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– Supongo que trabajas.

Tiberio no respondió y Claudio emitió un suspiro

– ¿De qué te sirve?

– Lárgate, Claudio. Nos vemos en la cena.

– Dime, Tiberio, cuando viste a Laura hace dos semanas, cuando fuiste a buscarla a la estación, ¿hablasteis de mí?

– Sí. Bueno, no. Hablamos de Livia. No nos vimos mucho tiempo, ¿sabes?

– ¿Y por qué de Livia? Por si no lo sabes la dejé hace dos días.

– Eres agotador. Y esta vez, ¿qué le pasaba a esta chica?

– Se estaba apresurando.

– Cuando están enamoradas, tienes miedo, cuando no lo están te ofendes y cuando lo están modestamente, te aburres. ¿Qué buscas exactamente?

– Dime, Tiberio, ¿es que has hablado de mí con Laura? ¿O de mi padre?

– Ni siquiera mencionamos a Henri.

– ¡Vuélvete cuando me hables! -gritó Claudio-. ¡Ni siquiera puedo ver si mientes!

– Me agotas, amigo -dijo Tiberio obedeciéndole-. No me gusta nada cuando te pones así, tan agitado. ¿Qué es lo que pasa ahora?

Claudio apretó los labios. Siempre había sido así. Tiberio conseguía exasperarlo. Desde que se conocieron hace catorce años y fueron al colegio juntos y después al instituto y luego a la universidad, nada había cambiado. Más bien había empeorado. A medida que Tiberio crecía ante sus ojos, adquiría más encanto y más fuerza. A veces resultaba fastidioso. Un día, de todas formas, la edad acabaría con el rostro anguloso de Tiberio, acabaría con sus pestañas negras de prostituta y deformaría su cuerpo. Cuando llegase ese momento, veríamos si Tiberio seguía siendo el hombre noble, el trabajador infatigable y rápido, el tierno protector de su amigo Claudio. Ya veríamos. Hasta entonces, aún faltaba tiempo. Claudio se separó de la ventana donde se veía su reflejo. «Escuchimizado», lo llamaba su padre. Tenía un rostro irregular que sobresalía por todas partes y que además había heredado de aquel maldito padre. Felizmente en la vida existen los milagros y él podía tener a todas las chicas que se le antojaban, sin conseguir explicarse aún cómo. Todo hay que decirlo, invertía mucho tiempo en ello. Más tarde, cuando fuese extremadamente rico, es seguro que ganaría tiempo. He ahí algo que Tiberio no iba a tener jamás. Tiberio era un pobretón. Sin un céntimo en el bolsillo. Tiberio era un desarrapado. Tiberio se había hecho a sí mismo, picoteando aquí y allá. Magistralmente, quizás, pero picoteando aquí y allá. Tiberio ni siquiera era alumno de la escuela francesa de Roma. Él, Claudio, había entrado fácilmente gracias a la recomendación de su padre. Pero Tiberio y Nerón se habían quedado en puertas. Entre los dos no habían conseguido más que una beca de la universidad que les había permitido seguir a Claudio a Italia y que compartían. Pero Claudio sabía perfectamente que su madrastra le daba un poco de dinero a Tiberio igual que cuando era pequeño. Saltaba a la vista. Era de extrañar que él mismo fuese capaz de adorar a un tipo que al mismo tiempo le ponía tan nervioso. Nunca había podido prescindir de él. Y cuando habían formado aquel «triunvirato», en los primeros años de la universidad, cuando conocieron a David -Nerón-, aquello se había convertido en algo aún peor, en algo indisoluble, sagrado. David ya estaba completamente pirado a los diecinueve años, y aquello no arreglaba las cosas. Le había parecido maravilloso que Claudio llevase desde su nacimiento el nombre de pila de un emperador romano. Decía que le iba bien a causa, ya entonces, de sus correrías erráticas con las mujeres. «¡Bienaventurado él si hubiese podido gobernar su casa como gobernó su imperio!», declamaba a cada momento, cuando Claudio le presentaba a una nueva novia. A partir de ahí, David había bautizado de manera natural a Thibault con el nombre de «Tiberio», y él se había hecho llamar a sí mismo «Nerón», «debido a sus malos instintos». Y aquella historia los había aprisionado a los tres dentro de la misma familia. Había resultado inevitable. Fue un verdadero drama cuando se tomó la decisión de que Claudio partiría durante dos años a Roma sin los otros dos. Incluso Laura hacía ya mucho tiempo que había olvidado el verdadero nombre de Tiberio: y, todo hay que decirlo, Thibault es un nombre bonito.

