

Ahora contemplaba los jardines del Vaticano por la ventana, dando la espalda a Valence.

– O quizás el escriba Fontanelli. No lo sé, tengo dudas.

– Monseñor, ¿fue usted el que estuvo en casa de Maria Verdi?

– Por supuesto que fui yo.

– ¿Qué buscaba allí de tanta importancia?

– Cosas que me interesaban.

– ¿A título personal?

El obispo no respondió.

– Monseñor, le recuerdo que Ruggieri tiene las huellas. No tengo más que sugerirle el nombre que le falta. Sin duda será menos respetuoso que yo con usted.

– No lo encuentro muy respetuoso.

– ¿Se trataba de cosas que lo concernían a título privado?

El silencio del gran despacho comenzaba a crispar la paciencia de Valence. Sobre todo, el carácter obstinado de aquel silencio.

– Puede irse -dijo Vitelli con calma-, porque no le contestaré nunca.

– Llamaré a Ruggieri.

– Como quiera.

Valence se levantó y descolgó el auricular.

– Pero a él tampoco -continuó Vitelli- le contestaré jamás, ni siquiera en estado de arresto.

Valence titubeó y contempló la silueta oscura del obispo que le daba la espalda, tensa, determinada. Colgó el teléfono y salió.

– ¿Cómo sabías que estaba en el Vaticano esta mañana? -le preguntó a Tiberio, que le pisaba los talones-. Te había pedido que no te movieses.

– ¿Qué dice Lorenzo?

– Es él. Pero no dirá nunca por qué lo ha hecho. ¿Hacia dónde vas?

– Es usted el que va a casa de Ruggieri. Ruggieri trabaja incluso el domingo. Lo espera. El botones del hotel me ha confiado el mensaje.

– Hasta ahora, te has limitado a seguirme. Quédate ahí. No te diviertas intentando adelantarme.

– No me divierto.

Tiberio rió.

– El peligro se cierne sobre nosotros, es espléndido -dijo-. Entonces, ¿se apresta a traicionar a nuestro amigo Lorenzo? ¿Sí o no?

– Ya que eres tan listo, busca tú solo la respuesta. Piensa en ello mientras me esperas.

Valence se sentó frente a Ruggieri que enrollaba un papel entre sus dedos.

– ¿No puede prescindir de su escolta, señor Valence?, ¿ni siquiera el domingo? -preguntó Ruggieri sin alzar la cabeza.

– ¿De quién me habla?

– Del joven chiflado que no le suelta el brazo y que lo manipula.

– Ah… Tiberio.

– Sí, Tiberio. Exactamente, Tiberio…

– Se le ha metido en la cabeza la idea de seguirme, ¿qué quiere que haga? Incluso si quisiese librarme de él, no podría. A fin de cuentas, no puedo atarlo a un árbol.

– ¿Y usted, señor Richard Valence, suele dejarse perseguir por el primero que pasa y contarle toda su vida?

– Tiberio no es una persona cualquiera.

– Precisamente -suspiró Ruggieri levantándose-. Tiberio es la persona que ha descubierto el cadáver de Henri Valhubert. ¿Tengo que recordárselo? Tiberio es el esbirro de Laura Valhubert y, hasta nueva orden, Tiberio está bajo vigilancia, y estoy hasta el moño de que ese tipo le saque toda la información que obtenemos aquí con el sudor de nuestra frente.

– ¿Acaso me toma por un niño, Ruggieri?

– ¡No me mire así, señor Valence! ¡No puedo tolerar sus maneras despóticas! ¿Ha descubierto algo, lo que sea, desde los sucesos de ayer?