Tiberio había aprovechado su silencio para ponerse de nuevo a trabajar.

– No me escuchas -dijo Claudio.

– Espero a que hables.

– He recibido una carta de mi padre. Llega mañana a Roma. Me escribe que es un asunto urgente.

– Vaya, ¿qué pinta Henri en Roma? Nunca viene cuando hace calor.

– Naturalmente, me da una pequeña explicación que no vale nada, pero es evidente que viene por mi culpa, para sermonearme, para encarrilarme sobre las vías del honor familiar. Es insoportable. ¿Crees que ha descubierto algo sobre aquella chica que estaba embarazada?

– No creo.

– ¿No le habrás dicho nada?

– Venga, compañero…

– Perdona, Tiberio. Ya sé que no has dicho nada.

– ¿Qué te ha escrito Henri?

– Dice que ha tenido entre sus manos un pequeño Miguel Ángel inédito. Sospecha que la cosa pudo haber sido robada de un fondo de archivos inexplorado y ha pensado en la Vaticana. Después llamó a Lorenzo para hablarle del asunto, porque piensa que como trabaja en el Vaticano puede haber advertido algún tipo de tráfico, si es que lo hay. Lorenzo ha interrogado a Maria, que no ha notado nada de especial en la biblioteca en estos últimos tiempos. Ahí se termina toda la historia. Y a pesar de todo, aunque le horroriza molestarse por minucias, desembarca en Roma para «estudiar el asunto más de cerca». En pleno mes de junio. Es absurdo.

– Puede que no lo haya dicho todo, puede que tenga una pista sólida, dudas sobre sus antiguos colegas. A lo mejor quiere silenciar todo el asunto personalmente.

– Y, en ese caso, ¿por qué no me habría dicho nada?

– Para que no levantes la liebre contando toda la historia por ahí.

Claudio puso mala cara.

– No lo tomes mal, compañero. Sabes perfectamente que con tres copas sufres un enternecimiento generalizado que te conduce, con una indulgencia carente de discernimiento, a un mundo mejor, en el que de pronto todas las mujeres se te antojan deseables y todos los hombres, encantadores. Es una tendencia tuya. Henri puede que esté, simplemente, tomando sus precauciones.

– ¿Entonces no crees que venga para encarrilarme?

– No. ¿Estará Lorenzo en casa de Gabriella esta noche?

– Normalmente sí. Es viernes.

– Llámala. Pasaremos a saludar a nuestro amigo el obispo y quizás descubramos algo más. Dile que cenaremos en su casa.

– Es viernes, habrá pescado.

– ¿Qué más da?

Claudio salió y volvió de inmediato.

– ¿Tiberio?

– ¿Si?

– ¿Crees que no hubiese debido dejar a Livia?

– Es asunto tuyo.

– ¿Acaso no sabes que las mujeres serán mi perdición?

– ¿Por qué? ¿Sólo porque el emperador Claudio fue ridiculizado por su tercera esposa y asesinado por la cuarta?

Claudio se rió. Abrió la puerta y murmuró mientras salía:

– Cuarta esposa que no era otra que la madre de Nerón. No lo pases por alto.

Tiberio corrió hacia la puerta y gritó en el pasillo:

– Nerón, que mató a su madre para acceder al trono, no 1o olvides.

V

– Gabriella está en casa, monseñor -dijo la portera haciendo una genuflexión.

– ¿Está sola?

– Sus tres amigos acaban de llegar, monseñor.

El hábito de Lorenzo Vitelli contrastaba embarazosamente con la caja desvencijada de la escalera de este edificio del Trastevere. A Lorenzo Vitelli le daba absolutamente igual. A nadie en la casa se le hubiese ocurrido reprocharle que no hacía honor a su rango. Todo el mundo sabía que el obispo tenía a Gabriella a su cargo moralmente desde que era una niña y que la había ayudado siempre y sin jamás intentar constreñirla de manera alguna. A la sombra imponente de su protector, Gabriella había adquirido una independencia remarcable. Se había dicho que él la arrastraría a la vida religiosa, pero monseñor no se lo había ni tan siquiera sugerido. «No es mi función constreñir las almas», había dicho Lorenzo Vitelli, «y la de Gabriella me agrada tal y como es». Al obispo le gustaban las veladas en casa de Gabriella con Claudio, Tiberio y Nerón, pero sobre todo con Tiberio, al que apreciaba.